San Vicente de Paúl y la justicia
I.- Introducción
La justicia es la virtud que hace dar a cada uno lo que se le debe; representa un ideal raramente conseguido.
Los hombres tienden naturalmente a exagerar lo que piensan que les es debido, a defender, como defiende el perro el hueso con ruido, y a usurpar los derechos ajenos.
En toda sociedad, se suele recurrir a un arbitraje para concederle a cada uno lo suyo: el arbitraje de los ancianos en las sociedades primitivas, el del soberano en las sociedades más elaboradas.
La Historia Sagrada rinde homenaje al rey Salomón, cuyas sentencias figuran como modelos en su género, y la historia de Francia conserva el recuerdo conmovedor del roble de Vincennes, a cuya sombra el santo rey Luis IX recibía a los querellantes y les hacía justicia dictando la sentencia. Como la fuerza siempre tiende a aplastar el derecho, así también los hombres, al no poder lograr que la fuerza fuera justa, han hecho que la justicia fuera fuerte. Instintivamente, los hombres piensan que el paso de un estado de fuerza a un estado de derecho representa para una sociedad la entrada en el mundo civilizado. Solamente, en las sociedades sin ley, la fuerza se otorga todos los derechos.
San Vicente ha experimentado personalmente la experiencia de la injusticia, pues fue víctima de una acusación de robo, que anduvo tras de él, durante varios años. Más adelante, fue igualmente víctima, en expresión de A. Frossard, «de gatos forrados (con capas de armiño) dotados de uñas tremendas» en el desgraciado asunto de la adquisición de la abadía de san Leonardo de Chaumes, donde lo revolvieron como el pescado en la harina, siendo así que la famosa abadía no era más que un montón de ruinas.
Después de siglos de violencia, de situaciones de fuerza y de opresión, el ritual de la justicia se había enriquecido y complicado; también el siglo del señor Vicente nos aparece como un siglo pleitista, hasta el punto de que llega hasta la caricatura. Racine en «Les Plaideurs» pone en boca de Chicanneau: «60 años, ¡es la mejor edad para pleitear¡», y a la condesa de Pimbesche: «Venderé mi camisa y ¡me lanzo por el todo o nada!».
Un tal Jules Melot, agudo conocedor del siglo XVII, nos decía que una casa como el seminario de una diócesis modesta, como podía ser el de Montauban, antes de la Revolución, mantenía un abogado seis meses al año para desenredar y sostener ante los tribunales civiles y eclesiásticos los intereses, los derechos y el honor de la casa. San Vicente, a quien la experiencia había instruido a su costa, es opuesto a los pleitos, por principio. Al darle sus consejos a un obispo muy puntilloso en lo referente a sus derechos, le aconseja que modere su tendencia a pleitear y le cita el ejemplo de Jesucristo, «que condenó los procesos y que, sin embargo, quiso sufrir uno y perderlo» (II, 365).
San Vicente dice bien claro que no hay que meterse en pleitos, porque «el bien de la paz y del sosiego en las dificultades es tan grande y tan agradable a Dios que él mismo le dice a cada uno: «Inquire pacem et persequere eam»» (I, 264). Da ese consejo a sus cohermanos más de una vez. Señala como uno de los fines más importantes de las misiones el arreglo de los procesos y la reconciliación de los adversarios: en los informes de las misiones, son mencionados siempre esos resultados. (1 Cfr. RR. CC. I, 2.)
A pesar de esta repugnancia por los pleitos, que le hace decir que es preferible a veces sufrir una injusticia que pleitear, «es preferible que perdamos nuestros derechos antes que desedificar al prójimo» (III, 63), san Vicente admite que hay casos en los que, a pesar de todo, es un deber el defenderse, defender los derechos de la Iglesia o de la comunidad contra pretensiones injustas. Ése es el caso de los misioneros de Saint-Méen, que se arriesgan a ser encarcelados y que van a ser expulsados de su casa. Estaban dudando si ceder por evitar complicaciones, pero san Vicente los alienta a resistir, pues «¡qué orgullo el nuestro si, por aparentar respeto y humildad, abandonásemos el honor de Dios, para que el nuestro no se viera en peligro!» (III, 40).
