San Vicente de Paúl y la catequesis

I.- Introducción

El Concilio de Trento había vuelto a poner en orden el universo doctrinal de la Iglesia trastornado por la contestación protestante. Nos ha dejado, como testigos de su gigantesco trabajo, unas exposiciones teológicas monumentales, cuyas conclusiones están erizadas de anatemas. Sin embargo, para el uso de los simples fieles, juzgó que sería bueno redactar una exposición breve de la doctrina cristiana: el catecismo del Concilio de Trento.

Pero sesenta años después del Concilio, en la Francia de san Vicente, la fe continúa transmitiéndose en la familia; también ése es el dominio donde vemos que se aplica la misteriosa sentencia evangélica: «Al que tiene, se le dará más; pero al que no tiene, se le quitará aún lo que piensa que tiene» (Lc 19, 26).

En las familias favorecidas por la fortuna, por el nacimiento o por el cargo, la fe es una riqueza más se desarrolla gracias a una educación cuidada; ése será también el medio que dará, durante la primera mitad de ese gran siglo de las almas, toda una floración de mística y de santidad.

Por el contrario, los pobres, los que no poseen nada, ni fortuna, ni nacimiento, ni saber, quedan también desposeídos en el plano religioso. Así, ¿qué fe podrán transmitir a sus hijos quienes únicamente tienen una religiosidad sumaria?

San Vicente comprueba, entre el pueblo pobre, una ignorancia espantosa de las verdades de la fe; por ello se siente perseguido como por una pesadilla: «Cuando volvía de alguna misión, me parecía que, al acercarme a París, se iban a caer sobre mí las puertas de la ciudad para aplastarme; muy pocas veces volvía de la misión sin que se me ocurriera este pensamiento» (XI, 317). Ésa va a ser la razón de la organización de las misiones, y, poco más adelante, de los ejercicios de Ordenandos y de los Seminarios.

A su vez, las misiones, que tenían como fin hacer volver a los fieles a la práctica de los sacramentos, se transforman pronto, a causa de la ignorancia comprobada, en una verdadera evangelización de los adultos y de los niños: lo consiguen por la predicación y por el catecismo. Se organizaron también otros tipos de misiones y tuvieron un aspecto más ceremonioso y más señalado por las solemnidades externas, mientras que las misiones vicencianas estuvieron muy pronto caracterizadas por su aspec­to catequético.

El catecismo parecía, a san Vicente y sus misioneros, más adaptado que la predi­cación de enseñanza doctrinal. Era más sencillo. Se realizaba en forma de diálogo y era mucho más vivo. Antes que nada, durante la misión, se había previsto un catecis­mo para los niños por las mañanas, y otro para los adultos al anochecer; pero rápida­mente llegaron a dar ambos en el mismo tiempo: instruían a los padres por medio de los niños; se les instruía y se les preguntaba delante de sus padres, encantados al oír a sus queridos pequeños pasar la prueba, ante la parroquia entera allí reunida, de sus conocimientos recién adquiridos. Al terminar la misión, los niños que tenían un cono­cimiento suficiente de la doctrina eran admitidos a la comunión, en una ceremonia sencilla, que era, ya, nuestra comunión solemne.

Además de esta catequesis metódica, didáctica, san Vicente preconizaba otra mucho más espontánea, aprovechando los encuentros más banales de la vida diaria, a partir de las actividades de caridad. El ejemplo más hermoso es el que san Vicente sugiere a los miembros de la cofradía de la Caridad, en el primer reglanento de la cofradía, anunciado sobre la pared de la capilla de san Vicente en la antigua casa cural de Chátillon-sur-Chalaronne (Ain): «La que esté de día… invitará al enfermo a comer… le dirá alguna palabrita sobre nuestro Señor, con este propósito: procurará alegrarle, si lo encuentra muy desolado…» (X, 578).

