Tema segundo: Proclamar el Evangelio de Jesucristo

«Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación» (Mc 16, 15)

 1. El encuentro y la comunión con Cristo, finalidad de la transmisión de la fe

El mandato misionero que los discípulos han recibido del Señor (cf. Mc 16, 15) contiene una explícita referencia a la proclamación y a la enseñanza del Evangelio («enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado» Mt 28, 20). El apóstol Pablo se presenta como «apóstol […] escogido para predicar el Evangelio de Dios» (Rm 1, 1). La misión de la Iglesia consiste, por lo tanto, en realizar la traditio Evangelii, el anuncio y la transmisión del Evangelio, que es «fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree» (Rm 1, 16) y que en última instancia, se identifica con Jesucristo (cf. 1 Co 1, 24). Al hablar de Evangelio, no debemos pensar sólo en un libro o en una doctrina; el Evangelio es mucho más: es una Palabra viva y eficaz, que realiza lo que dice. No es un sistema de artículos de fe y de preceptos morales ni, menos aún, un programa político, sino que es una persona: Jesucristo como Palabra definitiva de Dios, hecha hombre. El Evangelio es Evangelio de Jesucristo: no solamente tiene como contenido Jesucristo. Mucho más, éste último es, a través del Espíritu Santo, también el promotor y el sujeto primario de su anuncio, de su transmisión. El objetivo de la transmisión de la fe es la realización de este encuentro con Jesucristo, en el Espíritu, para llegar a vivir la experiencia del Padre suyo y nuestro.

Transmitir la fe significa crear en cada lugar y en cada tiempo las condiciones para que este encuentro entre los hombres y Jesucristo se realice. La fe como encuentro con la persona de Cristo asume la forma de la relación con Él, de la memoria de Él (en la Eucaristía) y de la formación en nosotros de la mentalidad de Cristo, en la gracia del Espíritu. Como ha afirmado el Papa Benedicto XVI: «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva […] Y, puesto que es Dios quien nos ha amado primero (cf. 1 Jn 4, 10), ahora el amor ya no es sólo un “mandamiento”, sino la respuesta al don del amor, con el cual viene a nuestro encuentro». La misma Iglesia se encuentra conformada precisamente a partir de la realización de esa misión del anuncio del Evangelio y de la transmisión de la fe cristiana.

El resultado esperado de este encuentro consiste en inserir a los hombres en la relación del Hijo con su Padre para sentir la fuerza del Espíritu. La finalidad de la transmisión de la fe, el objetivo de la evangelización, es llevar por Cristo «al Padre en un mismo Espíritu» (Ef 2, 18); ésta es la experiencia de la novedad del Dios cristiano. En esta perspectiva, transmitir la fe en Cristo significa crear las condiciones para una fe pensada, celebrada, vivida y rezada: esto implica inserir en la vida de la Iglesia. Ésta es una estructura de transmisión muy radicada en la tradición eclesial. A ella se refiere el Catecismo de la Iglesia Católica, así como también el Compendio del mismo Catecismo, que la asume para sostenerla, explicitarla, promoverla.

2. La Iglesia transmite la fe que ella misma vive

Por lo tanto, la transmisión de la fe es una dinámica muy compleja que implica en modo total la fe de los cristianos y la vida de la Iglesia. No se puede transmitir aquello en lo cual no se cree y no se vive. Un signo de fe consolidada y madura es, precisamente, la naturalidad con la cual comunicamos la fe a los otros. «Llamó a los que él quiso… para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar…» (Mc 3, 13-14). No se puede transmitir el Evangelio sin saber lo que significa “estar” con Jesús, vivir en el Espíritu de Jesús la experiencia del Padre; así también, paralelamente, la experiencia de “estar” con Jesús impulsa al anuncio, a la proclamación, al compartir lo que se ha vivido, habiéndolo experimentado como bueno, positivo y bello.

