San Vicente de Paúl y las Virtudes: la mortificación
I. Introducción
Si en una conversación fuera del medio eclesial, introduces la palabra «mortificación», tienes el peligro de que te pregunten: «¡Perdón! ¿Qué quieres decir?», como si hubieras enunciado una incongruencia, o exhumado de tu subsuelo una momia egipcia. La mortificación pasa, ante los ojos de nuestros contemporáneos, como un concepto de tiempos trasnochados.
Vete a hablar de mortificación a quienes una publicidad desembridada invita a un consumo a ultranza y confina en el absurdo. Por otra parte, en un tiempo en que se opone contra todo lo que podría parecer como una traba al desarrollo del yo, se quiere tener, en el plano moral, todas las barreras abiertas, para hacer cada cual su vida. Las ciencias humanas han contribuido a desalojar la noción de la culpabilidad. Uno de los efectos ha sido devolver a una irresponsabilidad infantil la dignidad del pecador. ¿Cómo, en esta atmósfera, hablar de mortificación?
También la Iglesia, cuando ha promulgado hace unos arios las nuevas normas relativas a los viernes y a la cuaresma, ¡parece que ha tenido miedo en oponerse, por demasiadas exigencias, a los hombres actuales!
Sin embargo, si la palabra está ausente, la cosa aparece más que nunca en el plano del desarrollo físico y de la salud.
Los ídolos de la publicidad se presentan con un perfil delgado y deportivo, con aire joven y bello; ¿qué no se hará entonces para parecerse a ellos? Así, hay quienes se imponen, por per-der algunos kilos, un régimen estricto, una austeridad a menudo draconiana.
Igualmente, la pasión por el deporte impone, a los que quieren practicarlo, un entrenamiento severo: sin llegar hasta privarse de todo, según la expresión de san Pablo, controlan su régimen, practican horas y más horas de ejercicio, no dejan su «jogging» diario.
Una sana reacción, finalmente, ha iniciado una campaña contra los abusos del alcohol y del tabaco.
Todo lo que se llama ascesis, disciplina de vida, régimen, entrenamiento se parece, ¡hasta el punto de confundirse con la mortificación!
En otros tiempos se había concedido a la mortificación una importancia excesiva y, por ello, presentado al cristianismo y a la Iglesia con una imagen negativa de aguafiestas y de mística dolorista. Esta tendencia tenía unas raíces profundas.
Las desgracias de fines de la Edad Media: la «Peste negra» que asoló a Europa por primera vez entre 1348 y 1352 y, en otras acometidas, durante la segunda mitad del siglo; las destrucciones operadas durante este medio siglo por las Grandes Compañías de mercenarios, cuyo rastro se podía seguir siguiendo sus huellas a: la luz de los incendios a través de regiones enteras de Francia y de España; los destrozos de la guerra de los Cien Años, y, finalmente, los desastres espirituales del Gran Cisma de Occidente.
Toda esta atmósfera de catástrofe provocó a los místicos, a los teólogos y a los predicadores a poner el acento, en medio de los sufrimientos de los hombres, sobre los sufrimientos y la muerte de Cristo. Esto se traducirá, durante el siglo siguiente, en prácticas de mortificaciones externas a veces ostentosas, como las procesiones de los flagelantes, la creación y las demostraciones de los cofrades de penitentes.
La misma iconografía, con cierto retraso, traducirá esta espiritualidad en obras de arte extraordinarias: danzas macabras, cristos del escarnio, prensas místicas, sepulcros, crucifixiones, vírgenes dolorosas.
Esa corriente espiritual nos conduce al siglo del Sr. Vicente, en él que perduran estos caracteres excesivos.
El agustinismo jansenista exagera el dualismo cuerpo y alma y hace ostentación de un desprecio del cuerpo, al cual hay que sujetar la brida, y como tiende a revelarse, se le castiga con mortificaciones corporales: cilicio, disciplina. Esta tendencia, al proclamar el carácter corrompido de la naturaleza humana, consecuencia del pecado, caracterizará a la Iglesia, durante tres siglos, con un carácter de hostilidad al mundo y a todo desarrollo humano.