En un sermón sobre el catecismo, san Vicente recuerda cómo estaba organizada en los primeros siglos la preparación de los paganos para recibir el bautismo y la eucaristía. Resalta con toda naturalidad la importancia y la eficacia en una situación en la que resulta del todo necesaria una evangelización que se debe dirigir a unas per­sonas provenientes de una ignorancia tan crasa, como la de los paganos. Es el mismo catecismo lleno de vida, usado y puesto a punto durante las misiones, que hace utili­zar con éxito en Madagascar: completado e ilustrado, es cierto, con grandes láminas, donde están pintados los misterios que se enseñan, aunque el término audiovisual aún no había sido inventado.

A continuación del catecismo de Bellarmino, a quien elogia en carta a Luisa de Marillac, que lo encontraba demasiado elevado y bueno para los párrocos, él redacta de su propia mano dos; en ellos recoge el bagaje doctrinal del cristiano en unas res­puestas sencillas y fáciles de aprender. Impresionado por las iniciativas pedagógicas de los protestantes, había aplicado los métodos de ellos. Se trataba de poner remedio a la ignorancia religiosa; también está muy señalado el lado de la enseñanza «de las verda­des necesarias para salvarse», mientras que, en el catecismo de los dos siglos siguien­tes, ocupará la mayor parte el aspecto moral, los deberes que se han de cumplir».

Gracias al esfuerzo de los precursores, como lo fue san Vicente, del campo de ruinas dejadas por las guerras religiosas, surgía una Iglesia nueva para una sociedad nueva. Nuestro tiempo presenta, con el suyo, muchas analogías: somos los testigos y los actores de una mutación de la sociedad, ¡que no se está haciendo sin desgarra­mientos y sin dolor! De igual manera, en primavera, la serpiente, a la que despierta y calienta el primer sol, abandona, a costa de penosos esfuerzos, su piel vieja entre las hojas y las ramas muertas. ¿Cómo expresar la fe y cómo transmitirla a este mundo, que está a punto de nacer?. Aferrarse a las formulaciones antiguas, con el pretexto de ser fiel a «la fe de los tiempos antiguos», es volver la espalda a la vida, es querer permanecer en un mundo familiar de hojas muertas, de ramas muertas y de viejos despojos.

El catecismo, tal como lo quería san Vicente, era algo vivo, a base de preguntas y respuestas, resultaba una especie de diálogo socrático. La vida ha continuado, a pesar de que hayan cambiado totalmente sus condiciones, pero ¡las preguntas están ahí! Son las grandes cuestiones planteadas a la conciencia del hombre, de todo hombre, incluso de los niños, por el progreso material. Para formular unas respuestas con un lenguaje comprensible y utilizando para ello remedios actuales, se han hecho desde hace unos decenios unos esfuerzos considerables. Pero se ha de hacer, como en tiempos de san Vicente, una verdadera evangelización: anunciar a Jesucristo y su mensaje a «los que están sentados en las tinieblas».

II.- San Vicente y el catecismo

La palabra «catecismo», usado ya al día siguiente del concilio de Trento, quizá podrá parecer anacrónico, mejor, devaluado. Actualmente se prefiere hablar de catequesis o de proposición de la fe. Sin embargo, haciendo caso omiso de la terminología, es fácil hallar en san Vicente lo esencial de las investigaciones de nuestro tiempo.

Como ya lo conocemos, la experiencia, en san Vicente, a menudo es determinante. Así la ignorancia de «la pobre gente campesina» le lleva a privilegiar, en la misión, la predicación y el catecismo e incluso a considerar más provechoso el catecismo que la predicación: «porque el pueblo tiene más necesidad de catecismo y se aprovecha más de él» (VI,358). Y también: «Todo el mundo está de acuerdo en que el fruto que se realiza en la misión se debe al catecismo» (I, 441).

2.1.- San Vicente, catequista

Hasta una edad muy avanzada, san Vicente ha estado participando directamente en la evangelización de los pobres. Predicaba en las misiones, explicaba el catecismo, etc. El verano de 1653 lo vemos dando «una explicacion a los pobres del Asilo del Nombre de Jesús». Unas notas conservadas en (X, 34) revelan su pedagogía y su espontaneidad.

2.2.- Niño, ¿quién es Dios?