En un asunto de envergadura como la pérdida de la hacienda de Orsigny, san Vicente defiende ante todo su derecho: «No podía, en conciencia, abandonar un bien tan legítimamente adquirido, y las posesiones de una comunidad, cuya administración estaba en mis manos, sin hacer todo lo posible por conservarlas. Pero ahora que Dios me ha descargado de esta obligación mediante un decreto soberano…creo que debemos detenernos aquí» (VII, 349).
Resumiendo, a su vez, la sabiduría de san Vicente en materia de justicia, su biógrafo Collet dice de él: «Dios, sin embargo, permitió que hubiera algunos procesos, perdidos unos y ganados otros; es que la Providencia quiso hacer de él un modelo para todos los estados, ya que los litigantes tienen mucha necesidad de buenos ejemplos» (III, 63, y nota 2/63).
Hacer justicia era una de las formas de ir en ayuda de los débiles y de los pequeños, restituyéndoles sus derechos. San Vicente más que muchos otros contribuyó a hacer reconocer sus derechos y a asegurar la aplicación de ellos.
Acostumbró a sus contemporáneos a ver la miseria presente, a comprender sus causas y a curar sus consecuencias. Lo que en su tiempo era objeto de caridad, ha llegado a ser, gracias a su acción perseverante, derecho reconocido.
Los famosos «Derechos del Hombre» que la Revolución se gloría de haberlos inventado, lo cual era más fácil que respetarlos, san Vicente los había, poco a poco, inventariado en el plano social, y propuesto como metas a la caridad de todos, haciendo que fueran reconocidos como unos derechos evidentes: derecho a la vida, derecho al pan diario, derecho a la salud, derecho a una vivienda, derecho al respeto de la persona, derecho a una vejez decente, derecho al trabajo, derecho a la educación, sopa popular; reparto de víveres; hospitales, cuidados a domicilio; acogida a los refugiados; atención a los dementes, forzados o galeotes; obra de casas de ancianos; hospicios; suministro de herramientas y de semillas en las regiones devastadas; derecho a la creación de escuelas.
Cuando conmemoremos los logros de la Revolución, no olvidemos que aquéllos han sido sus raíces en la acción clarividente y perseverante del Padre de los Pobres y de quienes le han ayudado y seguido. Supo educar hombres y mujeres de su tiempo, enseñándoles con los hechos a practicar con los pobres una justicia que poco antes había sido su preocupación.
Voltaire lo había comprendido, él que, opuesto a la Iglesia, reconocía la función social excepcional de san Vicente: «Para mí, el único santo es Vicente de Paúl». Lo mismo los revolucionarios, quienes, cuando se requisaron los vasos sagrados, los objetos de plata y el relicario de san Vicente, el 30 de agosto de 1792, respetaron el cuerpo del santo, cediéndolo a los cohermanos previsores.
Los que actualmente luchan por la dignidad de los pobres, por la justicia al servicio de los oprimidos, reconocen en san Vicente al maestro de la dulzura y de la eficacia, a él que supo poner la fortuna de los adinerados al servicio de los des-heredados. Ésos pueden hacer suya la reflexión de Mons. Helder Cámara, afilia-do a la Congregación de la Misión, y orgulloso de llamarse hijo de san Vicente: «Actualmente necesitamos decir y hacer lo que nuestro padre san Vicente diría y haría».
II.- San Vicente y la justicia
El Santo de la Caridad ¿no sería también el de la justicia? Aparentemente, san Vicente insiste más sobre aquélla que sobre ésta. En realidad, coloca a la justicia en el primer lugar: «¡Que Dios nos conceda la gracia —escribe a Fermín Get— de enternecer nuestros corazones en favor de los miserables y de creer que, al socorrerlos, estamos haciendo justicia y no misericordia!» (VII, 90). ¿A qué viene este reflejo? Probablemente, porque también él sufrió la experiencia de la injusticia(1), hasta hacerse atento a toda justicia humana posible(2), desencadenando un comportamiento profundamente vicenciano(3).
