P. Muneta
El Gobierno de Navarra tiene establecida una prolífica relación de premios para reconocer la labor de instituciones o ciudadanos que destacan en los más variados órdenes. Los tres más conocidos son, tal vez, la Medalla de Oro de Navarra, el Príncipe de Viana de la Cultura y la Cruz de Carlos III el Noble. Este último, el más flexible y poliédrico de los tres, pretende reconocer «la labor de personas o entidades que han contribuido de forma destacada a la proyección y al prestigio de la Comunidad foral, desde el ámbito concreto de su actividad». Y debo reconocer que los galardonados en esta ocasión cumplen con creces los objetivos del premio.
Nos guste más o menos la jota, no hay duda de que las hermanas Flamarique son un exponente vivo de la jota navarra, cantada por ellas con fuerza y sensibilidad. Somos muchos los que hemos gozado de las delicias de Atxen Jiménez en el Mal de Tafalla, una perfecta simbiosis entre tradición e innovación. El derecho en Navarra tiene un nombre, Ángel Ruiz de Erenchun, y su figura y su toga son toda una referencia en el mundo dela abogacía. He dejado para el final probablemente al menos conocido de todos, el músico y compositor Jesús María Muneta Martínez de Morentin, porque pretendo glosar brevemente su figura y su obra, ya que me unen a él lazos de magisterio y amistad.
Como buena parte de los navarros de mi generación, sobre todo los pertenecientes a familias humildes del medio rural, yo me eduqué en un seminario religioso. La presencia de las Hijas de la Caridad en los primeros años de primaria en Los Arcos coadyuvó a que eligiera el colegio de La Milagrosa de Pamplona, regentado por los padres paúles, ya que ambas congregaciones fueron fundadas por San Vicente de Paúl, el gran santo francés del siglo XVII. Recibí la educación propia de aquel tiempo, rígida, moralista, autoritaria y memorística. Una educación que tenía también cosas buenas, muy buenas: el amor al estudio y al trabajo, la disciplina, la honestidad, el compañerismo, la preocupación por los más pobres. Todo ello vivido en un ambiente de austeridad radical y ausencia de cualquier lujo. Todavía recuerdo los sabañones que me salían en invierno en las orejas, fruto del intenso frío que no remediaban los radiadores casi siempre cerrados de las estancias colegiales, y el paquete semanal que me mandaba mi madre para compensar los pobres platos de legumbres y las insípidas sopas que nos cocinaba el hermano Chicano, base de nuestra alimentación ordinaria.
Tuve profesores buenos y regulares, como en todas las etapas de mi aprendizaje. Pero hubo algunos que, además de profesores, fueron educadores en el pleno sentido de la palabra. El padre Muneta fue uno de ellos. A él le debo, junto con el padre Sagredo, el gusto por la música, que me ha acompañado hasta hoy. Y casi cincuenta años después, seguimos viéndonos, disfrutando de su cuádruple faceta de gestor — éste sí que ha hecho más con menos—, organista, compositor e investigador. Teruel, donde reside, le ha dado todos los premios posibles, al igual que el Gobierno de Aragón y el Ministerio de Educación. Estoy seguro, no obstante, que esta distinción la va a agradecer especialmente. Nacido en Larraga, población que visita todos los veranos, impulsó en 2008 el ciclo de órgano Diego Gómez, que se celebra todos los años en la segunda quincena de agosto. Cómo lo hace sin apenas presupuesto es otro misterio en el que el padre Muneta, tan acostumbrado a ello, se mueve como pez en el agua.
Pero, aunque él no lo diga, tiene una espinita clavada. En 1990 recibió el segundo premio de composición del Gobierno de Navarra y la obra sigue sin estrenarse. A la vista de los nuevos aires de la orquesta, que comparto plenamente, ¿qué tal un concierto de autores navarros estrenado en Baluarte por la OSN y repetido en las poblaciones de los músicos seleccionados? En el caso del padre Muneta, es de justicia. Sería devolverle un poco de lo mucho que él ha dado a la música y a Navarra.
felonesroman@gmailcom
Comentarios recientes