«Voy a empezar a preguntaros; aunque no sepáis responder bien, no os preocupéis de ello. Os preguntaré si sabéis hacer bien la señal de la cruz; aunque no lo sepáis, no tenéis que apenaros por ello. No sois los únicos que no lo sabéis. ¡Cuántos hay en la Corte, y hasta presidentes, que no la saben hacer! Esto tiene que animaros a superar la vergüenza, que sentimos muchas veces, cuando no sabemos contestar a lo que nos preguntan. Es el orgullo el motivo de esa vergüenza, porque siempre nos gusta aparentar más de lo que somos y sabemos. Tenéis que hacer como esas buenas gentes del campo, que demuestran tantas ganas de saber, que vienen ante nosotros y nos dicen: «Padre, tengo mucho miedo de no saber todo lo que es menester que yo sepa. No me ha instruido nadie. Haga el favor de pre­guntarme para ver qué es lo que sé». Fijaos bien, hijos míos, cómo esas buenas gentes no tienen vergüenza de parecer ignorantes. Eso es lo que hay que hacer.

El padre Vicente, después de haber dicho todo lo que hemos referido, empezó a preguntar a aquellos buenos hombres, uno después de otro, sobre la señal de la santa cruz, y a ense­ñarles cómo había que hacerla, haciéndola él mismo varias veces para enseñárselo no sólo de palabra sino con su ejemplo.

Después que el padre Vicente les enseñó a hacer bien la señal de la cruz, les preguntó, si sabían el misterio de la santísima Trinidad, les fue preguntando a uno tras otro y, para hacérselo comprender mejor, les dijo:

Hijos míos, os voy a poner una comparación, que nos enseñó san Agustín, y que está saca­da del sol. De la misma manera que en el sol hay tres cosas, y esas tres cosas no hacen tres soles, también en la santísima Trinidad hay tres personas, pero esas tres personas, no hacen más que un solo Dios. Así pues, en él hay tres cosas, que son el cuerpo del sol, la luz y el calor. El cuerpo del sol es ese astro tan hermoso que vemos en el cielo. La luz es lo que nos ilumina a nosotros y a todos los que están en la tierra, lo que disipa las tinieblas de la noche y lo que, finalmente, alegra al mundo; porque, si estuviéramos en tinieblas, ¿qué ale­gría podría haber? La tercera cosa que hay en el sol es el calor, un gran calor, que procede del cuerpo del sol y de la luz. Ese gran calor es el que hace madurar los frutos y las demás cosas que hay en la tierra. Cuando veis que hace calor, un calor sofocante, como el que hacía cuando hemos entrado aquí, es del sol de donde procede.

Por esa comparación podéis comprender cómo no hay más que un Dios y tres personas en Dios, que son inseparables las unas de las otras, lo mismo que el sol es inseparable de su luz y de su calor. Esas tres cosas no se separan, como muy hien sabéis por experiencia. ¿Por qué no hará tanto calor esta noche como está haciendo ahora? Porque el sol se habrá retirado, y como el calor es inseparable del sol, ya no lo sentiremos, porque el sol se habrá retirado.

Hijo mío, ¿cuántos dioses hay? No hay más que un solo Dios. Y ¿cuántas personas hay en Dios? Hay tres Personas, pero las tres Personas no hacen más que un solo Dios. ¿Podrías ponerme un ejemplo para comprender esto?

Padre, puede servirnos el ejemplo de una vela, ya que en ella hay tres cosas: la cera, la mecha y el fuego; y esas tres cosas no hacen más que una sola vela.

¡Dios te bendiga, hijo mío! Este muchacho nos ha puesto el ejemplo de una vela en la que hay tres cosas, que no hacen más que una sola vela encendida. Del mismo modo, aun­que hay tres personas en la santísima Trinidad, no son tres dioses, sino uno solo. Acorda­os bien de esto, de que no hay tres dioses, de que no hay seis, de que no hay diez ni vein­te, como creen los paganos, pues se imaginan que hay muchos dioses; no, no hay más que un solo Dios en tres personas.