Al lado de los excesos de los medios libertinos, la gente de bien, sin ser jansenistas, se atienen a una disciplina externa de vida y someten a ella a su casa. Los devotos de la Compañía del Santísimo Sacramento serán mofados por Moliére en el «Tartufo». Al final del siglo, la Sra. de Maintenon convertirá al mismo rey y a la Corte a una austeridad enojosa.
San Vicente, en ese siglo, fue un hombre ponderado. No hace de la mortificación un valor en sí misma; para él sólo es un medio y no un fin en la jerarquía espiritual de los valores. Realista, sabe por experiencia, que es condición de vida habitual de los pobres, que viven en la miseria y en la incertidumbre del día de mañana. Son las personas con el mañana asegurado quienes buscan las mortificaciones; los pobres no necesitan buscarlas: ¡son su pan de cada día!
En el plano personal, la mortificación es para cada uno una condición de la libertad espiritual, si no quiere ser esclavo de sus pasiones, la condición de una vida desarrollada como un árbol que, podado con regularidad, se expande armoniosamente y da fruto.
En la comunidad, no es necesario ir en busca de mortificaciones extraordinarias: las impuestas por la vida comunitaria son suficientes. El hecho de tener que soportase fraternalmente constituye una mortificación de todos los días. Hay que aceptarla, si se quiere que la vida comunitaria sea posible.
La mortificación, finalmente, forma parte de nuestra vocación. Estamos llamados a participar, a comulgar con las privaciones, con las angustias de los pobres, si que-remos ser comprendidos y ser amados por ellos.
Si queremos comunicarles el amor de Dios: ella (mortificación) será entonces compasión.
En otros casos, ella será paciencia, porque «ellos (los aldeanos) son a veces toscos y rudos». Habrá que aguantarlos como son y también sufrir a causa de ellos y por ellos.
Finalmente, algunas veces la mortificación nos llevará a exponer nuestra salud y nuestra vida por su servicio, como aquel misionero que san Vicente se imagina moribundo por agotamiento al pie de un seto, a lo largo del camino que lo trae de la misión; o también como el ejemplo heroico dado por Margarita Naseau, muerta víctima de su abnegación, como harán en adelante, a lo largo del camino de todas las miserias, tantas y tantas Hijas de la Caridad.
II. San Vicente y la mortificación
«Se trata de un consejo que les da nuestro Señor a quienes desean seguirle, a quienes se presentan a Él para eso. «¿Queréis venir en pos de mí? Muy bien. ¿Queréis conformar vuestra vida a la mía? Perfectamente. Pero, ¿sabéis que hay que comenzar por renunciar a vosotros mismos y seguir llevando vuestra cruz?»» (XI, 512).
Es así cómo empieza san Vicente la única conferencia sobre la mortificación dirigida a los misioneros, que ha llegado hasta nosotros. Y solamente disponemos de dos conferencias sobre este tema pronunciadas para las Hijas de la Caridad. (cf. IX, 692; IX, 965).
Ciertamente, alude a ella en otras ocasiones y frecuentemente hace mención de la mortificación, pero a propósito de otros valores, porque, para él, es sólo un medio: medio indispensable indudablemente, pero sólo un medio: para un equilibrio «evangélico», para la vida fraterna, y, sobre todo, para la evangelización y el servicio de los pobres.
2.1.- La mortificación, virtud de equilibrio
Para san Vicente, ya lo sabemos, Jesucristo es «el modelo verdadero y el gran cuadro invisible con el que hemos de conformar todas nuestras acciones»(XI, 129). Y es sobre su imagen y en su seguimiento, como hemos de comprender la mortificación.
Pero como hombre realista, con los pies sobre el suelo, cree que esta virtud está ya inscrita en la naturaleza, y en el mundo tal cual es.
