Homilía en la Eucaristía de comienzo de servicio de Visitador Provincial
SERVICIO DE VISITADOR (18-I-2019)
P. Santiago Azcarate Gorri, C.M.
La vida de una persona, como la vida de una Institución, viene marcada por acontecimientos que jalonan etapas distintas en su recorrido. Hoy estamos ante uno de esos acontecimientos. Asistimos al cambio de Visitador en nuestra Provincia, y esto suscita inmediatamente en nosotros sentimientos de gratitud hacia quien culmina un itinerario (el P. David) y actitud de expectación ante lo que está por venir.
En este contexto, la Palabra de Dios que se acaba de proclamar recrea el tono adecuado que nos ha de envolver ahora. La carta a los Hebreos se refería ayer a las dificultades de los judíos en su camino hacia la liberación. Hoy, sin embargo, el autor cambia de registro; no se queda en la dificultad, sino que alienta con una meta: la meta del descanso. Pero no se trata del descanso de quien tiene que sobreponerse a los obstáculos enfrentados, sino el descanso sabático: el descanso de la plenitud en Dios. Una plenitud a la que podemos acceder si vivimos de la fe. Y de ahí la imprecación final: ¡empeñémonos!… Se trata de un mensaje reconfortante: nos dolemos, sanamos, nos caemos, nos levantamos, nos cansamos, gozamos. Si todo esto tan vital lo vivimos desde la fe, todo se convierte en bendición y en gracia.
El Evangelio, por su parte, nos ofrecía una página entrañable: Jesús en misión, rodeado de gente y enseñando. Y es en medio de esa actividad donde cuatro hombres piadosos se atreven a la interrupción. Intervienen como mediadores entre el enfermo y Jesús; y Jesús perdona y sana. Estamos ante un hecho que apunta a nuestra misión. San Vicente subraya en el primer número de las Reglas Comunes que nuestro Señor “se puso a obrar y a enseñar”. Y lo vemos hoy en el Evangelio. Siendo continuadores de su misión, nos toca ahora a nosotros obrar y enseñar, hacer de mediadores y acercar a Dios y a los hombres; en definitiva, sabernos instrumentos de Dios al servicio de su Reino.
Fe y misión son, pues, las dos palabras que hoy resumen el mensaje de la Escritura. Fe en Jesucristo, Palabra definitiva de Dios a los hombres. Y Misión de anunciar el Evangelio, de palabra y de obra, haciendo efectivo por la caridad el establecimiento del Reino.
A todo ello nos llama el documento final de la última Asamblea General: a centrarnos en Jesucristo como Regla de la Misión, a intensificar la vida espiritual para la Misión, a entrar en contacto con nuestros hermanos los pobres, a empeñarnos en la Misión evangelizadora poniéndonos en salida… En esa dirección se puso precisamente la Provincia al aprobar las Líneas Operativas de la reciente Asamblea de Junio.
Esto supuesto, tres elementos me gustaría destacar y trabajar en este tiempo: el fortalecimiento de la vida espiritual, la pastoral en clave misionera y la proyección vocacional de nuestra vida.
Hablando un día San Vicente a los misioneros sobre la búsqueda del Reino de Dios, les aseguraba que “se necesita la vida interior, que hay que procurarla, porque si falta, falta todo” (XI, 429) Hoy hay que recordar esto con más fuerza que nunca. Porque el problema de fondo de todo nuestros sistema de vida es un problema de espiritualidad. De ahí que ha de procurar cada misionero hacer memoria del atractivo de Cristo en su vida, de su llamada a seguirle en la evangelización de los pobres y de lo que le trajo a la Congregación. El carisma vicenciano nos remite al Evangelio. Un Evangelio que, vivido y compartido con los demás, da vida, consistencia y empuje a nuestra vocación y misión. Adentrarse en esa corriente de vida evangélica es lo que nos va a permitir tener viva la memoria de por qué estamos juntos; por qué cada uno ora, celebra, convive, evangeliza y proyecta con el resto de sus hermanos. Se trata de que profundicemos en la dimensión carismática para que ofrezcamos un testimonio profético, y no rutinario o acomodado, en la sociedad y en la Iglesia. Para ello es fundamental que tengamos en cuenta tres cosas: intensificar la vida interior, aceptar una pobreza evangélica real y hacer una experiencia teologal de la comunidad.
