Reflexión sobre el Simposio de la Familia Vicenciana en Roma, 12-15 de octubre de 2017
Un encuentro para el recuerdo.
Para conmemorar el 400 aniversario de la gestación del carisma vicenciano (todos aquellos valores evangélicos que caracterizan las obras e instituciones inspiradas en la vida de san Vicente de Paúl y de santa Luisa de Marillac) nos hemos reunido en Roma más de 10.000 miembros de las distintas ramas de dicha familia, procedentes de aproximadamente 90 países de toda lengua, cultura e indumentaria. Ha sido la representación más numerosa tenida en Roma desde nuestros orígenes: casi dos tercios de los 154 países en los que está presente la Familia, incluidas denominaciones de instituciones poco conocidas a nivel internacional, pero que comparten vivencialmente el mismo ADN vicenciano.
La preparación de este acontecimiento ha sido una tarea dura, más ardua y difícil de lo que se puede imaginar desde las atalayas periféricas de los que no hemos estado nunca en el alumbramiento de un evento de este tipo. Por eso, obviando los aspectos ciertamente mejorables, que los ha habido, en nombre de tantos asistentes que nos hemos sentido impactados quiero dar las gracias, sin reticencias, a los que han hecho posible esta celebración, en su conjunto, difícilmente repetible.
La preparación a corto, medio y largo plazo ha supuesto reuniones locales, de grupos, de equipos de trabajo especializados; encuentros de reflexión sobre las esencias del carisma fundacional y de su puesta al día en nuestra sociedad, en general, y en nuestra pequeña parcela de trabajos locales, en particular; ha servido para agudizar nuestra imaginación creativa en favor de auqellos que viven en las periferias de nuestro tiempo y de los pobres, sin etiquetas. Sobre todo, este largo tiempo de un año está estimulando nuestro sentimiento de agradecimiento por nuestra identidad familiar, dentro de la Iglesia: con perdón, hasta nos ha hecho pensar a más de uno, que también nosotros hemos escogido la mejor parte, porque, con san Vicente y santa Luisa, hemos sido enviados a acoger a los forasteros y emigrantes, a evangelizar a los pobres, como Jesús de Nazaret.
Un encuentro de formación, de celebración y de envío.
La acción de formar, en sentido genuino universal, no se limita a transmitir nuevos conocimientos, como si de cazadores de novedades intelectuales se tratase; implica también la acción de recordar, evocar, sentir, estimular, animar, entusiasmar nuestros sentimientos hacia la realización plena de lo que constituye el eje central de nuestras adhesiones cognoscitivas, intelectuales y afectivas. Desde este punto de vista, el encuentro nos ha ayudado a cargar bien las pilas, aparcando desganas y desidias. En este sentido, si bien quizás no se haya aportado nada nuevo, que no conociésemos los entendidos y bien formados, un encuentro para multitudes no puede centrarse en objetivos que son más bien para especialistas o investigadores. Para estos existen otros aerópagos. He visto sonreír de satisfacción y alegría a muchos vicencianos de a pie, también a padres y hermanas de las más variadas latitudes, dispuestos a desplegar velas hacia mares desconocidos, impulsados por el viento del entusiasmo de los hermanos y hermanas que nos precedieron. Eso también es formación por simbiosis y contagio.
Por otra parte, el simposio Vicenciano de Roma 2017 nos está pidiendo a gritos adentrarnos en el tesoro escondido de los materiales escritos que se contienen en el libro que se nos ha entregado, traducidos a los principales idiomas, aunque sean traducciones mejorables. Especial relevancia tienen las homilías del Superior General, Tomaz Mavric, y del Papa Francisco, que deberemos releer y profundizar en el más genuino sentido vicenciano.