«Quiera Dios concedernos la gracia de hacernos semejantes a un buen viñador que lleva una hoz en su mochila, para cortar todo lo que encuentra de nocivo en su viña. Y como está siempre llena de maleza, más de lo que él quisiera, lleva siempre preparada la hoz en la mano para cortar todo lo superfluo apenas lo vea, para que la fuerza de la savia de la cepa llegue bien a los sarmientos, que han de dar su debido fruto. Con la hoz de la mortificación hemos de cortar continuamente todas las malas hierbas de nuestra naturaleza envenenada, que nunca deja de producir malas hierbas corrompidas, para que no impidan que Jesucristo, esa buena cepa de la que nosotros somos los sarmientos, nos haga fructificar en abundancia, en la práctica de las santas virtudes.
Uno es buen viñador, cuando trabaja continuamente en su viña; también nosotros seremos siempre buenos discípulos de Jesucristo, si mortificamos sin cesar nuestros sentidos, si procuramos reprimir nuestras pasiones, someter nuestro juicio, regular nuestra voluntad, según las formas que hemos dicho. Entonces tendremos el consuelo de decir: «Me estoy despojando del viejo Adán y hago lo posible por revestirme del nuevo» ¡Ánimo, hermanos míos! Dios, que es el dueño de esta viña, tras quitar de nuestras almas todo lo que es inútil y malo, nos hará que permanezcamos en nuestro Señor, como sarmientos que dan fruto, para que den aún más. Al comienzo tendremos alguna dificultad, pero él nos dará la gracia de conseguir primero una cosa y luego otra, superar hoy un movimiento de cólera y mañana una repugnancia a la obediencia. ¡Ánimo! ¡Tras la fatiga viene el contento! Cuanto más dificultad encuentran los fieles en renunciar a sí, mismos, más gozo tendrán luego de haberse mortificado. Y la recompensa será tan grande como ha sido el trabajo» (XI, 522-523).
2.2.- Y ¿quién no sufre en la tierra?
«Después de todo, tenéis que estar resueltas a sufrir. Y ¿quién no sufre en la tierra? Pensad en las mejores almas que hayáis conocido y mirad a ver si no tuvieron todas ellas sufrimientos, unas de una clase y otras de otra. Quizás creáis que sois vosotras las únicas. Pero es una regla general que todas las personas buenas serán perseguidas: esto debe obligaros a no quejaros nunca ni a decir vuestras penas a las Hermanas o a los seglares. Hermanas mías, ¡cuántas han perdido su vocación por no haber tomado de la mano de Dios las mortificaciones que les llegaban y se arrepentían, cuando ya no era tiempo!» (IX, 798).
Para mejor situar y justificar nuestra mortificación, san Vicente no cesa de recordar los sufrimientos que son la carga diaria de los pobres «nuestros amos y señores».
2.3.- En Francia, ¡sufre tanta gente!
«En Francia, hay muchos que sufren. ¡Oh Salvador! ¡Oh Salvador! Si por cuatro meses que hemos tenido la guerra encima, hemos tenido tanta miseria en el corazón de Francia, donde los víveres abundaban por doquier, ¡qué harán esas pobres gentes de la frontera, que llevan sufriendo esas miserias desde hace veinte años! Sí, hace veinte arios que están continuamente en guerra; si siembran, no están seguros de poder cosechar; vienen los ejércitos y lo saquean y lo roban todo; lo que no han robado los soldados, los alguaciles lo cogen y se lo llevan. Después de todo esto, ¿Qué hacer? ¿Qué pasará? No queda más que morir. Si existe una religión verdadera. ¿Qué es lo que digo, miserable? ¡Si existe una religión verdadera. ¡Dios me lo perdone! Hablo materialmente. Es entre ellos, entre esa pobre gente, donde se conserva la verdadera religión, la fe viva; creen sencillamente, sin hurgar; sumisión a las órdenes, paciencia en las miserias que hay que sufrir mientras Dios quiera, unos por las guerras, otros por trabajar todo el día bajo el ardor del sol; pobres viñadores que nos dan su trabajo, que esperan que recemos por ellos, mientras que ellos se fatigan para alimentarnos» (XI, 120).
