A Máximo Agustín In memoriam
CONSOLATIO AMICITIAE 21.Retablo impreciso
A Máximo Agustín In memoriam
Amigo Máximo: Yo mismo dudo del sentido y del destino de esta Consolatio, cuya única pista de vuelo está cimentada en un recuerdo tan lejano cono difuso.
A pesar de los estragos del tiempo, este recuerdo diluido, pero siempre latente, surgió con luz brillante cuando hace unos meses recibí información sobre la celebración del sexagésimo aniversario sacerdotal de un grupo de PP. Paúles, en cuya lista aparecía el sacerdote Máximo Agustín. Este nombre resonó con fuerza en mi memoria y surgió en mí el deseo fervoroso de acudir a la Basílica de la Milagrosa el día 9 de septiembre del 2011. Consideré que se me ofrecía una ocasión y un envite para saludarte y abrazarte después de haber vivido 36 años sin vernos.
Tras la concelebración eucarística que rubricó el glorioso sexagésimo aniversario, tuve la satisfacción de conversar contigo bajo el afecto de lo imprevisto y con la emoción de lo improvisado. Apareciste endeble y quebradizo como un carrizo que el viento zarandea junto a la orilla del vivir que anunciaba su fin. No en vano, al abrazarte me sugeriste: No me aprietes mucho, que me rompes.
Dos meses antes, habíamos hablado por teléfono de tu traducción del Portrait de M. Pouget. Tú también habías pensado en mí: He traído, en un pen drive, varias otras traducciones que quisiera ofrecerte. Lo tengo en el aposento. Tú sabes que me hubiera alegrado inmensamente recibir esas traducciones, pero alguien con decisión autoritaria te conminó a reintegrarte a la comunidad y, entonces, ambos, tú y yo, nos despedimos con premura. Ya nada supe de ti hasta el día 2 de junio, anuncio de tu fallecimiento.
En el verano de 1962, nos encontramos, por primera vez, en el colegio de Baracaldo. Tú y el resto de profesores, procedentes del chamizo junto a Altos Hornos, habíais inaugurado este nuevo colegio uno o dos años antes.
Quizás seas tú el único paúl de la historia que ha permanecido en la misma comunidad más de 50 años. No sé si el bueno de José Hervás, todavía en esa comunidad, pertenece también a los primigenios cofundadores de ese colegio. A tu vera han pasado por esos aposentos y esas aulas varias decenas de compañeros, a los que tú, imperturbable, contemplabas en su anexión a la comunidad y en su desgarro de ella.
Tú, Máximo, representabas, ciertamente, la historia inmanente de ese edificio, de esa comunidad, de ese colegio. A lo largo de tanto tiempo, una buena parte de la ciudadanía de Baracaldo ha germinado en tus clases y, estoy seguro, que el nombre de Máximo Agustín resuena con alegría y agradecimiento en la mente de centenares de jóvenes, de adultos y de personas ya muy maduras.
De entre los destellos, casi exánimes, que guardo de aquel curso 62-63, tú, Máximo, surges en la penumbra de mi recuerdo como un personaje de erguido y pausado caminar, con una media sonrisa que casi siempre florecía en una leve ironía o en un gesto semicircular de tu mano izquierda, que intentaba completar una palabra aislada o una frase nunca terminada. Sólo te explayabas, aunque con sordina preparada, cuando nos trasmitías alguna noticia, cazada en tus emisoras piratas, inglesas o francesas, sobre algunos acontecimientos relevantes del interior o del exterior, desconocidos por los demás.
El esfuerzo y el tesón sembrado y germinado a contracorriente a lo largo de tus años como formador y docente, te habían convertido en un autodidacta elitista de las lenguas francesa e inglesa. No habías estudiado en ninguna universidad, no exhibías ningún gran título académico, a excepción del grado de profesor auxiliar adscrito a los estudios eclesiásticos. Sin embargo, conseguiste que tu sobresaliente actividad docente ahondase sus raíces en una densa maduración personal, con frutos superiores a cualquier esfuerzo académico.
Siempre te conocí como un gran adicto a tu aposento donde libros, papeles y manuales escolares te cercaban con ansiedad. Hablabas, pensabas, actuabas, caminabas y hasta soñabas con parámetros de profesor. Sólo la chispa irónica y afilada de tus comentarios te salvaba de una inclinación a la apatía casi indómita y desganada. En tu personalidad nunca percibí muestras de enfado, disgusto o malhumor, a pesar de que tu estómago buscaba, a veces, el abrigo de un remedio digestivo.
