San Vicente de Paúl y la predicación

I.- Introducción

En los siglos XVI y XVII, el descubrimiento de la antigüedad clásica entusias­mó a los literatos y a los artistas. Esa admiración se tradujo en la arquitectura, y de una forma más visible aún, en la pintura y en la escultura, donde abundan las esce­nas de la historia griega o romana y de la mitología. Se llega hasta el extremo de representar al rey Luis XIV vestido de emperador romano. El fervor por las litera­turas clásicas gana los medios mundanos, donde es de buen tono hacer alusiones referidas a la antigüedad.

Moliére hace decir a una de sus heroínas, pasmada ante un pedante:

¡Ah!, permitidme la gracia!

“Que por amor al griego, os abrace”. (Las Mujeres sabias, acto III, escena 3).

Los predicadores no quedaron atrás, y ante sus auditorios admirativos despliegan sus conocimientos de griego y de hebreo, y sus recuerdos de la historia de la anti­güedad o de la mitología pagana.

San Francisco de Sales decepciona vivamente al distinguido auditorio llegado para escucharle, cuando, queriendo hacer un acto de humildad, cuenta muy llana­mente la vida de san Martín. Los oyentes, por el contrario, se apretujan boquiabiertos de admiración y de contento al pie del púlpito de Mons. Camus, que llega hasta apli­car a la santísima Virgen lo que Virgilio canta de la diosa Venus. Fuera de eso, se per­mite unos juegos de palabras que bordean un trabalenguas: habla “de un mal pergant, présent, pressant y oppressant” (punzante, presente, apremiante y oprimente). Dice de san Bernardo que es “facond et fécond” (facundo y fecundo).

He ahí, en expresión de san Vicente, una predicación en “Caeli caelorum” (XI, 183), que no tiene otro fin que destacar las proezas oratorias del predicador, la agili­dad de su memoria y la riqueza de su repertorio clásico. Eso es predicarse a sí mismo y no, anunciar a Jesucristo.Ese género de elocuencia pasa por encima de las cabezas, y sus efectos son nulos en materia de conversión: “encontradme un hombre, de esos mismos que llevan escuchando esas predicaciones desde hace treinta o cuarenta años, que se haya hecho mejor (XI, 182). Toda esta predicación está dirigida a un publico urbano, es decir, a gente que se precia de cierta cultura, mientras que los aldeanos, a quienes el Sr. Vicente llama la pobre gente del campo, entienden bien poquita cosa en materia de predicación y, la mayor parte de las veces, no entienden nada de nada.

San Vicente, por el contrario, tiene una experiencia muy distinta. En 1617 descubre el éxito fulminante de una predicación sencillísima, dirigida a los humildes en su lengua de todos los días, esmaltada con comparaciones tomadas de su universo rural. En Folleville, es una llamada a la conversión, cuyos acentos galileos provocan una sed de purificación tal que la gente acude atropelladamente a los confesonarios, y que obliga a acudir a toda prisa, en busca de refuerzos a Amiens. En Chátillon, es una llamada a la caridad, cuyo éxito es tal, que permite a san Vicente poner inmediatamente en marcha la organización de la primera de las innumerables asociaciones de caridad.

Luis XIII, dicen, que apreciaba de tal modo la desnudez luminosa de los cuadros de Jorge de la Tour que sólo quería sus cuadros en sus habitaciones, y que había hecho quitar todos los de otros. Igualmente, san Vicente, que había gustado de la sencillez y la eficacia de una predicación evangélica, no quiere oír hablar más de otra cosa. En más de una ocasión, se extasía ante este acierto, lo analiza y trata de establecer sus leyes, con el fin de convertir ese método de predicación en accesible para todos.

Ante todo, hace falta una buena dosis de humildad para parecerse a nuestro Señor: porque se trata precisamente de anunciarle (V, 602); una buena dosis de humildad para no dejarse embriagar por el éxito, ni dejarse abatir por las dificultades.

Además, es preciso establecerse en la sencillez; para ser comprendido por los más humildes, hay que hablar su lenguaje, la lengua de todos los días, sin efectismos de estilo, sin trémolos en la voz, sin comparaciones sabias ni digresiones literarias. Para tocar los corazones y llevarlos a la conversión, no hay mejor medio que la sencillez.

