Biografías para el recuerdo: Tomás Lucea
02-09-73
Anales 73, pg. 464
El día 2 de septiembre de 1973, el señor alguacil de Larraga (Navarra) echaba el siguiente bando por los altavoces de la parroquia y del Ayuntamiento: «En Pamplona acaba de fallecer el P. Tomás Lucea y Fernández de Beaumont, a los cincuenta y un años de edad».
El P. Tomás, segundo de cuatro hermanos, nació el Larraga el 7 de marzo de 1922. Se quedó sin madre al nacer la última de sus hermanas. Entró en la apostólica de Pamplona a los doce años, unos días después de proclamarse la República, exactamente el 17 de abril de 1931. Las humanidades las estudió en Pamplona y en algún momento en Limpias. Durante la guerra civil lo pasó en Tardajos y Villafranca del Bierzo: son los años del seminario interno. Todavía novicio se traslada a Hortaleza, donde hizo su profesión religiosa definitiva el 27 de septiembre de 1940. Tras concluir sus estudios filosóficos en Hortaleza marcha a Cuenca para realizar la teología. Cuenca parece modelar al P. Tomás en la seriedad sacerdotal y vicenciana de la que ha sido modelo. La austeridad del paisaje y la verticalidad de las rocas pareció haber esculpido en él esa austeridad y pobreza que nos admiraban y ese sentido del deber profesional de la cátedra, que siempre le distinguió. Se ordenó sacerdote el 15 de junio de 1946, celebrando su primera misa el día 16 en el desaparecido colegio de las Mercedes, de Madrid.
Destacaba en la vida sacerdotal del P. Tomás el apostolado de la cátedra, como profesor que fue de bachillerato en nuestros colegios de Baracaldo y Marín. Era un profesor que no permitía el fracaso del alumno: al final todos aprobaban y se lo agradecían. Su sistema era el trabajo y la entrega total: pediría la lección por escrito hasta que uno se la aprendía; él corregía y corregía, no nos podíamos dormir, no nos lo permitía. Era así la seriedad del educador. Al final todos se lo agradecían. El sistema era el mismo para los bachilleres que para los apostólicos y filosóficos de Cuenca. De los colegios pasó a nuestras casas de formación: Cuenca, con los de tercero de filosofía; Murguía, Andújar (en dos ocasiones).
La enfermedad que le ha llevado al cielo se dejaba sentir ya desde los años malos de la postguerra, agudizándose en los últimos destinos. En Andújar encontraba cierto alivio a su delicada salud. Estando en este destino se operó en Madrid, y desde entonces ha ido a menos en su salud física, bien que nunca perdió en ilusión de trabajo y entrega de servicio a la recién erigida Provincia de Zaragoza.
En febrero de 1970 pasó a Zaragoza como primer consejero y secretario del P. Jaime Corera, y allí permaneció, con la enfermedad que le iba debilitando hasta el relevo del gobierno de la Provincia, en marzo de 1973. Quiso someterse de nuevo a una operación delicada, con la ilusión de superar la crisis de la enfermedad, que iba a más. Fue el golpe de gracia que le ha tenido en cama en el sufrimiento que purifica hasta el 2 de septiembre a las dos de la tarde, momento en el que el Señor le llamó a la eternidad. Nos lo ha llevado cargado de abundantes méritos. Era un sacerdote ejemplar, un educador infatigable, un hijo de Vicente de Paúl imbuido de su espíritu. Un hombre de fe, que no desesperaba de los acontecimientos del momento, un religioso pobre, austero, parco. Lo suyo no era para él: estimaba al pobre, al anciano, al enfermo. Ilusionado por nuestros apostólicos, trabajó con ellos más de una década, descubriéndoles el ideal sacerdotal. Para todos fue un modelo de que debe ser un hijo de San Vicente: estaba al corriente de las últimas novedades teológicas, era amante de lo vicenciano y, sobre todo, hombre práctico, que vivía la Providencia y el servicio desinteresado.
