San Vicente de Paúl y el Evangelio

I.- Introducción

El nuevo descubrimiento de la cultura antigua había producido en los hombres del Renacimiento un entusiasmo, una verdadera embriaguez, como la de un vino añejo. La vuelta a interesarse por las lenguas antiguas, como el griego, el hebreo o, incluso el arameo, había devuelto al mismo tiempo a la Biblia, y especialmente a los Evangelios, la juventud de una primavera palestina. La Buena Noticia volvía a ser accesible en la lengua en que había sido escrita hasta con entonaciones, que evocaban el arameo del mismo Jesús.

Paralelamente a este descubrimiento material, y en el momento en que la sociedad estaba reconstruyéndose después de los desórdenes de las guerras religiosas, los hombres espirituales, cada uno según su genio y con los ojos de su fe, meditan en su oración y traducen a su vida y a sus obras el Evangelio cien veces leído.

Es en este sentido que podemos permitimos la expresión «el Evangelio según san Vicente».

Como todo el mundo, san Vicente había oído los Evangelios al ritmo del año litúrgico, los había leído además después de ordenarse de sacerdote. Pero lo que descubre no es ya un libro, por muy apasionante que sea, no es una doctrina, es el mismo Jesucristo lo que él descubre, cuando al tropezar con el semblante de un pobre, da la vuelta a la medalla para ver sólo los rasgos divinos. También en lo sucesivo, cuando vuelva al viejo evangeliario de su juventud, por encima del texto sagrado, volverá a encontrarse con la persona de aquel Jesús que descubrió cubierto de harapos por la mañana en la puerta de una iglesia, o que visitó en la cama de un hospital.

El Evangelio es para Él lugar de encuentro con ese Cristo que la vida le ha hecho descubrir. La verdad del encuentro le garantiza la verdad de la enseñanza evangélica. También el Cristo de su evangelio es para él una persona llena de vida y de espontaneidad, a la cual se refiere, que se complace en consultar familiarmente y a quien hace hablar: «Dinos, oh Salvador».

El Evangelio, tal como los pobres han enseñado a san Vicente a leer, es literalmente la Buena Noticia dirigida a ellos: Es la Buena Noticia que les dice que son bienaventurados por ser los hijos preferidos del Padre, que son bienaventurados porque el Reino de los cielos es para ellos; ésa es la buena noticia; que el cielo y los secre­tos del Padre sólo están abiertos a los que se hagan pobres y pequeños como ellos. Tal es el Evangelio del Sr. Vicente. La enseñanza de Jesús que él aprende empieza con el anuncio de la prioridad que quiere dar a los pobres (cuando el episodio de la sinago­ga de Nazaret: Lc 5, 18) y por la proclamación de las Bienaventuranzas (Lc 6, 20-23 y Mt 6, 3-12) y acaba con la descripción del juicio final: «A mí me lo habéis hecho» (Mt 25, 40 y 45).

San Vicente podría hacer suya la expresión de san Pablo: Vendrá un día «en el que, según mi Evangelio, Dios juzgará por Jesucristo las acciones secretas de los hom­bres» (Rom 2, 16).

Esta Buena Noticia no la guarda para él; Jesús, enviado por el Padre, vino a enunciarla y todos los que la han recibido y reciben deben a su vez ser los misioneros de ella. Jesús la ha confiado a los suyos antes de dejarlos, y les ha pedido que la lleven hasta el fin del mundo: «Como el Padre me ha enviado, yo os envío» (Jn 20, 21).

San Vicente, dirigiéndose a quienes deben acabar la obra que Jesucristo ha comenzado, les hace decir por ese mismo Jesús: «¡Salid, misioneros, salid! ¡Cómo estáis todavía aquí, mirad cuántas pobres almas os están esperando!» (XI, 56).

A cada uno de los cristianos le corresponde ser misionero, pero hay quienes tie­nen mayor obligación que otros, porque se han comprometido a ello: «Nos hemos entregado a Dios para eso, Dios descarga en nosotros» (XI, 57).

Exactamente igual que san Pablo que exclama: «Desgraciado de mí, si no predi­co el Evangelio!» (1Cor 9, 16), san Vicente dice también: Desgraciados de noso­tros, si nos hacemos flojos en llevar a cabo nuestro trabajo, y cuenta que, al entrar en París después de unas misiones agotadoras, tenía la impresión de que las puertas de la ciudad deberían haberse caído sobre él y aplastarlo, sencillamente porque había dejado a pobres gentes que quedaban aún sin evangelizar.