Luego, dirigiéndose a una mujer, le preguntó: ¿Quién es Dios? Es el Creador del cielo y de la tierra. ¿Qué quiere decir Creador? ¿Qué significa crear alguna cosa? Es hacer una materia de la nada.

¡Qué lista es usted, amiga mía! Quiere usted decir que crear es hacer alguna cosa de la nada; y sólo pertenece a Dios este poder de hacer alguna cosa sin materia alguna. Los hom­bres pueden hacer muy hien alguna obra, pero esto se entiende que hacen una cosa de otra, como por ejemplo, hacer esta casa es hacer algo; pero como se necesitan piedras, cemento y otros materiales, eso no puede llamarse crear, sino hacer. Ésta es la diferencia que hay entre hacer y crear: para hacer se necesita tener antes una materia, mientras que para crear no se necesita nada más que la omnipotencia de Dios, que puede hacer todo lo que le venga bien» (X, 201-204).

III. San Vicente y la reforma del catecismo

En tiempos de san Vicente y en la línea del concilio de Trento, la Iglesia multiplica las experiencias reformadoras. El catecismo ocupa en ella un lugar privilegiado. Son muchos los artesanos de su renovación, pero la función desempeñada por san Vicente es preponderante y original.

Su preocupación es poner la reforma al servicio de los pobres en las misiones y en cualquier otra situación de evangelización. Así podemos distinguir como dos métodos, uno más sistematizado, el otro más espontáneo. Pedro Coste, en el volumen del «Gran Santo del Gran Siglo» describe de este modo la parte catequética de la misión:

«Durante los actos del Catecismo mayor y menor, el misionero explicaba los principales misterios de la fe, los mandamientos de Dios y los de la Iglesia, los sacramentos, la oración dominical y la salutación angélica. El catecismo menor, al que asistían solamente los niños, se tenía a la una después del mediodía. El misionero no subía al púlpito; se quedaba en medio de sus jóvenes oyentes y se ponía a su alcance. En la plática del primer día, les decía cuán grande era su alegría de poder estar con ellos e instruirles, les enumeraba las ventajas de aquellas reuniones, les urgía a que vinieran con asiduidad y les señalaba los medios para aprovecharse de ellas. Antes de retirarse cantaban todos juntos los mandamientos de Dios, lo cual les ayudaba a retenerlos en la memoria.

La jornada terminaba con el Catecismo mayor, destinado a todos los fieles. Desde el púlpito el misionero resumía lo que se había dicho el día anterior en el mismo ejercicio, preguntaba a los niños durante un cuarto de hora, y luego entraba en la explicación del tema del día.

San Vicente concedía mucha importancia al método catequístico para la enseñanza de la religión. «Todo el mundo está de acuerdo, escribía en cierta ocasión, en que el fruto que se realiza en la misión se debe al Catecismo» (Cf. I, 441). Y como algunas personas dijeran que los misioneros estaban mal preparados, hizo todo lo que pudo para no merecer este reproche.

La comunión general se celebraba al final de la misión. En esta ocasión los niños a los que se consideraba suficientemente instruidos y dispuestos eran admitidos a acercarse por primera vez a la sagrada mesa. Se les preparaba para ello con algunas instrucciones. Se les hacía una exhortación especial la víspera de aquel gran día, y otra inmediatamente antes de la comunión. «Es uno de los medios principales que tenemos —decía san Vicente—para tocar a las personas mayores que tienen el corazón duro y obstinado, pero se dejan convencer por la devoción de los niños y por el cuidado que en ellos se pone».

Por la tarde, después de vísperas, se celebraba una larga procesión por las calles de la aldea. Los niños de primera comunión iban de dos en dos delante del santísimo Sacramento con un cirio encendido en la mano; los seguían el clero y el pueblo. Para dar a esta ceremonia más esplendor, se revestía a veces a los niños de sobrepellices, de albas y de otros ornamentos. San Vicente aconsejaba a sus misioneros que no hicieran nada, en este punto, que pudiera disgustar al párroco del lugar, o que fuera en contra de las costumbres establecidas. A la vuelta de la procesión, después de una corta alocucion, el celebrante entonaba el Te Deum y las voces de los fieles continuaban cantando aquel himno de alegría. Al día siguiente, temprano, los primeros comulgantes volvían a la iglesia para oír una misa de acción de gracias, al final de la cual el predicador los exhortaba, si no lo había hecho ya antes el día anterior, a la perseverancia en el bien y en la práctica de sus deberes religio­sos» (P. COSTE, «El Gran Santo del Gran Siglo», III, ed. CEME, 1992, pp. 24-25).