2.1.- San Vicente y la injusticia.
Todos los profanos conocen las primicias de «la conversión» de san Vicente. Poco después de llegar a París, en 1608, vivió una experiencia interior doble:la acusación de robo, la tentación contra la fe.
Cuenta la primera, como si se tratara de una tercera persona: «¿Te justificarás?»
«Hay una persona en la Compañía que, habiendo sido acusado de robar a un compañero, y habiendo sido tratado de ladrón en toda la casa, aunque no era verdad, no quiso sin embargo justificarse, sino que pensó dentro de sí, al verse falsamente acusado: «¿Te justificarás tú? Ahí tienes una cosa de la que te acusan, a pesar de no ser cierta. ¡No!, se dijo elevándose hasta Dios, es preciso que lo sufra con paciencia». Y así lo hizo. ¿Qué pasó después? Esto es lo que sucedió: al cabo de seis meses, encontrándose el ladrón a cien leguas de allí, reconoció su falta y escribió para pedir perdón. Miren, Dios quiere a veces probar a las personas, y para ello permite que sucedan estas cosas» (XI, 230).
Esta experiencia le marca profundamente. Si no da cuenta de ella hasta el 9 de junio de 1656, con ocasión de una conferencia que dio a los misioneros sobre los avisos, habla sobre ella con medias palabras, desde 1648, a las primeras Hermanas, siempre a propósito del mismo tema:
2.2.- «Dios justifica siempre a quienes no quieren justificarse»
«Por lo que veo, hija mía, cree usted que, si la reprendiesen injustamente de alguna falta, sería más conveniente sufrir la corrección sin decir nada, que justificarnos. ¡Oh! Ciertamente, soy de su misma opinión, y creo que, a no ser que el silencio sea un pecado o que se perjudiquen los intereses del prójimo, es mucho más conveniente hacerlo así. Eso es imitar a nuestro Señor. ¡Cuántas personas lo acusaban, reprobaban su vida, reprendían su doctrina, vomitaban blasfemias execrables contra su persona! Sin embargo, nadie lo vio nunca excusarse. Fue llevado a Pilato y a Herodes y, sin embargo, no dijo nada para excusarse y, finalmente, se dejó crucificar. No hay nada mejor que seguir el ejemplo que nos dio Él sabrá, en tiempo oportuno, dar a conocer la verdad. ¡Si supieseis qué bueno es abandonar en sus manos todas estas preocupaciones, hijas mías, jamás os preocuparíais de justificaros! Dios ve lo que se nos impone, y lo permite sin duda alguna para probar nuestra fidelidad. Él conoce la forma con que lo aceptáis, el fruto que de ello sacáis, o el mal uso que de ello hacéis; y si por entonces, permite que quedéis mal, ya sabrá algún día manifestar la verdad. Es una máxima verdadera e infalible, hijas mías, que Dios justifica siempre a los que no quieren justificarse» (IX, 339-340).
2.3.- «Imitar la justicia divina»
San Vicente conocía su teología. También enraíza la justicia humana en Dios:
«Padres, vosotros habéis estudiado teología y yo soy un ignorante, un alumno de primaria; sabéis que hay dos clases de justicia, la conmutativa y la distributiva; ambas se encuentran en Dios: «justus Dominus et justitias dilexit». También se encuentran en los hombres, pero con el defecto de que son dependientes, mientras que la justicia de Dios es soberana. No obstante, nuestras justicias no dejan de tener sus propiedades, por las que guardan cierta relación y semejanza con la divina, de la que dependen. Así pues, la de Dios es conmutativa y distributiva a la vez» (XI, 432-433).
2.4.- Administrar justicia
San Vicente tuvo ocasión de intentar numerosos procesos. ¡Su temperamento gascón, seguramente, disfrutaba en ellos y respiraba los aires de su tiempo!
Así, aconseja que se denuncien ante la justicia a los detentadores de las cantidades de dinero debidas a los esclavos: «Justicia para los pobres esclavos».