Finalmente, san Vicente concreta las articulaciones evangélicas de la predicación: hay que exponer claramente la naturaleza del tema que se quiere desarrollar, después adelantar los motivos y, por fin, proponer los medios para la realización. Todo está ordenado para lograr el convencimiento de los oyentes y llevarlos a su conversión. Eso es lo que san Vicente llama el pequeño Método.

Después de haber experimentado por sí mismo y con sus primeros compañeros la eficacia del método, san Vicente lo adopta definitivamente hasta el extremo de que llega a ser característico de los misioneros y la gente lo llama: “predicar a lo misionero”.

San Vicente nos da algunos ejemplos de ese método de predicación, mejor sería decir, de esa manera de hablar, porque el término predicación encierra una resonancia demasiado afectada. Su sencillez llega a lo sublime cuando adjura a las Damas de la Caridad que continúen encargándose de los niños abanonados:

«Dejen ahora de ser sus madres para convertirse en su jueces; su vida y su muerte están en manos de ustedes; voy a recoger ahora sus votos y opiniones; va siendo hora de que pronuncien ustedes su sentencia…» (X, 943).

O también, cuando se dirige, allá al otro lado del mar, al Sr. Bourdaise, solo y tan lejos (está en Madagascar), y cuyas noticias no acaba de recibir:

«Padre Bourdaise, ¿sigue usted todavía vivo o no? Si está usted vivo, ¡que quiera Dios conservarle la vida! ¡Si está ya en el cielo, rece por nosotros!» (XI, 377).

Armados con este método, los misioneros hacían maravillas San Vicente sigue atentamente sus correrías apostólicas, y toma parte a su vez en ellas lo más que puede, y eso, hasta edad muy avanzada. La Duquesa de Aiguillon se alarma, y escribe sus aprensiones al Sr. Portail, rogándole que impida que el Sr. Vicente continúe expo­niendo así salud a los 73 arios.

La influencia de semejante maestro del bien decir, como lo fue san Vicente, sobre la Iglesia de su tiempo, fue considerable.

Gracias a las Conferencias de los Martes inculca su método a todo un grupo selec­to de sacerdotes. Muchos llegarán a ser maestros de la pastoral y de la predicación en la Iglesia de Francia.

Gracias a los seminarios, enseña a un clero que se va a dedicar a romper, en favor de los más humildes, el pan sencillo de la palabra de Dios.

Bossuet, evocando el ejemplo viviente que había sido la palabra del Sr. Vicente para sus discípulos decía: «Le escuchábamos con avidez, percibiendo perfectamente cómo se realizaba en él la palabra del Apóstol: “Si alguno habla, que sus palabras sean como palabras de Dios». (Calvet, San Vicente de Paúl, CEME, p. 98).

A un mundo orgulloso de las riquezas de un pasado que acababa de descubrir, san Vicente supo proponer la frescura y la sencillez de la predicación evangélica. Nues­tro mundo de hoy en día está, también él, orgulloso de sus riquezas y de sus descu­brimientos. Dispone de medios extremadamente complejos para expresarse y comu­nicarse, pero, ¿para qué, si no vale más que para expresar la nada y para comunicar una palabrería vana? Sin embargo, está inquieto de su equilibrio y de su futuro. Sabe bien que los inventores y los financieros son incapaces de arreglarlo y proponerle un sentido. A veces se imagina que ilumina su camino escuchando los propósitos abs­trusos o sibilinos de gurús tanto más seguidos cuanto más raros sean sus nombres, o yendo a remolque de líderes políticos que prometen la felicidad para mañana.

El mundo espera sin querer reconocerlo, y los más desprovistos de recursos espe­ran que se les proponga el Evangelio, que se les anuncie para hoy la felicidad que se les ha prometido, si quieren entrar en él. Esperan vernos testimoniar con nuestra exis­tencia que somos personas felices, que la felicidad sencilla existe y que se hace para ellos. Esperan de nosotros que proclamemos con las palabras de todos los días, que Dios con su palabra puede transformar sus corazones y sus vidas, que el trigo toda­vía puede crecer y las mieses madurar.

Evidentemente esta palabra de Dios será anunciada con todos los recursos posi­bles de sonido y de imagen, para abrir los oídos más endurecidos e iluminar los ojos más entenebrecidos, pero ella tendrá tantas más posibilidades de ser acogida cuanto que halle la limpidez y la frescura de su fuente evangélica, y traduzca la vida misma de sus mensajeros, de forma que puedan decir como. Jesús a sus primeros discípulos: “¡Venid y ved!”