Un sermón de san Vicente sobre el Catecismo, probablemente anterior al año 1617, condensa su pensamiento acerca de ese asunto:

«El Catecismo es ese librito que veis, donde se contiene lo que el cristiano está obligado a saber y a creer, y que se ha escrito para la instrucción del pueblo, para que sepa lo que tiene que saber y hacer. Enseña quién es el que merece el título de cristiano, la finalidad para la que ha sido creado el hombre, cómo existe un solo Dios en tres personas y tres personas en un solo Dios, los mandamientos de Dios y de su Iglesia, los sacramentos y el ejercicio del cristiano; en fin, todo lo que estamos obligados a saber, reducido todo ello a un peque­ño volumen, y con un método tal, que es posible aprenderlo en poco tiempo.

La finalidad para la que se escribió al principio fue la de instruir a los infieles; pero poco después fue necesario utilizarlo con los mismos cristianos, y que los hombres de Iglesia se lo enseñaran a los niños, ya que los padres y padrinos y madrinas que están obligados a enseñarles las cosas de la fe no cumplen con esta obligación como es debido, y muchos se sienten impedidos a su vez por no haber sido instruidos; de esta forma, por eso la mayor parte de las almas va por el camino de la perdición. «Quicumque non crediderit condemna­bitur» (Mc 16, 16).

Y no creáis que se trata de una cosa nueva en la Iglesia. Orígenes, que vivió antes del año 200, en tiempos de Severo, enseñaba el Catecismo. San Basilio, que vivió en tiempo de Julia­no el Apóstata, el año 350; san Ambrosio, bajo Teodosio, en el 320; san Agustín, bajo Arca­dio y Honorio, en el 400; y san Cirilo de Alejandría, en el 430, bajo Valentiniano III, todos ellos enseñaron el Catecismo, lo mismo que yo lo hago hoy, y escribieron sobre ello libros enteros, porque, después de considerar que los cristianos eran unos espirituales y los otros, carnales, que se dedicaban mucho a las cosas del cuerpo y poco a las del alma, necesitaban esta enseñanza tanto como los niños pequeños. Pero, ¿qué digo? Nuestro Señor, el Hijo de Dios, ¿no insinúa él mismo que se instruya a los niños y que se les catequice de alguna mane­ra, cuando en el c. 19 de san Mateo predica a los judíos y a los apóstoles que querían impe­dir que los niños se acercasen a Él? Les reprende entonces y les dice: «Sinite parvulos veni­re ad me et nolite prohibere eos, talium est enim regnum caelorum» (Mt 19, 14). Y abrazándolos, los bendecía. Les pone ángeles de la guarda: «Angeli eorum semper vivent faciem Patris» (Mt 18, 10). Los hace herederos del cielo: Talium, etc. Impone un castigo muy duro a quienes los escandalizan. El que los recibe a ellos, lo recibe a Él mismo. Ésas son las prerrogativas que les ha dado a los niños, si hacemos caso del Evangelio. «Amen, amen dico vobis, nisi conversi fueritis et efficiarnini sicut parvuli isti, non intravitis in regnum caelorum. Quicumque se humiliaverit sicut parvulus iste, major erit in regno caelorum. Qui autem sus­ceperit unum parvulum in nomine meo me sucipit. Qui autem scandalizaverit unum de pusi­llis istis, expedit el ut suspendatur mola asinaria in collo ejus» (Mt 18, 3-6).

La necesidad, todos la conocéis; os hago jueces a vosotros mismos, para que me digáis si todos saben lo que es preciso creer.

¡Qué ceguera la que ha difundido el demonio hasta el punto de que un cristiano no sepa en lo que cree!.