2.4.- Si queremos vivir en libertad
«Mirad, hijas mías, si queremos vivir en libertad, mortifiquemos nuestras pasiones, pues es propio de la mortificación dar descanso al alma, de forma que siempre está contenta con lo que le pasa y no pide ni rehúsa nada» (IX, 877).
III. La mortificación en comunidad
San Vicente trata este aspecto de la mortificación con mucho realismo, y bajo el ángulo del aguante mutuo. «De todas las personas que han existido en el mundo, dice, solamente Jesucristo y la santísima Virgen han estado libres de imperfecciones, y por eso sólo ellos no han tenido necesidad de que los tolerasen» (IX, 1031).
3.1.- A veces me cuesta soportarme a mí mismo
«Si tenemos necesidad de tolerarnos a nosotros mismos, ¿cómo no necesitaremos la tolerancia de los demás? Porque a veces nos encontramos en ocasiones en que nos cuesta tolerarnos a nosotros mismos; no somos capaces de ponernos a escuchar y a recibir alguna satisfacción de nadie, ni de acoger a nadie. Yo mismo me encuentro a veces en tal estado de cuerpo y de espíritu que me cuesta soportarme a mí mismo. Sin embargo, es menester que nos soportemos y que le pidamos a Dios la gracia de soportarnos. Pues bien, si me cuesta soportarme en esta dejadez y en tantas otras imperfecciones de las que estamos llenos, ¿cómo no vais a querer soportar a las demás, cuando se encuentren en ese mismo estado? Dios quiere que nos soportemos a nosotros mismos; ¡y resulta que dos Hermanas juntas creen que no tienen necesidad de soportarse entre sí! No es posible, hijas mías Una será la Hermana sirviente y la otra su compañera. La sirviente desea que su pobre Hermana se acomode a su manera de ser, y otras veces la compañera estará de tan mal humor que la sirviente no sabrá qué hacer con ella. ¿Qué hacer entonces? Hay que tener tolerancia y decirse a sí mismo: «Bien, mi Hermana me molesta, tengo que soportarla, porque Dios así me lo ordena; puede ser que yo también la fastidie a ella y le resulte más insoportable que ella a mí». Si decimos que no tenemos ningún pecado ni imperfección, nos engañamos, como dice san Juan. Así pues, mis queridas Hermanas, la consecuencia de todo esto es que os entreguéis a Dios para toleraros mutuamente. Es justo que así sea. Vosotras, y yo con vosotras, hemos de creer que los demás tienen que soportarnos muchas veces; por eso hemos de soportar a los otros. Si la compañera hace algo que molesta a su Hermana, hay que pensar: «¡Ay! Quizás yo misma cometo más faltas que las que advierto en ella y que la molestan más que ella a mí».
¿No veis cómo es menester tener paciencia en todas las cosas, para que puedan seguir adelante? Un edificio necesita algo que lo sostenga; si no, no podría construirse. Veis cómo las piedras más gruesas sostienen a las más pequeñas; lo mismo la madera: las vigas sostienen a los listones; veis entonces cómo en la tierra todo se hace por medio de sostenerse mutuamente. El cuerpo humano no podría ejercer sus funciones, si los miembros no se sostuvieran entre sí. Y si mis pies y mis piernas no me sostienen, ¿qué pasaría con el cuerpo?» (IX, 1031-1032).