«Procuraremos pagar la letra de cambio de 500 libras. Le ruego que acepte usted una de 600, que la señora duquesa de Aiguillon envíe a Argel para ayudar a que se construya un hospital y que escoja usted un buen patrono. ¡Bendito sea Dios por todas esas pesquisas que usted ha hecho, y porque podrá usted probablemente hacer que le devuelvan lo que aquel patrón no entregó a los esclavos del Havre-de-Gráce en Argel, por medio del cónsul! Puede usted estar seguro de que no es ningún inconveniente que los sacerdotes de la Misión pidan justicia para los pobres esclavos, a fin de que se les devuelva lo que se les retiene, sino muy meritorio y de mucha edificación para todas las buenas almas, que saben lo que la verdadera caridad hace hacer a las personas caritativas. ¡Ay, padre! ¡Qué es lo que no hizo el Hijo de Dios para salvamos! Le comunicaré esta noticia a la señora Duquesa de Aiguillon» (V, 372-373).
Aconseja la misma recomendación en materia de justicia para los deudores de su Congregación naciente pero, como lamentándolo.
2.5.- «Me cuesta mucho aceptar un proceso»
«No hay que dejar que se pierda nada de los derechos de su beneficio de Saint-Preuil; por tanto, si sus consejeros opinan que se le deben los diezmos de la finca del señor caballero de Albret, hay que conservarlos, y si se niega a pagarlos, después de haber hablado con él y de haber utilizado todos los caminos que sugiere la mansedumbre, acuda a los tribunales. No tenga miedo de que él lo maltrate; porque, si el derecho está en favor de usted, no se atreverá a hacer nada.
Lo mismo le aconsejo respecto a los diezmos más menudos, si es verdad que tiene usted derecho a cobrarlos; para saberlo, consulte con la gente entendida en estas cosas; sobre todo, infórmese de cuál es la costumbre de las parroquias cercanas y de lo que han hecho los señores párrocos predecesores suyos. Me cuesta mucho aceptar un proceso; pero lo de los diezmos es un caso de privilegio, que obliga en conciencia a conservarlos. Es indudable que, al unir dicho beneficio a su casa, se ha unido todo lo que depende de ella; pues bien, esos diezmos siempre han pertenecido a los párrocos, tanto los menudos como los mayores y, por consiguiente, tienen que pertenecer a su comunidad. Me refiero a los que se cobraban desde antes, no ya a los nuevos, si por ventura se han añadido después de la unión, y que podrían quizás pertenecer al señor vicario perpetuo» (VI, 356-357).
Los misioneros experimentan grandes dificultades con Mons. de Sales, el hermano y sucesor de san Francisco de Sales. San Vicente no teme lo peor.
2.6.- «Recurrir a la justicia»
«Le ruego, padre, que se entere de ello. Tengo mucho miedo de que explote este asunto y que se vea a los sacerdotes de la Misión en contra de un obispo. Por eso hemos enviado al padre Dehorgny a Annecy, y le escribo hoy mismo al señor obispo de Ginebra y a nuestro superior de Annecy, que es la causa de todo este embrollo, para que procuren los dos solucionarlo amablemente, por medio de un arbitraje o de alguna otra manera.
Pero si, después de haber hecho por nuestra parte todo lo razonable, y más incluso, para apagar las diferencias, ellos se obstinan en salirse cada uno con la suya, que es arruinar a nuestra pobre familia de Annecy, creo que estamos obligados a recurrir a la justicia eclesiástica o secular para resarcirnos de los daños, que alcanzan a catorce o quince mil libras, y para que nadie atente contra la posesión de nuestro privilegio. Le ruego que me diga qué es lo que piensa usted de todo esto» (VII, 75-76).
De todas formas, san Vicente no se fía de los procedimientos exagerados. Antes de llegar a un juicio, aconseja naturalmente la contemporización y la prudencia.