Se me replicará: «¿Qué tenemos que ver nosotros con ese Catecismo? Somos cristianos, vamos a la iglesia y oímos misa y vísperas; nos confesamos por Pascua; ¿qué más necesitamos?». Yo no he visto en toda la sagrada Escritura que le baste a un cristiano con oír misa y vísperas y confesarse; lo que he leído allí es que todo el que no cree en lo que pertenece a la fe, no puede salvarse. Además, ¿qué fruto saca de la misa el que no sabe qué es la misa, ni de la confesión el que no sabe en qué consiste?

Es como cuando un doctor le pregunta a un niño, si es cristiano. El niño responde que sí, por la gracia de Dios. Vosotros, queridos niños, cuando decís que sí por la gracia de Dios, decís que es solamente Dios el que os ha hecho cristianos, por su gracia, sin que lo hayáis merecido vosotros, y que no es vuestro padre el que os ha hecho cristianos, sino que se lo debéis solamente a Dios, que os podía haber hecho nacer de padres paganos. Así os dais cuenta de que no es tampoco la doctrina de un hombre lo que os hace cristianos, sino Dios. «Gratia Dei sum id quod sum»» (X, 35-39).

Por muy importante que sea esta forma didáctica de catecismo, san Vicente parece que prefiere otra más espontánea y que parte de las realidades de la vida. Recuerda a menudo a los sacerdotes, a los hermanos de la Misión, a las Damas y a las Hijas de la Caridad la obligación de catequizar a los pobres en cualquier circunstancia.

2.1.- «No dejar que pase nunguna ocasión de enseñar a un pobre»

«La conferencia tenía tres puntos: el primero era ver si se notaba si la Compañía se había relajado en la práctica de lo que había hecho desde el comienzo de su fundación, o sea, dar catecismo a los pobres, a los niños y a las demás personas con quienes nos encontráramos de viaje, o en casa, o en las misiones; el segundo, cuáles eran los grandes beneficios que se seguían de esta práctica de dar el catecismo; el tercero, sobre los medios para renovar esta práctica en el caso de que se haya ido debilitando.

El padre Vicente, después que hablaron sobre este tema varios de los más antiguos de la Compañía, tanto Sacerdotes como Hermanos, añadió. Voy a decir lo mismo que han dicho ya nuestros pobres Hermanos; yo no sé actualmente cómo se porta cada uno en esto; me pasa lo mismo que cuando voy a la ciudad y tengo que entrar en una casa: tengo que subir al despacho o entrar en el salón; por eso, ustedes, Padres, que van a misionar al campo, pueden ver ahora las cosas mejor que yo. Pero sé muy bien cómo se hacía esto al comienzo de la Compañía, y cómo seguíamos exactamente la práctica de no dejar que pasase ninguna ocasión de enseñar a un pobre, si veíamos que lo necesitaba, fueran los Sacerdotes, los Clérigos que había entonces, o los Hermanos coadjutores, cuando iban o venían de algún sitio. Si se encontraban con algún pobre, con algun niño, con algún buen hombre, hablaban con él, veían si sabía los misterios necesarios para la salvación; y si se daban cuenta de que no los sabía, se los enseñaban. No sé si ahora son todos tan cuidadosos en observar esta santa práctica; me refiero a los que van al campo, cuando llegan a alguna posada, o por el camino. Si así es, enhorabuena; habrá que agradecérselo a Dios y pedir que persevere en ello nuestra Compa’ñía; si no, si se advierte cierto relajamiento, habrá que pedirle a Dios la gracia de levantarnos.

Gracias a Dios, sé de algunos en la Compañía que no faltan casi nunca en esto, a no ser que se vean impedidos por alguna cosa. No sé si en la portería se cumple esto bien; me parece que allí no van tan bien las cosas como antes; temo que los dos Hermanos encargados de la portería se han descuidado un poco en esto. Puede ser que esto se deba a que los dos son nuevos y no saben cómo se suele hacer. No sé tampoco si esto se observa en el patio de abajo y si el Hermano que está allí se cuida de instruir debidamente a nuestros criados, de hablar algunas veces con cada uno en particular de estas cosas, imitando a nuestro Señor, que cuando fue a sentarse en la piedra que había junto al pozo, desde donde empezó a instruir a aquella mujer, pidiéndole un poco de agua: «Mujer, dame un poco de agua», le dijo.