Con todo, San Vicente comprueba que aquéllos a quienes debe ser anunciada la Buena Noticia, o bien no la oyen con semejante oído porque resulta duro oír esta pro­clamación «¡Bienaventurados los pobres!», cuando uno es rico, o bien no lo oyen en absoluto porque son demasiado pobres y nadie se interesa por ellos.

La Buena Noticia es en san Vicente, y debe ser en nosotros, como el fuego que Jesús vino a extender por toda la tierra, un fuego que nos posee, que nos devora desde dentro. El Evangelio es para todos nosotros una buena noticia de salvación, una luz para nuestros pasos. Las Bienaventuranzas no son solamente unos preciosos temas de predicación, sino que son reglas de vida. San Vicente ha concretado las aplicaciones para el uso de los sacerdotes de la Misión al redactar el Capítulo II de sus Reglas comunes, capítulo que titula: «Sobre las máximas evangélicas», y que pone en para­lelo con las máximas del mundo.

El Sr. Vicente desconfía mucho de los que son capaces de hablar de Dios como los ángeles, o que se dejan llevar por unas predicaciones en «caeli caelorum», pero que se quedan ahí. Cuando se trata de vivir según el Evangelio, de «trabajar por Dios, de sufrir, de mortificarse, de instruir a los pobres, de ir a buscar la oveja descarria­da, de desear que les falte alguna cosa. ¡Ay!, no queda nada» (XI, 733).

También hoy en día, nos contentamos a menudo con predicar, olvidando que el Verbo de Dios se encarnó en primer lugar en una persona viva, y que antes que nada, ha sido y que ha vivido y obrado que enseñado. Un cronista religioso decía recientemente: «La Iglesia católica habla demasiado y no es escuchada ni por muchos cristianos. ¡Cuántas páginas cuenta el Evangelio, si las comparamos con la inconmensurable masa de documentos publicados desde hace 40 años!»

La Buena Noticia anunciada a los pobres comienza, como por san Vicente, por nuestra propia conversión, si no será simplemente una noticia de tantas, una engañifa como las demás y, por decirlo más brevemente, un cine.

II.- San Vicente y el Evangelio

San Vicente daba la preferencia a la vida, a la experiencia, a la práctica sobre la teoría, la doctrina, la enseñanza por muy rica y elevada que fuera.

Refiriéndose al mismo Jesucristo, le gustaba recordar que, queriendo salvar al mundo, «primero se puso a actuar y después a enseñar» (RC. I.1).

Y es así cómo san Vicente aborda el Evangelio. El Evangelio, para él, es palabra de salvación anunciada a los pobres; es regla de vida para la misión y el servicio de los pobres; pero, ante todo, es lugar privilegiado de encuentro con la Persona viviente de Jesucristo «que ha practicado antes de enseñar».

1. El Evangelio: encuentro con Cristo

San Vicente no utiliza, ante todo, el Evangelio como una carta (magna) o un reglamento, sino como el signo y el lugar de un encuentro. Lo que manifiestamente le atrae en el Evangelio es la vida de Jesucristo, el misionero de Dios, enviado a los Pobres. Le gusta evocar sus actitudes, sorprender sus reacciones para inspirarse en su vida de todos los días.

Abelly, su primer biógrafo (1664), ha conservado tres testimonios de contemporáneos de san Vicente, que nos dan una idea sobre esa forma concreta y espontáneamente «actualizante» de leer el Evangelio.

«Cuando leía el santo Evangelio»

«Uno de los más antiguos de su Compañía ha observado que la devoción del Sr. Vicente era singularísima en la celebración de la misa, y que aparecía cuando recitaba el santo Evangelio. Otros han notado que, cuando tropezaba con algunas palabras que nuestro Señor había proferido, las pronunciaba con un tono de voz más tierna y más llena de afecto; eso comunicaba devoción a los presentes, que lo escuchaban.