La enfermedad, dolorosa, le ha purificado. Supo aceptarla con la ilusión de que la vencería y podría ser útil en cualquier despacho parroquial. Ofreció sus sufrimientos por las misiones, a las que estimaba con sinceridad, y por la Asamblea de las Hijas de la Caridad, que en aquellos días se celebraba en Zaragoza. Dios se lo llevó a su lado. Que él nos bendiga desde el cielo.
JESUS M. MUNETA, C. M.
Siempre me había imaginado que escribir el recuerdo de un amigo debía de ser algo costoso. Hoy experimento que es enormemente difícil. No es posible atender a la objetividad de los hechos, porque todos ellos van marcados de una muy especial significación. No puedo olvidar que en este mismo mes se cumplen catorce años de mi primera misa en Larraga, en la que el P. Lucea me señalaba las líneas fundamentales de mi sacerdocio vicenciano. Pero entonces, lo he visto como el primero y un poco el padre y guía -el primero, de verdad, el P. Perpetuo Fernández, estaba a muchos años de mí- de una hasta hoy ininterrumpida lista de nueve paúles larragueses que, en unión con las dieciséis Hijas de la Caridad, hemos marcado el pueblo con un indeleble matiz vicenciano. Permitidme por ello que mejor que escribir una crónica sobre su vida os diga, al estilo de una primitiva comunicación vicenciana, mis impresiones sobre su figura humana, sacerdotal y misionera.
Yo he visto al P. Tomás Lucea como un hombre justo, ambiciosamente curioso y empedernidamente trabajador.
La palabra justicia estaba siempre en sus labios y su contenido era el criterio de todas sus determinaciones y consejos. Me hizo recordar al viejo Tobías cuando, en el último momento de lucidez en que pude hablar con él, me preguntaba sobre la devolución de una estufa eléctrica que se le había prestado. En él la justicia tenía una manifestación peculiar en su característica ironía, tan conocida de todos, y que, entre los que le trataron en los últimos años, era el criterio inequívoco de su mejoría de salud. Cuando estaba bien, sentía necesidad de meterse con todo el mundo. Y era en aquel diálogo incisivo donde, sin la menor intención de molestar, iba atando todos los cabos hasta que uno no tenía más remedio que confesar, la mayor parte de las veces en la intimidad de la reflexión, que el P. Lucea había puesto las cosas en su punto que, con la mayor humildad, le había servido a uno un montón de verdades como puños.
Su curiosidad era grande e inacabable en todo lo que se refiriese a la Congregación. Cada piedra que se moviese en nuestras casas, cada nueva perspectiva que se abriese camino, cada nueva situación personal encontraba eco en su preocupación vicenciana. Todavía recuerdo la cara de entusiasmo con que la antevíspera de su muerte escuchaba las pequeñas modificaciones que se habían hecho en nuestra comunidad de Casablanca (Zaragoza).
Trabajador empedernido, que no supo buscarse nada para sí; sobrecargado en sus años de salud, supo gastarse gustosamente hasta la última gota en la atención a las mil tareas de la curia provincial en estos difíciles años de estructuración de la Provincia. En cada una de sus reanimaciones durante su larga enfermedad, su único pensamiento era su futuro destino. Siempre se encontraba con fuerzas para hacer algo, para sentarse en un confesonario, para llevar los libros parroquiales en un despacho, para atender a la dirección espiritual de los seminaristas e, incluso, para dar clases en una apostólica. Jamás le oí decir que su salud ya no le permitiría trabajar más.
Su sacerdocio, a mi entender, estaba apoyado sobre la piedad y sobre la inmolación en el sufrimiento.