Y así se les puede ir preguntando a cada uno: «¿Qué hay? ¿qué tal esos caballos? ¿cómo va esto? ¿cómo va aquello? ¿qué tal va usted?»; y así, empezar por algo semejante, para pasar luego a nuestro intento. Los Hermanos de la huerta, de la zapatería, de la costura, lo mismo; y así todos los demás, para que no haya aquí nadie que no esté suficientemente instruido en todas las cosas que son necesarias para salvarse: unas veces charlando con ellos sobre la manera de confesarse bien, sobre las condiciones de la confesión, otras veces hablándoles de algún tema que sea útil y necesario para ellos» (XI, 266-268).

2.2.- «¿Ilay algo mayor que esto?»

«Os diré, Hijas mías, que la gente de aquel país es muy buena, dócil y muy inclinada al bien, pero que se encuentra en la mayor ignorancia que puede concebirse; y en eso habrá de consistir vuestra ocupación, ya que se trata de hacer todo lo posible, para que conozcan y amen a Dios. ¿Hay algo mayor que esto? ¡Dar a conocer la grandeza de Dios, su bondad, el amor que tiene a las criaturas, y eso enseñándoles los misterios de la fe y partir de ese conocimiento para llevarlos a su amor! ¿Hay algo más grande que eso? ¡Qué felices seréis, Hijas mías, si con vuestras sencillas enseñanzas, al servir a vuestros enfermos podéis contribuir a la salvación de algún alma! Hijas mías, no hay que dirigirse de inmediato a los enfermos, ni a los pobres, ni a las madres, sino preguntar a los niños en su presencia, enseñándoles con claridad los principales misterios de la fe. Vuestro mayor interés ha de ser el de dar a conocer a Dios, mediante el servicio espiritual que habéis de hacer a los pobres, sirviéndoles corporalmente, lo mismo que para nosotros lo prinicipal es la instrucción y luego el servicio a los pobres enfermos» (IX, 1028-1029).

Ante la lectura de estos textos subrayados con tanta insistencia, se siente que en san Vicente habitaba una convicción, convicción que compartía con los teólogos de su tiempo: hay verdades religiosas cuyo conocimiento es de absoluta necesidad para poder salvarse.

IV. San Vicente, formador de catequistas

La importancia que san Vicente concede al catecismo, lo lleva a preocuparse mucho de la preparación de los que deben encargarse de esa función de enseñar. Organiza conferencias en sus comunidades y durante ellas se ejercitan en la predicación y en el catecismo.

«El Sr. Portad ha compuesto un método fácil»

«Para la predicación, al comienzo de la Compañía, nos juntábamos y asistían también los señores obispos de Boulogne y de Alet con el abate Olier; se proponía algún tema sobre una virtud o un vicio; cada uno tomaba papel y pluma, y escribía el motivo y la razón que tenía para huir de este vicio o abrazar esa virtud, y luego se buscaba su defmición y los medios para ella; al final se reunía todo lo que se había escrito y se componía un discurso. Lo hacíamos sin ningún libro, cada uno de su cosecha. El P. Portail reunió todo lo que entonces se dijo por una parte y por otra, y todo lo que después se habló en otras conferencias que se tuvieron en la Compañía, y ha compuesto un método fácil para componer útilmente sermones y explicaciones del Gran Catecismo, añadiendo algo de su propia cosecha. Que se encargue él de esta explicación. Por tanto, se estudiarán dos cosas: 1.° la administración de los sacramentos; 2.° la explicación del método de predicar; o bien se harán ejercicios sobre el Pequeño Catecismo. Esto es, hermanos míos, lo que procuraremos hacer; y aunque quizá sepamos ya estas cosas, será conveniente refrescar la memoria; y quizá no sepamos muy bien todo lo que debemos saber» (XI, 578-579).