En la sala de recreo, callabas más que hablabas y, en mi lejanísimo recordatorio, te veo, con frecuencia, musitando con el viejo P. Gutiérrez, el insigne profesor de latín, que era casi un facsímil de ti mismo por su independencia y su entrega a la enseñanza. Decíamos que el P. Gutiérrez trasportaba todo el enorme diccionario de Raimundo de Miguel dentro de su cerebro. Era como tú, un espécimen nacido para profesor, sin más extroversión que la delineada por las hileras de alumnos dentro del aula.
En la penumbra, ya oscurecida, de aquel mi primer año en Baracaldo, os veo a los dos, el viejo Gutiérrez y el joven Máximo como un dúo armónico y sopesado dentro de aquel retablo de profesores que circulábamos inquietos por los corredores y las aulas del colegio.
En el verano de 1963, una misiva del superior provincial Domingo García me abrió el camino de la emigración hacia la universidad de Tréveris en Alemania. Con un equipaje mental inquieto pero, a la vez, acartonado, abandoné el colegio de Baracaldo y los vestigios de un tal Máximo Agustín se difuminaron por las riberas del Mosela. Nada me hacía pensar que, siete años después, volvería al mismo techo vital que dejaba tras de mí. Los dos cursos como profesor de cristología y escatología en Salamanca tiñeron mis espaldas de réprobo y alguien apuntó hacia el colegio de Baracaldo como un dorado confinamiento.
Allí nos saludamos de nuevo. Yo con la mirada extraviada y deprimida. Tú con la misma parsimonia de siempre, sólo que más enjuto y macilento, acoplado a tus dietas blandas y a tus medicinas. Aquella embrionaria relación de siete años atrás, se deslizó desde entonces por la misma travesía aunque con ritmo muy desigual. Tú, semper tibi constans., habías alcanzado la plenitud de tu actividad docente. Tu magisterio fluía desde tu propia estampa presencial con la que empapabas al grupo de alumnos de cada promoción sin imposiciones ni vértigos. Muerto ya el P. Gutiérrez, eras el profesor más veterano. Aunque siempre dabas la impresión de cansino y cansado, el reclamo asiduo del aula te impelía a superar tu innata y parsimoniosa bonhomía.
La monotonía de las clases delineaba el principal circuito hacia la santidad. Tu Dios reinaba en el cerebro de cada alumno. A veces era un Dios inteligente, a veces un Dios torpe. Tu Dios ocupaba un pupitre en el aula, donde aprendía, se impacientaba, se aburría o protestaba. Y cuando las clases oficiales cesaron, tu Dios seguía acudiendo a tu academia de ajedrez, donde tú impartías clases a ese pequeño Dios que contigo aprendía a trazar diagonales con los alfiles, a construir una defensa siciliana con los peones, a realizar un enroque corto o largo, a cabalgar con los caballos…. Este era tu pequeño Dios con el que tú te divertías, además, hasta te santificabas.
Ya en aquellos años 70 habías comenzado tu labor traductora. Artículos de revistas de los paúles franceses, obras sobre el espíritu de San Vicente y su congregación de la misión te atraían sin excesiva premura. Pero era un quehacer que, desde entonces, te ocuparía muchas horas, muchos años y un gran esfuerzo que tú aceptabas como un deporte intelectual. Este empeño te convirtió, con el tiempo, probablemente, en la persona que más libros y opúsculos haya traducido del francés sobre temas vicencianos. La noticia exacta de tu continua e incansable actividad traductora llegó a mis oídos tiempo después. Por teléfono me hablaste de libros sobre San Vicente, sobre el P. Pouget, sobre Fernand Portal, etc. Te sugerí que acudieras a la editorial CEME de Salamanca para intentar la publicación de algunas de tus traducciones. Tu respuesta flemática y sobria dejaba entrever tu pensamiento: Esto no interesa ya a casi nadie. Probablemente así era y así será. Ese caudal de tu actividad traductora caerá en el pozo de la inanidad. Tanto esfuerzo baldío produce mucho dolor.
En el año 1977 abandoné definitivamente mis ocupaciones docentes en el colegio San Vicente de Paúl, con el bagaje positivo de haberte conocido a ti y a muchos otros compañeros cuyos nombres resuenan en la bóveda de mi recuerdo con afecto y con agradecimiento. Todos ellos forman parte de un retablo sobrio e impreciso, sin adornos, en cuyas imágenes descubro muchas facetas de mí mismo.
Pero hoy, Máximo, revives especialmente tú en mi memoria con tu imagen flaca y escarpada. Varias veces tuve ocasión de saludar a tu difunto primo Jesús de Pablo. Por la fuerza de mi interés, siempre aparecía tu nombre y tu persona en nuestra conversación. Ahora todo de ti es ya ido. Tu tiempo se ha hecho eternidad. Tu eternidad se ha congelado en nuestro tiempo.
Efrén Abad
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