II.- San Vicente y la predicación

San Vicente, según todos los historiadores, ha jugado un papel extraordinario en la reforma de la predicación de su época. Por otra parte, es muy significativo e indudablemente providencial que “la conversión de 1617″ haya ocurrido con ocasión de las dos predicaciones a los pobres (Folleville y Chátillon).

Desde entonces, san Vicente se dedicará a hacer pasar a la Iglesia de “la elocuencia sagrada” a una predicación misionera; propondrá un método que, según su autor, inspirará a la mayor parte de los predicadores de su tiempo.

1. Predicación y Conversión

En Folleville y Chátillon, fueron los pobres los que provocaron a san Vicente y quienes lo llevaron a consagrar su vida a la evangelización de ellos. Predicando a los pobres, se siente a su vez interpelado. La predicación ya no será más para él un acto pastoral de sentido único: misionero y fieles se encuentran comprometidos en una misma experiencia de fe y de conversión.

1.1.- “Hay que predicar sobre todo con el buen ejemplo”

«Otro medio: “Attende tibi”, ten cuidado contigo, no vayas a deshacer con tu conducta lo que edificaste con tu predicación; no destruyas por un lado lo que levantaste por otro; hay que predicar sobre todo con el buen ejemplo, siendo fiel al reglamento, viviendo como buen misionero, porque sin eso, padres, nada se consigue, nada se consigue. A una persona desordenada, este método le será más perjudicial que ventajoso; aparte de que no podría practicarlo, al menos por mucho tiempo, ya que este método está totalmente en contra del espíritu de libertinaje. Hay que ser sinceros en los buenos sentimientos de devoción y practicarlo para hacer nacer buenos sentimientos en los demás. Si un hombre no siente mucho aprecio de la virtud ni mucho amor a sus obligaciones, no podrá obser-var este método, eso es seguro. El que está hundido en el desorden, sin reglamento alguno, viviendo en el libertinaje, ¿cómo podrá sacar de él a los demás? Sería una burla. Le dirán: “Medice, cura teipsum”. Está claro; no hay nada tan evidente. Así pues, “Attende tibi”: pon primero los ojos en ti mismo, practica fielmente los reglamentos y costumbres de nuestra vocación, ya que de este modo cumpliremos la voluntad de Dios. “Attende tibi”» (XI, 179-180).

1.2.- “¡Miserable de mí que digo y no hago!”

«Hermanos, tengamos cuidado con esto. Tened cuidado con esto vosotros, los que vais a las misiones, los que habláis en público… ¡Miserable de mí que digo y no hago! ¡Les digo a los demás lo que tienen que hacer, pero yo mismo no lo practico! Rezad a Dios por nú, padres; rezad a Dios por mí, hermanos, para que me convierta» (XI, 313, 316).

1.3.- “La oración es un gran libro para un predicador”

«La oración es un gran libro para un predicador; por medio de ella podrá sacar usted las verdades divinas del Verbo etemo, que es su fuente, para repartirlas después entre el pueblo. Es de desear que todos los misioneros aprecien mucho esta virtud, ya que sin su ayuda conseguirán poca o ninguna ventaja, mientras que con ella pueden estar seguros de que tocarán los corazones. Pido a Dios que nos dé a todos ese espíritu de oración» (VII, 140-141).

Exigencia de conversión para el misionero, la predicación debe ser, ante todo, una llamada a la conversión.

1.4.- “¿Por qué predica usted?…Ante todo para convertir”