También hallamos su preocupación por formar a las Hijas de la Caridad: san Vicente les pide que organicen unas sesiones de catecismo en comunidad:

«Para tener el catecismo o las demás cosas que os señala la Regla… Convendrá seguir así y que tengáis algunas Hermanas nombradas para tener el catecismo, preguntando una y con­testando otra, y que esto se haga en presencia de la superiora; y si no está la superiora, la que presida en lugar suyo le expondrá más tarde todo lo que ha pasado» (IX, 1149-1150).

En un consejo presidido por san Vicente, se planteó el problema de un nuevo manual. Veamos cómo se resolvió:

«Pasando a otra cuestión, le dijo la señorita: «Padre, la Hermana Turgis me pidió última­mente un catecismo; le enviamos uno. A ella le pareció que era poco extenso y nos pidió que le enviáramos otro. Mandamos a pedirle al P. Lamberto que nos enviara uno, y él nos envió el de Belarmino, diciéndole a la Hermana a la que se lo entregó que se trataba de un catecismo muy elevado y que solamente era para los párrocos. Pues bien, como es menes­ter que no nos la demos de muy eruditas, tuve la idea de no mandárselo; volvió ella a urgirme, y se lo mandé; pero le dije solamente que no hiciera más que leerlo, pues como lo que se dice en ese libro no siempre acaba de entenderse, no parece que sea conveniente apren­dérselo de memoria y recitarlo sin saber lo que se dice».

Nuestro venerado Padre respondió: «Señorita, no hay ningún catecismo mejor que el de Belarmino; si todas nuestras Hermanas lo supieran y lo enseñaran, no enseñarían más que lo que deben enseñar, ya que les toca a ellas instruir a los demás, y deberían saber todo lo que tienen que saber los párrocos. ¿Saben ustedes qué es lo que mantiene a esas dos o tres Hermanas de la señora de Villeneuve? El saber el sentido de ese catecismo; se lo enseñan a los demás y hacen un bien increíble. Sería conveniente que se les leyera a nuestras Her­manas y que usted misma se lo explicara, a fin de que todas lo aprendiesen y profundiza­sen en él para enseñarlo; porque, ya que es preciso que ellas lo enseñen, es menester que lo sepan; y no podrán aprender nada más sólido que lo que hay en ese libro. Me alegra mucho que hayamos hablado de esto, pues creo que esta lectura será de gran utilidad»» (X, 792-793).

V.- Cuestiones para la reflexión y el diálogo

1.- Catecismo del tiempo de san Vicente, hecho para aprender «las verdades necesarias para salvarse». Catequesis actual. Dos mundos, dos contextos culturales y religiosos muy diferentes.
Sin embargo, hoy como ayer, la catequesis no es cuestión únicamente de especialistas; es asunto de todos, de toda la comunidad cristiana.
La catequesis ha cambiado; evoluciona y no cesa de buscar y de experimentar nuevos caminos, de perfeccionar métodos pedagógicos.

  • ¿Qué pensamos sobre esto? ¿Cómo reaccionamos? y ¿por qué?
  • ¿Qué es lo que nos parece importante, hoy, para el anuncio del Evangelio a los niños, a los jóvenes, teniendo presentes sus contextos culturales…, el clima de indiferencia y de increencia?

2.- San Vicente ve en la catequesis un medio privilegiado de evangelización: la convierte en obligación para sus hijos e hijas. Partamos de nuestra práctica:

  • ¿Nos parece una posibilidad para el anuncio de la fe, hoy en día?
  • ¿Favorece una libre adhesión a Jesucristo? y ¿un compromiso de la Iglesia?
  • ¿Respeta la decisión de cada uno?
  • ¿Nos incita a una entrega en favor de nuestra fe?
  • ¿de su manifestación?
  • ¿de nuestro testimonio?

Tomado de “En tiempos de Vicente de Paúl y Hoy”

David Carmona, C.M.

David Carmona, Sacerdote Paúl, es canario y actualmente reside en la comunidad vicenciana de Casablanca (Zaragoza).

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