2.7.- «De forma amigable»
«Realmente es demasiada sujeción tener a un vecino que tenga vistas sobre ustedes; no hay que permitirlo, dado que puede usted impedirlo, ya que ese señor no tiene derecho a tener una ventana abierta hacia su casa. Así pues, haga usted lo que pueda para obligarlo a que la cierre, no ya mediante un proceso, sino de forma amigable y mediante algún amigo, ofreciendo incluso, en caso de que lo exija, que contribuirá usted más que lo que debe a pagar los gastos para desviar los sumideros de su huerto. Si después de todo ello, no consigue usted que cumpla con lo que debe, más que apelando a la vía judicial, no habrá más remedio que hacerlo; en ese caso, puede usted pleitear también por el asunto de los sumideros, suponiendo que está la razón de su parte, según le han dicho a usted» (V, 390-391).
2.8.- Hacer justicia
San Vicente es muy delicado en dar a cada uno lo que se le debe. Lo vemos vivir situaciones muy modernas, como por ejemplo éstas: «el niño abandonado de Villepreux»
«He recibido la que me hizo usted el honor de escribirme a propósito del niño expósito de Villepreux. El señor párroco me ha hecho también el honor de venir a verme sobre ese asunto, junto con el marido de la tesorera de la Caridad; el primero, para darme su juicio sobre la casa y consultarme sobre ella, y el segundo, para quejarse de que quisieran obligar a su esposa a pagar la manutención de ese niño. Le dije al señor párroco que, si hicieran exponer a ese niño en esta ciudad y lo enviaran a la Cuna, tal como acostumbran a hacer los comisarios de barrio, cuando se les requiere para llevarse a los niños expósitos, nosotros lo atenderíamos, pero que las disposiciones de la corte prohíben a los encargados de esos niños recibirlos, a no ser por orden de los señores comisarios, y que nosotros no podríamos obrar de otro modo; que si él hacía que lo trajesen a esta ciudad, de acuerdo con el señor preboste, y lo dejasen exponer, que no tendría que preocuparse de nada más. Pero no lo ha hecho así, sino que se lo ha entregado a una nodriza mediante nueve francos al mes, obligando a la tesorera a pagarlos; de eso es de lo que ha venido a quejarse su marido. Pues bien, le he rogado al señor párroco que haga un pequeño viaje hasta aquí para terminar con este asunto» (VI, 285-286).
2.9.- «Deje a cada uno lo que le pertenezca»
«Le doy gracias a su divina bondad (de que por su misericordia) haya podido usted mantener íntegro (su crédito) entre los esclavos, con los que tiene (tanta caridad). Es de suma importancia que (vigile) usted para hacer siempre lo mismo. Evite destinar el dinero para otros (fines distintos) de aquél para el que se le envió. (No saque) de una parte para dar por otra, sino deje a cada uno lo que le pertenezca, para poder devolvérselo en cuanto quiera. Los deberes de justicia son preferibles a los de la caridad. Y en cuanto a lo que dice que hay esclavos reclamados por los mercaderes, a quienes no puede usted negar las treinta piastras, que les faltan para poder regresar, le diré que, si tiene usted dinero de sobra, esto es, de lo que es suyo, puede usted adelantarles algo; pero lo que no debe hacer es pedir prestado o sacarlo del dinero de otros, ni tampoco salir fiador ni comprometerse por ninguno; si no, estaríamos siempre volviendo a empezar y, lo que es peor, nos sería imposible librarlo de sus deudas una vez más. No hay que hablar de volver a hacer una colecta en París por usted» (VII, 525).
III. La manera vicenciana
Más que los mismos hechos, es interesante destacar la forma con la que san Vicente vive y hace vivir la justicia. Hallamos cuatro constantes que crean un espíritu de justicia vicenciana.
«Le pido a nuestro Señor que les devuelva la salud a esos hombres que se han caído desde el tejado de su casa o, si quiere disponer de ellos, que les dé su gloria. Realmente, es una pena ver cómo les ocurren estas cosas a las personas que trabajan por nosotros, y un motivo de temor, al menos para mí, de que mis pecados sean la causa de ello. Tiene usted que visitarlos y hacer que los atiendan en su enfermedad lo más razonablemente que sea posible y, si mueren, manifestarles a sus viudas o a sus parientes más cercanos, el pesar que ustedes sienten, haciéndoles esperar su servicio y su protección, y servirlos efectivamente siempre que se presente ocasión de hacerlo» (VI, 310).