Algunos han observado que, cuando leía en el santo Evangelio «Amen, amen dico vobis», es decir, «En verdad, en verdad os digo», seguía con mucha atención las palabras siguientes, como admirado de esa doble afirmación, que el mismo Dios de Verdad empleaba; y, al ver que allí se encerraba un misterio, y que la cosa era de gran importancia, manifestaba con un tono de voz todavía más afectuoso y devoto la pronta sumisión de su corazón. Parecía que mamaba el sentido de los pasajes de la Escritura, como un niño la leche de su madre, y sacaba de ellos el meollo y la sustancia para sustentarse de ella y alimentar su alma: eso hacía que en todas sus acciones y palabras apareciera lleno del Espíritu de Jesucristo» (Abelly, 600).

«He admirado con frecuencia cómo aplicaba las palabras y los ejemplos del divino Salvador»

«He aquí el testimonio, que el Superior de una de sus casas nos ha dejado por escrito: El amor, que el Sr. Vicente sentía por nuestro Señor hacía que no le perdiera casi nunca de vista, andando siempre en su presencia, y conformándose a Él en todos sus actos, palabras y pensamientos. Porque puedo decir en verdad, y lo sabemos todos, que no hablaba casi nunca sin que adujera al mismo tiempo alguna máxima o algún hecho del Hijo de Dios, ¡tan lleno estaba de su Espíritu y tan de acuerdo con sus directrices! A menudo he admirado qué bien aplicaba y qué a propósito las palabras y los ejemplos del divino Salvador. Y esto en todo lo que aconsejaba o recomendaba. He oído decir a uno de los más antiguos Sacerdotes de nuestra Congregación, al Sr. Portail que lo conocía y trataba con él desde hacía cuarenta y cinco o cincuenta arios, que el Sr. Vicente era una de las imágenes más perfectas de Jesucristo, que había conocido en la tierra; y que no le había oído nunca decir, ni visto hacer algo, que no estuviera relacionado con quien ha sido propuesto a los hombres como su ejemplo, y les ha dicho: «Exemplum dedi vobis, ut quemadmodum ego feci, ita et vos faciatis». Eso mismo es lo que el Sr. Vicente nos invitaba a hacer muy a menudo. En los consejos importantes que me dio de viva voz, cuando se trató de enviarme a esta casa donde estoy, me recomendó en especial que, cuando fuera a hablar o a actuar, pensara en mí mismo y me preguntara, ¿cómo habría hablado nuestro Señor, u obrado en esta ocasión? ¿de qué manera diría esto, o haría aquello? ¡Ah Señor! ¡Inspírame lo que debo decir, o lo que debo hacer, porque de mí mismo no puedo nada sin Ti!» (Abelly, 608).

«Era su libro y su espejo»

«Un célebre Doctor preguntó un día a un Sacerdote de la Misión, que observaba mucho al Sr. Vicente, cuál era su característica y principal virtud. Él le respondió que: «era la imitación de nuestro Señor Jesucristo, porque siempre lo tenía ante sus ojos para conformarse a Él. Era su libro y su espejo; en él se miraba en toda ocasión, y cuando tenía alguna duda de cómo debía hacer una cosa para que fuera perfectamente agradable a Dios, inmediatamente consideraba de qué modo actuaba Jesús en una circunstancia parecida, o bien, lo que había dicho de aquello, o lo que había expresado en sus máximas. Y, sin dudar, seguía su ejemplo y sus palabras; y actuando según esa luz divina, hollaba con sus pies el propio juicio, el respeto humano y el temor que hubiera podido sentir, porque su actuación fuera criticada por la licencia de los que se esfuerzan en aflojar la santa severidad del Evangelio, y de acomodar la piedad cristiana al espíritu del tiempo. Porque, en fin, decía a veces, la prudencia humana se engaña y desvía a menudo del camino recto, pero las palabras de la Sabiduría Eterna son infalibles, y sus orientaciones son rectas y seguras» (Abelly, pp. 608-609).

Es pues la persona viva de Jesucristo lo que san Vicente busca sobre todo y encuentra en el Evangelio. Anota sus hechos y ademanes, sus palabras para inspirarse en ellas diariamente. Su exégesis y sus interpretaciones son a veces bastante circunstanciales, como tantas de su tiempo, pero su método de lectura es siempre y, ante todo, búsqueda y hallazgo de Jesucristo.