3.2.- Merecería que me colgasen en Montfaucon
«Esta paciencia es en una congregación algo así como los nervios en el cuerpo del hombre. En efecto, donde no se soportan los individuos de una casa o de una comunidad, ¿verdad que sólo se aprecia un gran desorden? Nuestro Señor supo soportar a san Pedro, a pesar de haber cometido aquel pecado tan infame de renegar de su Maestro. Y a san Pablo, ¿no lo soportó también nuestro Señor? ¿Se encontrará en alguna parte a un hombre que sea perfecto y sin defecto alguno, al que no tengan que soportar los demás? ¿Se encontrará en alguna parte algún superior que carezca de defectos, y al que nunca tengan necesidad de soportar sus súbditos? ¡Ojalá hubiera alguno! Pero me atreveré a decir más: el hombre está hecho de tal manera que muchas veces no tiene más remedio que soportarse a sí mismo, ya que es cierto que esta virtud de saber soportar es necesaria a todos los hombres, incluso para ejercerla con uno mismo, a quien a veces cuesta tanto soportar. ¡Ay, miserable de mí, que hablo de los demás! ¡No hay nadie en la tierra que tenga más necesidad de ser soportado que yo! ¡Oh Salvador, cuánta necesidad siento de que me siga soportando la Compañía!
¿En qué hemos de soportar a nuestros hermanos? En todas las cosas, en todas las cosas, hermanos míos: soportar su mal humor, su manera de obrar, de actuar, etc., que no nos gusta, que nos desagrada. Hay personas de tan mal carácter que todo le disgusta, y que no pueden soportar la más mínima cosa que vaya en contra de su humor o de su capricho.
¿Hay acaso dos personas que sean iguales en los rasgos de su cara, o que obren de la misma manera? A ver si sois capaces de encontrarme solamente a dos; no las encontrarán, porque Dios ha querido que los hombres fueran así para mayor gloria de su divina Majestad; por consiguiente, todos necesitan tener esta virtud de saber soportarse, tanto a sí mismos como a los demás.
Algunas veces, por la noche, al pensar en qué ha transcurrido mi espíritu la jornada, encuentro que la he pasado en mil cosas inútiles y en no sé en cuántas tonterías, de forma que apenas puedo soportarme a mí mismo; me parece que merecería que me colgasen en Montfaucon» (XI, 348-349).
3.3.- Somos tan frágiles
«Tened paciencia una con otra. Al hacerlo así cumplís con la ley de Cristo: «Alter alterius onera portate, et sic adimplebitis legem Christi». Por consiguiente, tenéis que hacer el propósito de soportaros mutuamente. Cada una tiene sus propios defectos y es menester que la otra los tolere. ¿Y qué es eso de tolerar? Es, mis queridas hermanas, hacerse todo para todos, compartir las preocupaciones de nuestro prójimo. Mi Hermana cae enferma; yo me pongo enferma con ella. Mi Hermana está triste; yo también lo estoy. Es lo que decía san Pablo: «Gaudere cum gaudentibus, flere cum flentibus». Mirad, somos tan frágiles que, aunque de momento no necesitemos que nos toleren los demás, pronto estaremos en otra disposición y tendremos necesidad, no sólo de que los demás nos toleren, sino de que nos toleremos nosotros mismos, ya que una rueda que gira no da tantas vueltas como cambios se producen en nuestro espíritu. Si ahora estamos alegres, pronto estaremos tristes, y raramente nos conservaremos en el mismo genio. Ya lo veréis Hermanas. Por eso es necesario que nos demos a Dios para practicar la paciencia mutua» (IX, 1098).
IV. Mortificación, para el servicio y la evangelización de los pobres
Indudablemente ése es el motivo más importante y más frecuentemente recordado por san Vicente. Incluso antes de ser búsqueda de la perfección, la mortificación es exigencia de la caridad. Es compartir, es comunión con el sufrimiento de los pobres. Y, antes de ser acumulación de «sacrificios» gratuitos, debe ser aceptación, ofrenda de todos los sufrimientos y dificultades, inherentes a la vida del misionero y de la sirvienta de los pobres.