«Indudablemente, si le preguntáis a uno de ellos: “¿Por qué predica usted? ¿Con qué fin anuncia usted la palabra de Dios?”, os contestará: “Ante todo, para convertir; luego, para apartar a los hombres del vicio y llevarlos a la virtud”. Eso es lo que anhelan, según dicen: convertir al mundo; ésa es su finalidad; eso es lo que deben, no digo ya obtener —puesto que no depende de ellos— pero sí buscar en todos sus discursos: decir y proponer por su parte lo que es más educado, a su juicio, para conseguir su finalidad. Y una vez que haya dicho todo lo que es más indicado para convencer, entonces sera un predicador, un buen predicador: ha alcanzado su fin, lo ha hecho debidamente. Pero esto no consiste en rebus­car bien las palabras, en arreglar bien los períodos, en expresar de una forma poco común la facilidad de sus conceptos y pronunciar su discurso en un tono elevado, como un decla­mador que pasa por encima de todo lo que dice. ¿Esta gente logra su fin? ¿Convencen de veras del amor a la virtud? ¿Se sentirá el pueblo conmovido y correrá luego a hacer peni­tencia? ¿Se logran grandes conversiones? ¡Ni mucho menos! Sin embargo, ésas son las pretensiones de esos grandes oradores. ¿No querrán quizá solamente adquirir fama y que todo el mundo diga: “Realmente, este hombre habla bien; es elocuente; tiene hermosas ideas; se expresa de una forma agradable”? A eso se reduce todo el fruto de sus sermones. ¡Oh Salvador! ¿Es eso lo que vosotros pretendéis? ¿Subid al púlpito, no ya para predicar a Dios, sino a vosotros mismos, y para serviros (¡qué crimen!) de una cosa tan santa como la palabra de Dios para alimentar y fomentar vuestra vanidad? ¡Oh Divino Salvador! Padres, lo primero que se necesita es tener rectitud de intención, no querer ni pretender nada en esta tarea más que lo que Dios pide de nosotros, buscar sólo la conversión de los oyentes y el áumento de la gloria de Dios» (XI, 178-179).

2. “Una predicación “al estilo misionero”

Experiencia de fe y de conversión, la predicación según san Vicente se centra natural­mente en el Evangelio y la vida concreta de la gente. Y para asegurar el lazo entre el Evan­gelio y la vida, la cualidad principal del predicador resulta ser, lógicamente, la sencillez.

2.1.- “Las verdades del Evangelio”

«Es preciso que la Compañía se dé a Dios para explicar, mediante comparaciones familia­res, las verdades del Evangelio, cuando trabaje en las misiones. Esforcémonos, pues, en modelar nuestro espíritu según este método, imitando en esto a nuestro Señor, el cual, como dice el santo evangelista, “sine parabolis non loquebatur eis” (Mt 13, 34). No utili­cemos, a no ser con mucha sobriedad, los textos de los autores profanos, aunque sólo sea para servir de confirmación a la Escritura» (XI, 741).

2.2.- “No teman…anunciar las verdades eternas”

«Espero que pronto estarán ustedes preparados para hacer alguna misión. No tengan miedo de anunciar a los pueblos las verdades cristianas con la sencillez del Evangelio y de los primeros obreros de la Iglesia. Lo hemos oído predicar y sabemos que tiene buenas dotes para tocar los corazones. La reputación de la Compañía tiene que estar en Jesucristo, y el medio para mantenerla consiste en conformarse a Él y no a los grandes predicadores» (VIII, 138).

2.3.- Seguir a las luces de la fe”

«La experiencia nos enseña que los predicadores que predican conforme a las luces de la fe, impresionan más a las ahnas, que los que llenan sus discursos de razonamientos humanos y de motivos filosóficos, porque las luces de la fe van siempre acompañadas de una cierta unción celestial, que se derrama secretamente en el corazón de los oyentes; por ahí se puede deducir, que será necesario tanto para nuestra perfección como para procurar la salvación de las almas, acostumbrarnos a seguir siempre y en todas las cosas las luces de la fe» (XI, 724).

La predicación sólo debe anunciar el Evangelio. Pero corresponde al predicador asegurar la relación entre la palabra de Dios y la vida de la gente. En expresión de san Vicente, hay que bajar a lo particular.

2.4.- “Señalando las circunstancias, el lugar, el tiempo”

«Hay que bajar siempre a lo concreto; ya lo habéis visto; es allí donde está el fruto; bajar a los detalles, señalando las circunstancias, el lugar, el tiempo en que hay que practicar este acto o aquél… y en eso es en lo que faltamos en la mayor parte de nuestras conferencias, en que decimos bien las cosas generales, pero ahí queda todo; no es bastante; es preciso, en cuanto es posible, especificar y señalar los actos particulares. En esas conferencias, en que se logran maravillas hay algunos que tienen ese don de Dios de bajar a los detalles, cuando hablan; todos se fijan muy bien entonces; y esto, concretado especialmente en tal y tal ocasión, es lo que más aprovecha; ahí está el fruto principal. Si alguno, después de ellos, manifiesta hermosos pensamientos, alega razones poderosas y un montón de textos de los Padres y de los Concilios, muy bien, pero corre el peligro de borrar todo lo que el otro, al concretar, dejó de bueno en las almas. Y de la misma forma que, cuando uno deja algo impreso sobre una cosa, pero viene otro con una esponja a borrarlo, todo desaparece y ya no puede leerse nada, también el espíritu pierde los buenos sentimientos que tenía y se marchan sus santos pensamien-tos. El discurso elevado pone otras ideas, que echan fuera a las primeras. Es menester, bajar siempre a lo concreto, demostrar detalladamente los actos, y entonces es, cuando de ordinario se saca mucho fruto. Entonces el espíritu se propone tal acto para tal ocasión, y esta acción para esta otra; concretando siempre, todo lo que sea posible» (XI, 194-195).

