Biografías para el recuerdo: Félix Urrestarazu
07-08-73
BPZ 73
Félix ha muerto. Y muchos, muchos han manifestado que le querían. Fue un sacerdote abierto y generoso; contagiaba fácilmente su optimismo. Creía de verdad y se le notaba la luz. Hecho a prueba de aguante y de paciencia, su vida no fue sin dolor ni cruz grande. Sufrió operaciones muy duras; muchos años durmió sobre una tabla. Félix supo aceptarse y pocos sabrán de quejas suyas.
Trabajó en Pamplona, en Hortaleza, en Teruel, en Cuenca, en San Sebastián, siempre con ilusión y esmero. Le entusiasmaba el culto hecho con dignidad, la predicación bien preparada. Sabía comprender, oír. Ayudó a muchas Hijas de la Caridad y a muchos jóvenes a encontrar respuestas de fidelidad gozosa (lo sé por testimonios al alcance de cualquiera). Era un niño grande, todo corazón y espontaneidad, que se ganaba inmediatamente la confianza. Se admiraba de los pequeños detalles, de los gestos sencillos, vivía la paz que daba.
Tenía una memoria prodigiosa y la utilizó con provecho. Logró hablar perfectamente el francés. No se detuvo nunca. A los cuarenta años en Roma estudiaba con interés. La tesis que preparaba sobre “La doctrina de la Encarnación en San Vicente” es buen documento acreditativo de sus esfuerzos.
Un día no pudo con los dolores de cabeza, y de Roma se vino a su casa de Ibarra. Para él su “amatxo” era su todo. Acertó. Su mal era mortal. Sufrió una delicadísima operación. El día anterior a la misma recibió el sacramento de la Unción, causando una impresión providencial entre los enfermos de la sala. En dicha celebración pronunció aquel “soy joven, quiero vivir, pero acepto la voluntad de Dios”.
Tres meses de espera fueron muchos días aún para la risa y el contagio de esperanza. En San Sebastián y Corella dejó una huella de confianza absoluta en Dios. Hasta que una tarde de agosto, al aire de muchas fiestas, en San Sebastián partió para la casa del Padre. La señora Micaela, su “amatxo”, aceptó ejemplarmente su muerte. Mucho había hablado con él, mucho había sufrido y sabía cómo se lo entregaba a Dios.
En Roma frecuentemente iba a la tumba de Juan XXIII, corazón a corazón y mucha fe. Y con ellos el recuerdo de los enfermos de la Provincia de Zaragoza.
En Ibarra no cabía la gente el día de su entierro y más de cuarenta compañeros y amigos proclamando la Resurrección. Y aquel “gure Aita” entrañable a Félix le sonaría a cielo.
Descanse en paz el amigo fiel, el paúl generoso. Y guarden el recuerdo de su bondad y alegría cuantos supieron ayudarle a sufrir: Señora Micaela, todos sus hermanos, Hijas de la Caridad de San Sebastián y Corella y sus amigos.
Anónimo
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