3.1.- «La asistencia a los forzados»
«Le doy gracias a Dios por la caridad que la ciudad de Marsella demuestra tener con los pobres, en la necesidad en que se encuentran, y por la ayuda que usted les ha prestado a los forzados, oportunamente, en medio de estos fríos y en estos momentos de escasez. ¡Que Dios nos conceda la gracia de enternecer nuestros corazones en favor de los miserables, y de creer que, al socorrerlos, estamos haciendo justicia y no misericordia! Son hermanos nuestros esas personas a las que Dios nos manda que ayudemos; pero hagámoslo por él, y de la manera que él nos dice en el evangelio de hoy. Que no digamos nunca: «Soy yo quien ha hecho esa obra buena», porque todo bien tiene que hacerse en el nombre de nuestro Señor Jesucristo, en el que soy, padre, su muy humilde servidor» (VII, 90-91).
El respeto a la persona: «que esas cantidades sean entregadas a esa pobre gente».
«Me dice usted que ha retirado de Toulon al padre Huguier, pero no me indica las disposiciones que ha tomado usted, para que se reciban las cartas que le mando, y entregar el dinero que hemos recibido para los pobres forzados. Le indiqué, lo mismo que a usted, que hay seis escudos para Vicente Traverse y dos para Marcos Mansart, que suman en total 45 libras. También hemos recibido siete libras para el señor Esbran, sacerdote forzado en la «Bailliebault», un día antes de haber recibido su carta. Le ruego, padre, que dé las órdenes oportunas para que estas cantidades se les entreguen a esas pobres gentes» (VI, 552).
3.2.- «El padre Le Vacher conoce a todos sus esclavos»
«En el último correo, le envié cuatro letras de cambio: la de 1.200 libras, para el rescate de Santiago Varlet; la segunda, de 250 libras, para Guillermo Legrand, de El Havre; la tercera, de 500 libras, para que las emplee el padre Le Vacher, cuando llegue a Argel, según las órdenes especiales que le ha dado el señor párroco de El Havre; y la cuarta, es de 350 libras para Santiago Jobe o Jove, de Honfleur. Y como el padre Le Vacher conoce a todos esos esclavos, que se han dirigido a él, para que les haga llegar ese dinero, convendrá que las guarde usted hasta que llegue a Marsella, y que no las envíe a Argel de antemano, ni por el señor Roman, ni por el padre Huguier, tal como le había pedido» (VII, 170).
Negarse a ser partidista. San Vicente quiere ser amigo de todos. De los más pobres, acude a todas las categorías de personas que viven en la miseria: ayuda a religiosas, lo debido al hermano de un obispo, equidad con los incorregibles de san Lázaro.
3.3.- «No separe nada para otros usos»
«Mateo le llevará algún dinero, y tendrá usted que acomodar a ello sus gastos; y sobre las dos mil libras que ha recibido usted del párroco de san Nicolás para las religiosas, en nombre de Dios, no separe nada para otros usos, bajo ningún pretexto caritativo. No puede haber caridad, si no va acompañada de justicia; y nada puede obligarnos a hacer más de lo que podemos hacer razonablemente» (II, 48).
3.4.- «Espero llevar a cabo ese deber»
«Las preocupaciones y agitaciones de estos tiempos me han impedido hasta ahora testimoniarle el dolor que siento por la pérdida que ha sufrido usted y con usted toda la Iglesia, con la muerte del señor obispo de Périgueux. Le ruego humildemente, señor, que excuse mi tardanza…Le suplico, señor, que acepte el que le diga que le debíamos 4.000 libras y, consiguientemente, a usted, que es su heredero, y que le entregaremos a renta, cuando a usted le plazca» (IV, 412).