2.5.- “Hay que buscar siempre eso”

Conferencia a los ordenandos:

«Hay que conseguir que la moral les resulte familiar, y bajar siempre a los detalles, para que la entiendan y comprendan bien; hay que buscar siempre eso, que los oyentes puedan referir todo lo que han oído en la charla. Pongamos mucho cuidado, para que el maldito espíritu de la vanidad no se apodere de nosotros, empeñándonos en hablarles de cosas altas y elevadas; esto no haría más que destruir, en vez de edificar» (XI, 707).

Para transmitir fielmente el Evangelio y encontrar con más seguridad la vida, san Vicente no ve otro medio mejor que la sencillez.

2.6.- “Y cuanta más sencillez pongamos”

«Me dice usted que necesita un buen predicador, o que no deberíamos ponernos a predicar después de tantos obreros que hacen misiones y que predican excelentemente. No tenemos gente así. No obstante, el P. Boussordec habla con mucho fruto. Y si lo que queremos es instruir al pobre pueblo para salvarlo y no para darnos a conocer y quedar airosos, para eso ya tenemos talento suficiente. Y cuanta más sencillez y caridad pongamos, más gracia de Dios recibiremos para obtener éxito. Hay que predicar a Jesucristo y las virtudes como lo hicieron los Apóstoles» (VIII, 190).

2.7.- “Buena y sencillamente”

«Obrar buena y sencillamente. Si así lo hacéis, Dios se ve obligado, en cierto modo, a bendecir lo que digáis, a bendecir vuestras palabras; Dios estará con vosotros, obrará con vosotros: “Cum simplicibus sermocinatio eius”. Dios está con los sencillos y humildes. Les ayuda, bendice sus trabajos, bendice sus empresas. ¡Pues qué! ¡Creer que Dios ayudará a una persona que intenta perderse! ¡Que ayuda a un hombre a perderse, como hacen los que no predican con sencillez y humildad, sino que se predican a sí mismos, etc, es algo que ni siquiera puede uno imaginarse! Queridos hermanos míos, si supieseis qué mal está predi­car de una forma distinta de como lo hizo nuestro Señor Jesucristo aquí en la tierra, como lo hicieron los Apóstoles y como lo hacen hoy todavía muchos siervos de Dios, tendríais horror de ello. Dios sabe cómo en tres ocasiones me he puesto de rodillas a los pies de uno de la Compa­ñía, que ya ha salido, durante tres días consecutivos, para rogarle con las manos juntas que predicase con sencillez y llaneza y que no dijese más que lo que estaba en los apuntes que se le habían dado; pero no pude conseguir nada de él. Dirigía entonces una plática a los ordenandos. ¡Pero fijaos hasta dónde había llegado en el maldito afecto a sí mismo! Dios no le bendijo; no sacó ningún fruto de sus predicaciones ni de sus pláticas; todo aquel mon­tón de palabras y de períodos se disipó como el humo.

Así pues, sencillez, hermanos Prediquemos a Jesucristo y a las almas; digamos lo que tenemos que decir con sencillez, con llaneza, con humildad, pero también con valen­tía y con caridad; no busquemos nuestra propia satisfacción, sino el convencimiento de las almas y su propósito de hacer penitencia, ya que todo lo demás no es más que vanidad y orgullo; sí, actuar de otro modo no es más que soberbia, pura soberbia; ya veréis cómo Dios castigará algún día a los que se hayan dejado llevar por ella» (XI, 339-340).