«Vayamos seguros por ese camino real»

«Para usar bien de nuestro espíritu y de nuestra razón, hemos de tener como regla inviola­ble la de juzgar en todo como ha juzgado nuestro Señor, preguntándonos cuando se pre­sente la ocasión: «¿Cómo juzgaba de esto nuestro Señor? ¿Cómo se comportaba en un caso semejante? ¿Qué es lo que dijo? Es preciso que yo ajuste mi conducta a sus máximas y a sus ejemplos». Sigamos esta norma, hermanos míos, caminemos por este camino con segu­ridad; es una regla soberana; el cielo y la tierra pasarán, pero que sus palabras no pasarán nunca… bendigamos a nuestro Señor, y tratemos de juzgar como Él, y hacer lo que El reco­mendó con su palabra y con su ejemplo… entremos en su espíritu para entrar en sus accio­nes. No basta con hacer el bien, hay que hacerlo bien, a ejemplo de nuestro Señor, de quien se dice en el Evangelio que lo hizo todo bien: «Bene omnia fecit». No basta con ayunar, con cumplir las Reglas, con trabajar para Dios; hay que hacer todo eso con su espíritu, esto es, con perfección, con los fines y las circunstancias con que Él mismo lo hizo. La pru­dencia consiste, por lo tanto, en juzgar y en obrar, como ha juzgado y obrado la eterna sabi­duría» (XI, 468-469).

2. Evangelio: Palabra que ha de anunciarse

Uno de los párrafos claves del Evangelio para san Vicente es Lc 4, 18: «El Espíri­tu… me ha enviado a anunciar la Buena Noticia a los Pobres». Desde entonces, para san Vicente, el Evangelio es palabra que se ha de anunciar a los pobres, siendo éste anun­cio esencial en el trabajo misionero. Para ese trabajo, no cesa de exigir un máximo de conciencia y de competencia, porque, como lo recuerda con frecuencia, «es nuestro tra­bajo principal». Para ese anuncio del Evangelio, una sola consigna, pero repetida una y otra vez: predicar, catequizar a la manera de Jesucristo, lo que san Vicente llama «el pequeño método», por oposición a los efectos y recursos oratorios de su tiempo.

«¡Oh Salvador! Éste es tu método»

«Se trata del método que quiso utilizar nuestro Señor Jesucristo para convencemos él mismo de su doctrina; fue también éste el método que siguieron los apóstoles para publi­car la palabra de Dios por todo el mundo. ¡Oh Salvador! Sí, Padres, es el método del que se sirvió el Hijo de Dios para anunciar a los hombres su Evangelio. ¡Oh Salvador! El Hijo de Dios, que era la palabra y la eterna sabiduría, quiso exponer la altura de sus misterios con formas de hablar aparentemente bajas, comunes y familiares ¿Y tendremos nosotros vergüenza de hacerlo así? ¿Tendremos miedo de perder nuestro honor, si hacemos como el Hijo de Dios? ¡Oh Salvador!» (XI, 170-171).

– «Predicando como predicó el mismo Jesucristo»

« ¡Pero es un método tan vulgar! ¿Qué dirán de mí, si predico siempre así? ¿Por quién me tomarán? Acabarán despreciándome y perderé todo mi honor. ¿Perderéis vuestro honor? ¡Oh Salvador! Predicando como predicó el mismo Jesucristo, ¡perderéis vuestro honor! Tratar la palabra de Jesucristo como la quiso tratar el propio Jesucristo, ¡es carecer de honor! ¡Es perder el honor hablar de Dios como habla su Hijo! ¡Oh, Salvador! ¡Entonces Jesucristo, el Verbo del Padre, no tenía honor! Hacer los sermones como es debido, con sencillez, hablando familiarmente, de forma ordinaria, como lo hizo nuestro Señor, ¡es carecer de honor y obrar de otro modo es ser hombre de honor! Disfrazar y falsificar la palabra de Dios ¡es tener honor! ¡Es tener honor cubrir de afectación, enmascarar y pre-sentar la palabra de Dios, la sagrada palabra de Dios, como frase bonita llena de vanidad! ¡Oh, divino Salvador! ¿qué es esto? ¡Qué es esto, Padres? ¡Decir que es perder el honor predicar el Evangelio como lo hizo Jesucristo! Yo preferiría decir que Jesucristo, la eterna Sabiduría, no supo cómo había que tratar su palabra, que no la entendía bien, que habría que portarse de una manera distinta de corno Él lo hizo. ¡Oh Salvador! ¡Que blasfemia! Pues eso es lo que se dice, si no claramente, al menos tácitamente y en el corazón; si no por fuera, delante de los hombres, al menos delante de Dios, que ve los corazones. ¡Y se osa pronunciar esas horribles blasfemias delante de Dios, a su cara!, ¡y se siente vergüenza de los hombres! ¡Delante de Dios! ¡Delante de Dios! ¡Misericordioso Salvador! ¡Ay, Padres! Ya veis que es una blasfemia decir y pensar que se pierde el honor predicando como predicó el Hijo de Dios, como Él vino a enseñamos, como el Espíritu Santo instruyó a los Apóstoles» (XI, 185-186).