Desde aquí estamos llamados y somos enviados a ejercitarnos en una pastoral misionera. “Pidámosle a Dios, decía san Vicente, que nos dé este espíritu, de forma que cuando se vea a uno o dos misioneros se pueda decir: ‘He aquí a unos hombres apostólicos, dispuestos a ir por los cuatro rincones del mundo a llevar la palabra de Dios” (XI, 190) San Vicente nos proyecta hacia el mundo. Y hoy toda la Iglesia está sensibilizada con esa misión. Todos nos hemos familiarizado con el Papa Francisco y hemos asumidos sus expresiones: “Iglesia en salida”, “ir a las periferias”… Esa es hoy la preocupación de la Iglesia y esa es la entraña de nuestra vocación, por lo que hemos de empeñarnos en activar los recursos que las Líneas Operativas nos ofrecen para este objetivo. Activar la imaginación para dar proyección misionera a nuestros ministerios y encontrar recursos para la potenciación de las misiones populares ha de estar en nuestro horizonte. La clave va a estar en dos verbos: abrir e inaugurar. Abrir puertas, mentalidades, sensibilidad, corazón. E inaugurar caminos, presencias, acciones, metas.
Si de verdad vivimos lo que somos, misioneros, y nos entregamos a lo que nos afecta, la evangelización de los pobres, podremos proyectar vocacionalmente nuestra vida. Pocos retos como el de la pastoral vocacional resultan hoy tan urgentes. Estamos ante una necesidad que no nos tiene que llevar tan solo a análisis y lamentos, sino a coherencia y pasión. Porque la pastoral vocacional es misterio de encuentro entre personas, para personas y con personas. Es misterio de encuentro y contagio; de acompañamiento, interpelación y provocación. Y es que no se puede presentar una existencia, como la nuestra, que abraza el silencio y la gratuidad, la donación, la misión y la fraternidad con propuestas superficiales, sino con coherencia de vida. Nuestra pastoral vocacional está llamada a ser activa y efectiva; pero necesita claridad y precisión, no desgana, quimeras o sueños. Necesita personas diferentes, carismáticamente consistentes, muy identificadas con su vocación, entusiasmadas con su misión. No es cuestión, por tanto, de edad, de que sean más o menos jóvenes quienes conformen el Equipo. Es cuestión de que seamos todos auténticos vicencianos, misioneros que vivimos la pasión por Dios y por los pobres.
Aunque podamos tener la impresión de estar ante una tarea ingente y que nos pilla mermados de fuerza, hemos de situarnos en el hoy con una perspectiva esperanzadora. El carisma vicenciano tiene capacidad para orientar el presente y proyectarse en el futuro. No hemos de mirar, por eso, lo que está muriendo, sino lo que está por nacer; no hemos de lamentarnos por lo que vamos dejando, sino animarnos por lo que se va a ganar; no hay que perderse en la nostalgia del pasado, sino en la ilusión de lo que está por venir. Es la de hoy una hora para la intuición, para la prueba, para el ensayo… Una hora para sacudirse la modorra indolente y despertar al entusiasmo de los primeros años. Aquel entusiasmo de los primeros misioneros. Aquel entusiasmo de nuestro primer destino, donde todo era novedad, incitación y respuesta. En esta ilusión esperanzada hemos de crecer cada día.
Quisiera terminar ahora con la palabra “gracias”. Gracias al P. David, de quien he estado tan próximo estos años y en quien he podido apreciar el interés cordial por cada misionero, la dedicación total a la Provincia y el trabajo y la preocupación constante. Gracias al Consejo que le ha acompañado y ayudado en este tiempo. Gracias a los misioneros de la Provincia que me han dado esta prueba de confianza. Gracias a las hermanas y a tantos vicencianos que me han animado estos días. ¡Que el Señor nos siga bendiciendo y su Espíritu aliente el vigor de nuestra vocación y el ardor por la misión!
Santi Azcarate, C.M.
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