2.8.- “Familiarmente”

«Y ¿cómo predicaban los Apóstoles? Con toda llaneza, familiaridad y sencillez. Ésa es también nuestra forma de predicar: con un discurso común, llanamente, con toda sencillez y familiaridad. Padres, para predicar como apóstol, esto es, para predicar bien y con utili­dad, hay que hacerlo con sencillez, con un discurso familiar, de manera que todos puedan entender y sacar provecho. Así es cómo predicaban los discípulos y los apóstoles, así es cómo predicaba Jesucristo; es un gran favor el que Dios ha hecho a esta pobre y miserable Compañía, al concedernos la dicha de imitarle en esto» (XI, 165).

2.9.- “Por tanto, ¡viva la sencillez!”

«¡Oh Salvador! ¡Oh sencillez! ¡Qué persuasiva eres! La sencillez convierte a todo el mundo. La verdad es que, para convencer y conquistar el espíritu del hombre, hay que obrar con sencillez; ordinariamente no se consigue esto con hermosos discursos de artificio, que gritan fuerte, hacen mucho ruido, y todo queda en eso. Todos esos hermosos discursos, tan estudiados, de ordinario no hacen más que conmover la parte inferior. Quizás logren asustar a fuerza de gritar en no sé qué tono; calentarán la sangre, excitarán el deseo, pero todo esto en la parte inferior, no en la parte superior; ni la razón ni el espíritu quedarán convencidos. Y todos esos movimientos de la parte inferior no sirven para nada, si no queda convencido el entendimiento; si la razón no lo palpa, todo lo demás pasará pronto, demasiado pronto, y aquel discurso será inútil. Por tanto, ¡viva la sencillez!…»(XI, 186).

3.- El pequeño método

Ante la ignorancia de la gente pobre y las aberraciones demasiado frecuentes de la “elocuencia sagrada” de su tiempo, san Vicente quiso condensar su experiencia misionera en un método. “Pequeño método” lo llama él, pero que por las “Conferencias de los Martes”, las reuniones de los Eclesiásticos y los ejercicios de los Ordenandos se convirtió rápidamente en el método que “todo el mundo desea seguir”(X1,186).

3.1.- “¿En qué consiste el método?”

«¿En qué consiste el método de que hablamos? Se trata de una virtud que en nuestras predicaciones, nos hace guardar cierta disposición y un estilo adecuado al alcance y al mayor provecho de los oyentes. Esto es, ésa es su esencia y su naturaleza» (XI, 177).

«Según este método, en primer lugar, se hacen ver las razones y motivos que pueden mover y llevar al espíritu a detestar los pecados y los vicios, y a buscar las virtudes. Pero no es suficiente reconocer las grandes obligaciones que tengo de adquirir una virtud, si no sé lo que es esa virtud, ni en qué consiste. Veo bien que tengo mucha necesidad de ella y que esa virtud me es muy necesaria; pero, Padre, no sé lo que es, ni dónde la puedo encon/ar. ¡Ay, yo no la conozco, pobre de mí! ¿Cómo podré ponerla en práctica, si no me hace usted el favor de mostrármela, enseñándome en qué consiste principalmente, cuáles son sus obras y sus funciones?

Y he ahí el segundo punto, que realiza todo esto; porque, según nuestro método, tras los motivos que deben inducir nuestros corazones a la virtud, hay que ver en segundo lugar en qué consiste esa virtud, cuál es su esencia y su naturaleza, cuáles sus propiedades, cuáles sus funciones, sus actos y los actos contrarios a ella, las señales y la práctica de esa virtud. Levantáis el velo y descubrís plenamente el esplendor y la belleza de esa virtud, haciendo ver con familiaridad y sencillez lo que es, qué actos hay que practicar sobre todo, bajando siempre a los detalles.

Bien, ya veo lo que es y en qué consiste esa virtud, las acciones en que se realiza, cuáles son sus actos; me parece que ya lo tengo bien comprendido; sé que es una cosa buena y necesaria; pero, Padre, ¡qué difícil resulta! ¿Cuáles son los medios para llegar a ella, los medios de practicar esa virtud tan hermosa y deseable? No sé lo que estoy obligado a hacer para ello, ni qué camino seguir. ¿Qué voy a hacer? De verdad, Padres, sincera­mente, ¿creéis que basta con decirle a esa persona los motivos, señalarle en qué consiste la virtud, si no pasáis de ahí y la dejáis ir sin más? No sé, pero a mí me parece que no es bastante; más aún, si la dejáis ahí sin indicarle ningún medio de practicar lo que le habéis enseñado, creo que no habréis conseguido mucho; eso es burlarse de ella; nada se ha hecho, quedándose allí; es burlarse de ella. Y podéis verlo mejor que yo: ¿cómo queréis que yo haga una cosa, aún cuando sepa que me es muy necesaria y aunque tenga muchas ganas de hacerla, si no tengo medios para ello? Pero indicad a ese hombre los medios, que es el tercer punto del método; dadle los medios para poner en obra esa virtud, y enton­ces se quedará contento» (XI, 167-168).