Y san Vicente presenta frecuentemente ejemplos concretos, como el siguiente tomado del Evangelio de la Samaritana, para ilustrar la preocupación que tenía el Señor y que también nosotros debemos tener en juntar la vida de la gente al anuncio de la palabra de Dios.

– «Imitando a nuestro Señor, cuando fue a sentarse en la piedra»

«Imitando a nuestro Señor, cuando fue a sentarse en la piedra que había junto al pozo, desde donde empezó a instruir a aquella mujer, pidiéndole un poco de agua: «Mujer, dame un poco de agua», le dijo. Y así se les puede ir preguntando a cada uno: «¿Qué hay? ¿qué tal van los caballos? ¿Cómo va esto? ¿Cómo va aquello? ¿Qué tal va usted?»; y así, empezar por algo semejante, para pasar luego a nuestro intento. Los hermanos de la huerta, de la zapatería, de la costura, lo mismo; y así todos los demás, para que no haya aquí nadie que no esté suficientemente instruido en todas las cosas que son necesarias para salvarse» (XI, 268).

3. Evangelio: regla de vida misionera

El Evangelio, lugar de encuentro con Jesucristo, es palabra de Dios que hemos de anunciar a los pobres. Como Jesucristo, hemos de vivirlo y practicarlo antes de enseñarlo. Y es así cómo, lógicamente, el Evangelio llega a ser la regla de vida para san Vicente y para todos los que se comprometen en la misión y el servicio de los pobres.

Sabemos el lugar que ocupan «las máximas evangélicas» en la enseñanza y en la vida de san Vicente. Ha consagrado todo el capítulo segundo de las Reglas Comunes, que ha dado a la Congregación de la Misión: ese capítulo, además, constituye una de las raras síntesis espirituales, sino la única, que san Vicente nos ha dejado.

Con mucha frecuencia, y al modo de Jesucristo, a san Vicente le gusta presentar esas máximas evangélicas en contraposición de las máximas del mundo o, en frase suya, a las máximas de «los mundanos».

El 14 de febrero de 1659, san Vicente consagra toda una conferencia a este tema de las «máximas evangélicas». Aquí pondremos algunos párrafos.

«Las máximas de nuestro Señor dicen»

«En primer lugar, las máximas de nuestro Señor dicen: «Bienaventurados los pobres»; y las del mundo: «Bienaventurados los ricos». Aquéllas dicen que hay que ser mansos y afa­bles; éstas, que hay que ser duros y hacerse temer. Nuestro Señor dice que la aflicción es buena: «Bienaventurados los que lloran»; los mundanos, por el contrario: «Bienaventura­dos los que se divierten y se entregan a los placeres». «Bienaventurados los que tienen hambre y sed, los que están sedientos de justicia»; el mundo se burla de esto, y dice: «Bie­naventurados los que trabajan por sus ventajas temporales, para hacerse grandes» «Ben­decid a los que os maldicen»: dice el Señor; y el mundo dice que no hay que tolerar las injurias: «al que se hace oveja, lo comen los lobos»; que hay que mantener la reputación a cualquier precio, y que más vale perder la vida que el honor.

Y esto basta para conocer cuál es la doctrina del mundo y qué es lo que pretende. Por con­siguiente, nuestra Regla, al comprometernos a seguir la doctrina de Jesucristo, que es infa­lible, nos obliga al mismo tiempo, como hemos dicho, a ir contra la doctrina del mundo, que es un abuso. No es que en el mundo no haya proverbios que sean buenos y que no se opongan a las máximas cristianas, como éste: «Haz bien y encontrarás bien». Esto es ver­dad; los paganos y los turcos lo confiesan, y todos están de acuerdo en eso.