4.1.- Bastante tienen con sufrir su mal
«Hijas mías, sabed que cuando dejéis la oración y la santa misa por el servicio a los pobres, no perderéis nada, ya que servir a los pobres es ir a Dios, y tenéis que ver a Dios en sus personas. Tened, pues, mucho cuidado de todo lo que necesitan, y vigilad particularmente en ayudarles en todo lo que podáis hacer por su salvación: que no se mueran sin los sacramentos. No está.is solamente para su cuerpo, sino para ayudarles a salvarse. Sobre todo, exhortadles a hacer confesión general y soportad sus malos humores; animadles a sufrir por el amor de Dios; no os irritéis jamás contra ellos y no les digáis palabras duras; bastante tienen con sufrir su mal. Pensad que sois vosotras su ángel de la guarda visible, su padre y su madre, y no les contradigáis más que en lo que les es perjudicial, porque entonces sería una crueldad concederles lo que piden. Llorad por ellos; Dios os ha constituido, para que seáis su consuelo» (IX, 25).
4.2.- ¡Qué cariñoso era el Hijo de Dios!
«Consiste en no ver sufrir a nadie sin sufrir con él, no ver llorar a nadie sin llorar con él. Se trata de un acto de amor que hace entrar a los corazones unos en otros, para que sientan lo mismo, lejos de aquéllos que no sienten ninguna pena por el dolor de los afligidos ni por el sufrimiento de los pobres. ¡Qué cariñoso era el Hijo de Dios! Le llaman para que vaya a ver a Lázaro, va; la Magdalena se levanta y acude a su encuentro llorando; la siguen los judíos llorando también; todos se ponen a llorar. ¿Qué es lo que hace nuestro Señor? Se pone a llorar con ellos, lleno de ternura y compasión. Ese cariño es lo que lo hizo venir del cielo; veía a los hombres privados de su gloria y se sintió afectado por su desgracia. También nosotros hemos de sentir este cariño por el prójimo afligido y tomar parte en su pena. ¡Oh, san Pablo, qué sensible eras tú en este punto! ¡Oh, Salvador, que llenaste a este apóstol de tu espíritu y de tu cariño, haznos decir como él: «¿Quis infirmatur, et ego non infirmor?»: ¿hay algún enfermo, con el que yo no me sienta enfermo?
¿Y cómo puedo yo sentir su enfermedad sino a través de la participación que los dos tenemos en nuestro Señor, que es nuestra cabeza? Todos los hombres componen un cuerpo místico; todos somos miembros unos de otros. Nunca se ha oído que un miembro, ni siquiera en los animales, haya sido insensible al dolor de los demás miembros; que una parte del hombre haya quedado magullada, herida o violentada, y que las demás no lo hayan sentido. Es imposible. Todos nuestros miembros están tan unidos y trabados que el mal de uno es mal de los otros. Con mucha más razón, los cristianos, que son miembros de un mismo cuerpo y miembros entre sí, tienen que padecer juntos. ¡Cómo! ¡Ser cristiano y ver afligido a un hermano, sin llorar con él ni sentirse enfermo con él! Eso es no tener caridad; es ser cristiano en pintura; es carecer de humanidad; es ser peor que las bestias» (XI, 560-561).
La verdadera mortificación, según san Vicente, es pues comunión en el sufrimiento de los pobres; es también aceptación, ofrenda de las exigencias de la misión y del servicio de los pobres. Las condiciones de vida misionera eran, efectivamente, a menudo penosas; les hacían muchas veces, por fidelidad a Jesucristo y a los pobres, comprometer salud y vida. Tal fue el caso del Sr. Le Vacher, de Margarita Naseau y de tantos otros.
4.3.- Es inútil que prediquemos la penitencia
«Seamos firmes en resistir a la naturaleza; pues si le permitimos alguna vez que se cuele en nosotros un pie, se meterá hasta cuatro. Y estemos seguros de que la medida de nuestro progreso en la vida espiritual está en nuestro progreso en la virtud de la mortificación, que es especialmente necesaria para los que han de trabajar en la salvación de las almas; pues es inútil que prediquemos la penitencia a los demás, si nosotros estamos vacíos de ella y si no la demostramos en nuestros actos y modo de comportarnos» (XI, 758-759).