Las celebraciones han caldeado el ambiente. Nos han ayudado a interiorizar, a ponernos en la presencia íntima con Dios, a elevarnos en la búsqueda de Dios en los pobres que Él mismo pone, día a día, en nuestro entorno. Hemos sentido vibraciones especiales cuando el corazón de san Vicente, desde una humilde peana —como le hubiera gustado a él mismo— ha presidido nuestras celebraciones más solemnes.
Y los cantos vicencianos más característicos, como “Enséñanos a Amar, Vicente de Paúl”, y “El corazón de San Vicente”, cantados en varios idiomas, nos han hecho sentir en lo íntimo la fuerza inextinguible del carisma.
Después de escuchar los testimonios heroicos de vida de nuestros hermanos vicencianos, de todas las ramas, procedentes de las más variadas latitudes, ¡cómo no sentirse pletóricos de energía vital y ponerse en actitud de disponibilidad incondicional para ser enviados a anunciar la Buena Nueva del Evangelio allá donde la Providencia nos depare, como quería san Vicente!
El sentimiento de no estar solos, de que otros han cruzados por delante nuestro los mares desconocidos, de que el Maestro descansa en la barca a nuestro lado, nos galvaniza de audacia y nos quita todos los miedos viscerales.
Un encuentro festivo de familia.
Con estos ingredientes la fiesta estaba servida. No hacían falta ni bombos ni platillos, ni gritos estentóreos: la sonrisa abierta, el saludo cálido, las palmas pausadas, cuando el momento lo requería, hablaban muy clarito de lo estábamos viviendo y celebrando, como si de toda la vida nos conociéramos. No había fronteras geográficas ni de idiomas, éramos un pueblo unido en torno a dos figuras señeras, Vicente y Luisa, y su legado.
Los traslados y las comidas, los restaurantes y las distintas salas de reunión, eran ocasión propicia para preguntar de dónde venían y cuantos eran. Hasta nos ayudó a recordar idiomas que ya habíamos aparcado en la trastera de nuestros recuerdos. Los más numerosos eran los italianos, como es lógico, practicamente la mitad de los asistentes, pero los de habla hispana, más de 1.500, un buen porcentaje de ellos jóvenes, también formaron un grupo que se hizo notarcon el sonoro timbre de nuestra lengua materna, con tan distintos acentos y formas de expresión.
Se nos quitó el complejo de una familia envejecida y venida a menos. Cierto que las hermanas y los sacerdotes, incluyendo los seminaristas, habían sido elegidos con ciertos criterios selectivos de edad, pero era un hecho irrefutable que allí había una representación significativa de gente joven de todos los colores y vestimentas: vietnamitas, filipinos, coreanos, indonesios, hindúes, de países del este de Europa, de America y de África, etc…
Fue impactante para muchos de los presentes ver reunidos, vestidos de alba blanca, a más de 300 sacerdotes paúles representantes de 90 países. Pero era obvio también, chocaba a la vista, que los sacerdotes procedentes del llamado mundo desarrollado, eran notoriamente de más edad que los procedentes de países emergentes. Y uno vagaba entre sentimientos de tristeza y de esperanza, y daban ganas de gritar ¿Europa, Europa que has hecho de tu herencia cristiana?
Menos mal que los polacos representaban, de alguna manera, el resto fiel de los llamados a la hora de sexta. Un hálito de esperanza surgía de los rostros bisoños de los jóvenes sacerdotes y aspirantes de otras latitudes. Ellos representan todavía la reserva incombustible de la Iglesia imperecedera. Bienvenidos sean y que el carisma vicenciano no se apague nunca en ellos; que su audacia en la entrega, sea capaz de vencer los nuevos retos de nuestra sociedad lastrada.
Todavía hay vida, todavía hay esperanza, todavía hay motivos suficientes para animar esta sociedad envejecida con la sonrisa de los que esperamos un horizonte sin ocaso, en el anuncio de la Buena Noticia de Jesús de Nazaret, con la partitura de Vicente de Paúl y de Luisa de Marillac.
Autor: P. Félix Villafranca cm
Comentarios recientes