Año de la fe: tres dimensiones del creer
Al afirmar que la fe es una estructura fundamental de nuestra existencia no hemos probado todavía nada acerca de la legitimidad de la fe religiosa. Pero lo dicho es suficiente para intuir que, en caso de que exista Dios, mantener hacia Él una relación de fe no sería en absoluto extraño ni contrario a las exigencias de nuestra humanidad, sino el comportamiento más humano que cabría imaginar. De esta forma, el dinamismo de la fe interpersonal nos ha llevado hasta el umbral de la fe religiosa.
Hemos comenzado este capítulo observando que las palabras «fe» y «creer» no siempre se emplean en el lenguaje cotidiano con idéntico sentido. Ocurre lo mismo en el lenguaje religioso. Los teólogos antiguos», utilizando una fórmula de inspiración agustiniana», decían que en relación con Dios hay tres formas de «creer». Si queremos conservar sus matices, será inevitable citarlas en latín»:
1) Credere Deum, un acusativo sin preposición, cuya traducción literal castellana resulta un poco dura al oído: «Creer Dios»; es decir, creer que Dios «existe» y creer cuantas verdades se relacionan con Él.
2) Credere Deo, en dativo; es decir «creer a Dios». No creemos las verdades de la fe de las que hablábamos hace un momento porque se nos hayan ocurrido a nosotros un buen día, ni siquiera porque nos parezcan razonables, sino porque Dios nos las ha revelado, y su palabra nos merece confianza. El Concilio Vaticano I enseñó que no creemos lo que Dios ha revelado porque percibamos su verdad «por la luz natural de la razón, sino por la autoridad del mismo Dios que revela». Imaginemos a alguien que acepta todas las verdades cristianas, pero no porque han sido reveladas por Dios, sino porque coinciden con sus propias reflexiones. Supongo que se considerará a sí mismo un buen cristiano y que los demás lo tendrán por tal; pero en cuanto una de esas verdades deje de parecerle razonable, se descubrirá que no es creyente ni lo había sido nunca. Santo Tomás afirmó perspicazmente que, si creemos en «algo», es porque antes, y sobre todo, hemos creído en «Alguien»: «Dado que el que cree asiente a las palabras de otro, parece que lo principal y como el fin de cualquier acto de creer es aquel en cuya aserción se cree; son, en cambio, secundarias las verdades a las que se asiente creyendo en él».
3) Por último —pero no por ser menos importante, sino todo lo contrario—, credere in Deum. En latín, la preposición «in» con acusativo indica el término al que se dirige un movimiento real o figurado; credere in Deum indica, por tanto, que el acto de creer no termina aceptando las verdades de la fe, sino al mismo Dios de quien hablan esas verdades. De hecho, la revelación bíblica no es la comunicación de unas verdades ocultas, sino más bien del mismo Dios para nuestra salvación. En cuanto credere in Deum, el acto de creer implica una experiencia personal de Dios. San Pablo decía que solo en la otra vida veremos a Dios «cara a cara» (1 Cor 13,12); por lo tanto, mientras estemos en este mundo debemos contentarnos con una experiencia parcial de Dios. San Agustín habló de las «manos de la fe»2‘ que palpan a Alguien en la oscuridad. Naturalmente, este tercer sentido de la palabra «creer» supone los dos anteriores: no sería posible creer en Dios sin antes creer que existe y sin creer cuanto nos diga. Por eso no he querido titular este apartado tres «formas» de creer, sino tres «dimensiones» del creer. Igualmente podemos decir que el tercer sentido de la palabra «creer» supera a los otros dos. En efecto, cuando el verbo creer va seguido directamente por un complemento, se trata siempre de conceptos; en cambio, si va seguido por las preposiciones «a» o «en», se refiere a personas, que son más importantes que los conceptos. A su vez, ambas preposiciones establecen una jerarquía: podemos creer a una persona circunstancialmente, cuando dice una cosa y no cuando dice otra; en cambio, creer en ella entraña una actitud permanente.
Por otra parte, aunque comenzamos este capítulo mostrando que la fe no es exclusiva ni primariamente algo religioso, debemos añadir ahora que, en sentido estricto, «creer en» solo debería referirse a Dios. Me refiero a creer de manera absoluta, incondicional, definitiva; es decir, creer de una manera que compromete irrevocablemente el fondo del ser. Una fe semejante no podría otorgarse a un ser humano sin haberlo convertido en un dios; es decir, sin idolatría.
Pascasio Radberto 865) lo explicó muy bien: «Nadie puede afirmar correctamente: creo en mi prójimo, o en un ángel, o en cualquiera otra criatura. Por doquier, en las Escrituras divinas, encontrarías que esta confesión queda reservada, propiamente, para solo Dios. […] Decimos, sí: creo a tal o cual persona. Lo mismo que decimos: creo a Dios. Pero no creemos en esa persona ni en ninguna otra. Porque, en sí mismas, no son ni la verdad, ni la bondad, ni la luz, ni la vida: no hacen más que participar de ellas. Por este motivo, cuando nuestro Señor, en el Evangelio, quiere mostrar que es consustancial con el Padre, dice: «Creéis en Dios; creed también en mí» (Jn 14,1).
Porque si [Jesús] no fuera Dios, entonces no habría que creer en él»’. El poeta Venancio Fortunato (t 530) decía con una fórmula densa: «Allá donde se pone la preposición en, se acepta a la divinidad»». Y Fausto de Riez (muerto alrededor de 495) llamaba la atención sobre «el privilegio» que supone la pequeña preposición «en», ya que solo le corresponde a Dios».
De momento, dejaremos aquí este razonamiento. Más adelante veremos que el cristiano ni siquiera cree en la Iglesia. Solo cree en Dios.
Luis González Carvajal
Tomado de “La fe, un tesoro en vasijas de barro”.
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