4.4.- La mortificación es necesaria para los misioneros
«No sólo es necesaria entre nosotros, sino también con el pueblo, con el que hay tanto que sufrir. Cuando vamos a una misión, no sabemos donde nos alojaremos, ni qué es lo que haremos; nos encontramos con cosas muy distintas de las que esperábamos y la Providencia muchas veces echa por tierra todos nuestros planes. Por tanto, ¿quién no ve que la mortificación tiene que ser inseparable de un misionero, no sólo para trabajar con el pobre pueblo, sino también con los ejercitantes, los ordenandos, los galeotes y los esclavos? Porque, si no somos mortificados, ¿cómo vamos a sufrir lo que hay que sufrir en todas estas tareas? El pobre Padre Le Vacher, del que no tenemos noticias, que está entre los pobres esclavos con peligro de peste, y probablemente su hermano, ¿pueden esos misioneros ver cómo sufren las personas que les ha encomendado la providencia, sin sentir ellos mismos sus penas? No nos engañemos, hermanos míos, los misioneros deber ser mortificados» (XI, 590).
4.5.- Hay que sufrirlo y aguantar el chaparrón
«Vuestro principal empleo, después del amor de Dios y del deseo de haceros agradables a su divina Majestad, tiene que ser servir a los pobres enfermos con mucha dulzura y cordialidad, compadeciéndoos de su mal y escuchando sus pequeñas quejas, como tiene que hacerlo una buena madre; porque ellos os miran como a sus madres nutricias y como a personas enviadas por Dios para asistirlos» (IX, 915).
«Padre, se trata de un enfermo que no han querido recibir, y cree que soy yo la culpable; se pone a gritarme cada vez que me ve. ¿Qué hay que hacer? Hijas mías, es algo que puede suceder, pero ¡hay que sufrirlo y aguantar el chaparrón! Pero, Padre, si paso diez veces por allá, siempre escucharé los mismos reproches. No importa, lo único que cabe hacer es quejarse delante de Dios, que sabe con qué intención lo hacéis» (IX, 921).
4.6.- Su caridad era tan grande
«Su caridad, de Margarita Naseau, era tan grande que murió por haber hecho dormir en su casa a una pobre muchacha enferma de peste. Contagiada de aquel mal, dijo adiós a la Hermana que estaba con ella, como si hubiera previsto su muerte, y se marchó a San Luis, con el corazón lleno de alegría y de conformidad con la voluntad de Dios» (IX, 90).
V. Cuestiones para la reflexión y el diálogo
1. Actualmente, se reivindica: sentirse bien dentro de uno ser uno mismo llevar una vida equilibrada se redescubre: la importancia del cuerpo, etc.
- ¿Cómo entender hoy la mortificación?
- ¿Es privación, frustración, actitud voluntarista, un fin en sí misma?
- ¿Humildad, verdad para descubrir la realidad, de uno mismo, de otros?
- ¿pobreza que reprime la posesión a toda costa, la voluntad de poder?
- ¿inmersión en el misterio pascual, paso por la muerte…para vivir?
2. Si queremos ser libres, mortifiquemos nuestras pasiones.
- ¿Qué experiencias me parece que se pueden asimilar a la mortificación? ¿Por qué?
- ¿Qué muertes, qué pasos he dado para estar en libertad?
3. «La mortificación debe ser inseparable de un misionero» (Cf. XI, 590). La mortificación es renunciar a todo poder sobre los demás.
- ¿Cómo realizo esto en las relaciones de la comunidad, en el trabajo, en los servicios, en la vida pastoral?
4. La mortificación compromiso con los pobres. ¿Hasta dónde llega mi compromiso? La aceptación de «todo» (dominación abusiva de algunos, condiciones de trabajo deshumanizadoras, injusticias, ataques a la dignidad.) por espíritu de mortificación.
- ¿No será: miedo a un conflicto? ¿Miedo a entrar en lucha por la justicia, la dignidad, la vida?
Tomado de “En tiempos de Vicente de Paúl y Hoy”
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