3.2.- “Derrama sobre nosotros el espíritu del método”

«¡Divino Salvador, que viniste a la tierra para predicarnos con toda sencillez y enseñarnos con tu ejemplo este santo método, te suplicamos humildemente que nos hagas a todos entrar en tu espíritu de sencillez, y que nos des, por tu gracia, este santo método, para que por este medio podamos anunciar con provecho tu santa palabra y llevarla por todo el mundo, lo mismo que tus discípulos a quienes se lo diste Tú! ¡Oh, dulce Salvador, derra­ma sobre nosotros este espíritu de método! Esperamos que, cooperando por nuestra parte, Dios nos dará esta gracia» (XI, 183-184).

3.3.- “¡A lo misionero!”

«Por tanto, ¡viva la sencillez, el pequeño método, que es el más excelente y el que puede producir más honor, convenciendo al espíritu sin todos esos gritos que no hacen más que molestar a los oyentes! ¡Oh Padres! Esto es tan cierto que, si un hombre quie­re ahora pasar por buen predicador en todas las iglesias de París y en la corte, tiene que predicar de este modo, sin afectación alguna. Y del que predica así, dice la gente: «Este hombre hace maravillas, predica como un misionero, predica a «lo misionero, como un apóstol». ¡Oh Salvador! Y el señor… me decía que al final todos acabarían predicando así. Lo cierto es que predicar de otra manera es hacer comedia, es querer predicar a sí mismo, no a Jesucristo.

¡Predicar como misionero! ¡Oh Salvador! Tú has sido el que has hecho a esta peque­ña y humilde Compañía la gracia de inspirarle un método que todo el mundo desea seguir; te lo agradecemos con todas nuestras fuerzas. ¡Ay, Padres! ¡No nos hagamos indignos de esta gracia, que todo el mundo aprecia tanto, que se dice de un excelente predicador: “Predica a lo misionero”. ¿Qué sería si fuéramos los únicos en despre­ciarlo? ¿No tendría Dios motivos para quejarse de que hagamos tan poco caso de ese gran don que nos ha hecho, para comunicarnos sus luces, y por medio de nosotros a todo el mundo?

Bien, ¡bendito sea Dios! Les ruego que mañana los sacerdotes ofrezcan por ello la misa, y a los hermanos que comulguen por esta intención la próxima vez” (XI, 186-187).

III.- Cuestiones para la reflexión y el diálogo

1. Nos parece bien que con ocasión del sermón de Folleville, san Vicente se haya sentido tan interpelado, como sus oyentes. Tomamos la palabra (predicación, homilías, intercambios sobre el Evangelio):

  • ¿Nos compenetramos con lo que decimos hasta el punto de ser los primeros interpelados?
  • ¿Expresamos una verdadera meditación de la Palabra, un reencuentro con Jesucristo ?

2. San Vicente invita a una predicación que “desciende a lo particular”.

  • ¿Qué quiere decir para nosotros actualizar la Palabra de Dios en el contexto cultual, social, religioso de hoy?

3. Examinemos una homilía que hemos predicado:

  • ¿En qué textos, de los propuestos por la liturgia, nos hemos detenido, y por qué?
  • ¿Qué hemos dicho? ¿Cómo y en función de qué los hemos traducido (oyen-tes, sucesos personales, sociales?

4. Examinemos una homilía oída:

  • ¿Qué esperábamos? (que se nos hablara de Dios, un alimento para nuestro compromiso cristiano) ¿Hemos sido capaces de oír una palabra diferente de la que esperábamos?
  • ¿Con qué nos hemos quedado? ¿Por qué?
  • ¿Cómo lo hemos traducido a nuestra vida?

Tomado de “En tiempos de Vicente de Paúl y Hoy”

David Carmona, C.M.

David Carmona, Sacerdote Paúl, es canario y actualmente reside en la comunidad vicenciana de Casablanca (Zaragoza).

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