El P. Lucea rezaba mucho y rezaba con devoción. Había llegado a identificarse con el dolor como con su verdadera cruz. El sabía que los médicos no le acertaban, que se hallaban desconcertados ante el proceso de su enfermedad, y seguía aceptándose en sus enormes limitaciones con una ilusión de vida que no llegó a decaer nunca. La intervención quirúrgica de Madrid no había resuelto gran cosa, antes bien le había dejado mutilado en sus funciones vitales básicas de absorción y asimilación. Y no le quedó más remedio que aceptar una dieta a todas luces insuficiente, sazonada con mil brebajes de hierbas medicinales, con la única ilusión de mantenerse en actitud de servicio los días que quedasen de vida. Cuando una persona, anciana y enferma, le dijo en mi presencia: «Los enfermos y los viejos no valemos para nada», el P. Lucea respondió: «Valemos para sufrir, que no es poco». Y pude comprobar la eficacia apostólica de sus palabras y de su ejemplo, cuando después de muchos días, la misma persona me decía: «Como dice el P. Lucea, si valemos para sufrir, no es poco».
Su amor a la Congregación aparecía en un gran amor a las personas, a las obras y a las virtudes propias de la C. M., sobre todo a la pobreza. Una pobreza que, a los más delicados, se nos ocurría muchas veces tacañería, porque no alcanzábamos la razón para aquella penuria en los gastos de instrumental para sus servicios a la Provincia, o para aquel celo por aprovechar el papel para sus borradores. Pero su mente calculadora nos hacía ver en seguida las cantidades fabulosas de ahorro en no sé cuántos días y años, siempre a costa, claro está, de una mayor incomodidad para él.
Sus muchos años de estancia con los muchachos le habían hecho particularmente sensible a su problemática de adolescencia y miraba con particular cariño la obra de nuestras apostólicas.
Su amor a las personas se intensificaba para con los enfermos y ancianos. Era su obsesión el procurar que no les faltara nada. Con el P. Resa se pasó larguísimas jornadas de permanencia junto a su lecho de muerte, en Corella, desde donde seguía infatigable su tarea de asistente del P. Visitador.
En torno a él había sabido crear un ambiente de simpatía hacia todo lo nuestro. Su familia, especialmente, se había identificado con su amor a la Congregación hasta el punto de que recibir en su casa a los Paúles era verdadero motivo de fiesta y alegría. Y desde su última operación en Pamplona no se separaron ni un solo instante de su lado, colaborando de manera insustituible a prestarle la atención que todos le debíamos.
Lo demás es también de sobra conocido. Desde su intervención en Madrid no llegó a reponerse del todo. La infección interior seguía progresando, pero su fuerza de voluntad se iba sobreponiendo a la enfermedad. Una nueva intervención clínica en San Juan de Dios, de Pamplona (1973), tampoco da el resultado apetecido. Pero esta vez ya no dejaría la cama. Trasladado a la Cruz Roja de Pamplona, en período de convalecencia, se siente incómodo porque se cree objeto de un trato de excepción, ya que la clínica no está pensada para crónicos, y en el deseo de no crear situaciones comprometidas a las Hermanas de la Comunidad, sueña con ser trasladado a Corella y a Larraga. Efectivamente, llega a Corella el día de Santiago, donde las Hermanas, que tan buen recuerdo guardan de su estancia de enfermero junto al P. Resa, lo reciben y atienden con todo cariño. Pero una nueva crisis exige su traslado urgente a Pamplona. Ingresado en la Clínica del Hospital Provincial, comienza una serie de crisis de las que una y otra vez se repone hasta el punto de hacernos creer que su enfermedad puede prolongarse bastante tiempo. Todavía el viernes aparecía con una ilusión y un entusiasmo que hacía pensar en una mejoría superior a las anteriores. Pero por la noche, una nueva recaída de la que ya no se repone, expirando al mediodía del domingo 2 de septiembre.
El día 3 celebramos el funeral, «corpore insepulto», en nuestra iglesia de Pamplona, llena de amigos venidos de las distintas casas de la Provincia, de las casas de las Hijas de la Caridad de Pamplona, Larraga y Corella y una multitud de larraguenses, que se trasladaron expresamente del pueblo. La prisa de la funeraria impidió que otros muchos convecinos pudiesen estar presentes al funeral. La respuesta del pueblo había superado todas las previsiones. Hubo que pedir más autocares y éstos no llegaron a tiempo.
Dos días más tarde se repitió el funeral en Larraga (Navarra), con una concurridísima asistencia.
JULIO SUESCUN, C. M.
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