3.5.- «Es una injusticia que cometen con esa pobre gente»
«A propósito de los pensionistas, hermanos, he sabido que les dan algunas veces la comida mal preparada y arreglada, incluso la carne y el vino que sobró del día anterior. Eso no está bien, hermanos; son personas, cuyos parientes pagan una buena pensión; ¿no es justo que se les dé de comer cosas preparadas como es debido y buenas? En nombre de Dios, que no vuelva a repetirse esto; tratadlos como a nosotros, como a los sacerdotes. Porque, fijaos, hermanos, es una injusticia que cometéis con esas pobres gentes, de los que algunos son totalmente inocentes, que están encerrados y que no pueden quejarse de la injusticia que contra ellos cometéis. Sí, yo llamo a esto una injusticia» (XI, 225).
3.6.- «La gloria de Dios».
Con vistas al Reino todas estas iniciativas de san Vicente sólo tienen una meta, la venida del Reino de Dios. Su celo es por el Reino.
«Hay que saber que, por estas palabras: «Buscad primero el reino de Dios y su justicia», nuestro Señor no pide solamente que busquemos primero el Reino de Dios y su justicia de la manera que acabamos de señalar; quiero decir que no basta con obrar de modo que Dios reine en nosotros, buscando así su reino y su justicia, sino que además es preciso que deseemos y procuremos que el Reino de Dios se extienda por doquier, que Dios reine en todas las almas, que no haya más que una verdadera religión en la tierra y que el mundo viva de una manera distinta de como vive, por la fuerza de la virtud de Dios y por los medios establecidos en su Iglesia; finalmente, que su justicia sea buscada e imitada por todos con una vida santa, y así sea él perfectamente glorificado tanto en el tiempo como en la eternidad. Esto es, por consiguiente, lo que hemos de hacer: desear que se propague la gloria de Dios y trabajar por ello.
Hablo de su gloria, hablo de su Reino, tomando así lo uno por lo otro, ya que se trata de lo mismo. La gloria de Dios está en el cielo; y su reino, en las almas. Tengamos, pues, ese continúo deseo de que se extienda el Reino de Dios y ese anhelo de trabajar con todas nuestras fuerzas para que, después de haber procurado el Reino de Dios en la tierra, vayamos a gozar de él en el cielo. Tengamos siempre esta lámpara encendida en nuestros corazones» (XI, 434-435).
IV.- Cuestiones para la reflexión y el diálogo
1. «El que practica la justicia ha nacido de Dios» (1 Jn 2, 29). «Bendito sea el santo nombre de Dios, por haberlo encontrado digno de sufrir por la justicia» (VI, 310).
En nuestro servicio, en nuestra acción con los pobres:
- ¿Cómo tratamos de promover la justicia?
- ¿Nos esforzamos en vivirla al estilo de san Vicente, con paciencia, discreción, moderación, tolerancia?
- ¿Si nos sucede tener que sufrir por eso, o ser incomprendidos, cómo lo vivimos?
2. «Que el derecho fluya como el agua y la justicia como un torrente que no se agota» (Am 5, 24).Piensen que al socorrer a los pobres, hacemos justicia y no misericordia (VII, 90). Los más pobres, los marginados son a menudo víctimas de la injusticia bajo todas sus formas.
- ¿Son ellos siempre los privilegiados de nuestra acción?
- ¿Qué atentos estamos a las personas, a las situaciones, a los grupos socia-les más desfavorecidos?
- ¿Qué compromisos tenemos con los organismos que trabajan en favor de la justicia y que actúan en las estructuras del desarrollo?
3. «Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados (Mt 5, 6). No puede haber caridad, si no va acompañada de justicia» (II, 48). Queremos un mundo justo y fraternal… Nuestro estilo de vida, nuestras posesiones, nuestra forma de actuar, nuestras elecciones:
- ¿Revelan una solidaridad próxima a los pobres?
- ¿Somos para eso personal y comunitariamente creativos? ¿desinteresados? ¿Comprometidos?
- ¿Cómo y con qué combatimos las «estructuras del pecado» que oprimen al hombre?
Tomado de “En tiempos de Vicente de Paúl y Hoy”
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