Un día estaba viajando con un consejero del Consejo Mayor; me decía que las buenas máximas del mundo son como los consejos evangélicos. Por ejemplo: «El que mucho abar­ca, poco aprieta». Es una verdad constante y comprobada; todos lo han experimentado. En el mundo hay máximas buenas y máximas malas; las buenas son aquéllas en las que todos están de acuerdo y no contradicen al Evangelio; las malas son las que se oponen a las de Jesucristo y sólo las aprueban los malvados y los mundanos.

Sin embargo, existe cierta diferencia entre las buenas máximas de este mundo y las del Evangelio; porque en aquéllas estamos de acuerdo por la experiencia, por haber compro­bado sus efectos; mientras que de las de nuestro Señor conocemos su infalibilidad por su espíritu, que nos da su conocimiento y que nos hace ver cuáles son sus divinas conse­cuencias, ya que, como nos las enseña la Verdad eterna, son muy verdaderas y siempre alcanzan su efecto.

Los buenos hombres del campo saben que la luna cambia, que hay eclipses de sol y de los demás astros; hablan con frecuencia de ello y son capaces de ver esos sucesos, cuando tie­nen lugar. Pero un astrónomo no sólo los ve como ellos, sino que los prevé de antemano, conoce los principios del arte o de la ciencia; dirá: «Tal día, a tal hora y en tal minuto habrá un eclipse». Pues bien, si los astrónomos, por su ciencia, tienen esta penetración infalible, no sólo en Europa, sino entre los chinos, y en medio de la oscuridad del futuro penetran tan hondo con su vista que conocen con certeza los extraños efectos que tienen que ocurrir por el movimiento de los cielos de aquí a cien arios, a mil años, a cuatro mil años, y hasta el fin del mundo, gracias a las reglas que tienen, si los hombres tienen este conocimiento -repito-, ¡cuánto más esta Luz eterna, que penetra hasta en las mas peque­ños circunstancias de las cosas más ocultas, ha visto la verdad de estas máximas!

¡Ay, Padres! Estemos convencidos de que estas máximas, que nos ha propuesto la infini­ta caridad de Jesucristo, no pueden engañarnos. Lo malo es que no nos fiamos de ellas y atendemos más a la prudencia humana. ¿No veis que obramos mal al fiarnos más de los razonamientos humanos que de las promesas de la eterna Sabiduría, de las apariencias engañosas de la tierra más que del amor paternal de nuestro Salvador, que ha bajado del cielo para librarnos del error? ¡Oh Salvador!, bien sabes Tú el valor de esta máxima, cuan­do nos la has dado, a pesar de que pocos pueden comprenderla: «Si te abofetean en una mejilla, pon la otra». ¡Tu Providencia permite que a veces veamos su importancia, pero nos dejamos llevar por lo contrario. Por favor, hermanos míos, ¿qué máxima será la mejor? ¿la de que presentemos la mejilla izquierda, cuando nos han abofeteado la derecha, o la del mundo que quiere que nos sintamos ofendidos? ¿Quién conoce mejor la naturaleza de estas máximas: el mundo que pide venganza o el Hijo de Dios que nos aparta de ella? Por ejemplo, un hidalgo recibe un bofetón; el resentimiento le hace echar mano a la espada; todo el mundo se pone a su lado para ayudarle a vengar esta afrenta; la venganza le lleva a la lucha: pero entonces resulta que se ve en peligro de perder sus bienes por confiscación, su vida en aquel duelo, su alma por aquel crimen, su mujer y sus hijos por esta desgracia. ¿No hubiera sido mejor que aquel desgraciado se hubiese atenido a la máxima de nuestro Señor, que habría mantenido su persona y su casa en la prosperidad y le habría atraído las gracias de Dios, en vez de seguir las máximas del mundo, que le han puesto en un trance tan apurado, con peligro inminente de eterna condenación?

¿No veis cómo las máximas del mundo son falsas, mientras que las de nuestro Señor resultan siempre ventajosas en la práctica, aunque parezcan difíciles? Por tanto, hay que atenerse a esas verdades, hermanos míos; hay que portarse siguiendo las luces del cielo» (XI, 420-423).

«Como un resumen del Evangelio»

«Señor, perdónanos las faltas que en ello hemos cometido, renueva en nosotros el corazón con que las abrazarnos un día, aumentándonos la gracia de cumplirlas tal y como están en nuestras humildes Reglas, donde, al obrar de esta forma, hermanos míos, encontraremos el espíritu de nuestro Señor, el espíritu de sus máximas y todo lo que Él nos señala en ellas, para hacemos dignos obreros de su Evangelio. Ésta ha sido la devoción que siempre ha existido entre nosotros, pero, por culpa mía, la Compañía no ha producido los frutos que debería haber producido. Hay que esperar de la bondad de Dios, hermanos míos, de vuestras disposiciones actuales y de la gracia de la Compa-ñía, que ha hecho estas Reglas como un resumen del Evangelio, acomodado al uso que más necesitamos para unimos a Jesucristo y responder a sus designios, que nos conce-derá la gracia de llevar cada máxima y cada Regla al último grado de perfección. Se trata de formar una Compañía animada del espíritu de Dios y que se conserve en la práctica de este espíritu. ¡Bendito sea Dios, que ha puesto los fundamentos y que os ha escogido para ello! ¡Bendito sea su santo Nombre por haber puesto en vosotros estas disposiciones! Esto se demuestra en que habéis abandonado el mundo y habéis hecho los votos para aplicaros más a la santa imitación de nuestro Señor. Así, pues, por su misericordia, estamos muy dispuestos y obligados a practicar sus máximas, si no son contrarias al nuevo Instituto. Llenemos de ellas nuestro espíritu, llenemos nuestro corazón de su amor y vivamos en consecuencia. Recemos a los Apóstoles, que tanto las amaron y tan bien las observaron; recemos a la santísima Virgen que, mejor que ningún otro, penetró en su sentido y las practicó; recemos, finalmente, a nuestro Señor, que las ha establecido, para que nos dé la gracia de ser fieles a su práctica, excitándonos a ello con la consideración de su virtudes y con su ejemplo. Hay motivos para esperar que, al vemos aquí en camino de vivir según estas máximas, nos serán favorables en el tiempo y en la eternidad. Amén» (XI, 427-428).

III.- Cuestiones para la reflexión y el diálogo

1. Evangelio: encuentro con Cristo. Actualmente se multiplican los estudios sobre el Evangelio (exegéticos, psicoa­nalíticos, materialistas, etc.); sea cual sea nuestro método de lectura:

  • ¿En reali­dad, qué es lo que buscamos en el Evangelio?
  • ¿Una satisfacción intelectual?
  • ¿Una justificación de nuestros compromisos, de nuestra conducta?
  • ¿Unos principios de santificación personal?
  • ¿Cómo san Vicente, ¿la persona viva de Jesucristo?
  • ¿Cuándo, cómo y por qué leemos el Evangelio?

2. Evangelio: Una palabra que se debe anunciar. San Vicente nos recuerda que la evangelización supone, de forma indisoluble, la preocupación por «las necesidades espirituales y temporales de los pobres» (XI, 393): «evangelizar de palabra y de obra».

  • ¿En qué modo somos fieles, personalmente, en comunidad, a esta doble exigencia del anuncio del Evangelio?
  • ¿A qué damos preferencia? ¿Por qué?
  • ¿Cómo podríamos anunciar explícitamente el Evangelio hoy?

3. Evangelio: Regla de vida del misionero. Actualmente se tiende a buscar maestros en quien inspirarse o ideologías para hacerse con razones para vivir y obrar. El Evangelio, si nos cercamos a él como san Vicente:

  • ¿Cómo nos sirve de luz y de referencia?
  • ¿Cuándo y cómo llegamos a una verdadera revisión de vida a la luz del Evan­gelio leído al estilo de san Vicente?

Tomado de “En tiempos de Vicente de Paúl y Hoy”

David Carmona, C.M.

David Carmona, Sacerdote Paúl, es canario y actualmente reside en la comunidad vicenciana de Casablanca (Zaragoza).

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1 respuesta

  1. ir.alcione ribeiro chaves dice:

    O que mais me encanta na vida de nosso pai espiritual são vicente de paulo,é como ele foi dócil a ação do Espirito Santo. Ele revestiu-se de Cristo soube amar e nos deixou, um legado, através de nossa missão de filhas da caridade sermos continuadoras de tão grande dádiva: fazer o mesmo que o filho de DEUS fez quando esteve a qui na terra. Servir,,Amar e Servir.

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