Dicho mandato del anuncio y de la proclamación no está reservado a algunos en particular, a pocos elegidos. Es un don ofrecido cada hombre que responde confiadamente a la llamada de fe. La transmisión de la fe no es una acción especializada, que pueda ser adjudicada a algún grupo o a algún individuo expresamente designado. Es la experiencia de cada cristiano y de toda la Iglesia, que en esta acción descubre continuamente la propia identidad de pueblo convocado por el Espíritu, que nos reúne impidiendo que caigamos en la dispersión de nuestra cotidianidad, para vivir la presencia de Cristo entre nosotros, y para descubrir así el verdadero rostro de Dios, que es nuestro Padre. «Los fieles laicos – debido a su participación en el oficio profético de Cristo – están plenamente implicados en esta tarea de la Iglesia. En concreto, les corresponde testificar cómo la fe cristiana – más o menos conscientemente percibida e invocada por todos – constituye la única respuesta plenamente válida a los problemas y expectativas que la vida plantea a cada hombre y a cada sociedad. Esto será posible si los fieles laicos saben superar en ellos mismos la fractura entre el Evangelio y la vida, recomponiendo en su vida familiar cotidiana, en el trabajo y en la sociedad, esa unidad de vida que en el Evangelio encuentra inspiración y fuerza para realizarse en plenitud».

La transmisión de la fe, en cuanto es una acción fundamental de la Iglesia, estructura el rostro y las acciones de las comunidades cristianas. Para anunciar y difundir el Evangelio es necesario que la Iglesia promueva imágenes de comunidades cristianas capaces de articular con fuerza las obras fundamentales de la vida de fe: caridad, testimonio, anuncio, celebración, escucha y coparticipación. Es necesario concebir la evangelización como el proceso a través del cual la Iglesia, movida por el Espíritu, anuncia y difunde el Evangelio en todo el mundo, siguiendo la lógica, que la reflexión del Magisterio ha sintetizado así: «impulsada por la caridad, impregna y transforma todo el orden temporal, asumiendo y renovando las culturas; da testimonio entre los pueblos de la nueva manera de ser y de vivir que caracteriza a los cristianos; y proclama explícitamente el Evangelio, mediante el “primer anuncio”, llamando a la conversión; inicia en la fe y vida cristiana, mediante la “catequesis” y los “sacramentos de iniciación” a los que se convierten a Jesucristo, o a los que reemprenden el camino de su seguimiento, incorporando a unos y reconduciendo a otros a la comunidad cristiana; alimenta constantemente el don de la comunión en los fieles mediante la educación permanente de la fe (homilía, otras formas del ministerio de la Palabra), los sacramentos y el ejercicio de la caridad; y suscita continuamente la misión, al enviar a todos los discípulos de Cristo a anunciar el Evangelio, con palabras y obras, por todo el mundo».

3. La Palabra de Dios y la transmisión de la fe

Desde la celebración del Concilio Vaticano II la Iglesia católica ha descubierto nuevamente que esta transmisión de la fe, entendida como encuentro con Cristo, se realiza mediante la Sagrada Escritura y la Tradición viva de la Iglesia, bajo la guía del Espíritu Santo. Así, la Iglesia es continuamente regenerada por el Espíritu. De este modo, las nuevas generaciones son sostenidas en el camino que lleva al encuentro con Cristo en su cuerpo, que encuentra su plena expresión en la celebración de la Eucaristía. La posición central que ocupa esta función de transmisión de la fe ha sido releída y puesta en evidencia en las últimas dos Asambleas sinodales, sobre la Eucaristía y, en particular, en la dedicada a la Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia. En estas dos Asambleas la Iglesia ha sido invitada a reflexionar y a tomar plena consciencia de la dinámica profunda que sostiene su identidad: la Iglesia transmite la fe que ella misma vive, celebra, profesa y testimonia.

Dicha toma de consciencia ha dado a la Iglesia empeños concretos y desafíos con los cuales poder evaluar su misión de trasmisión. Es necesario hacer madurar en el pueblo de Dios un mayor conocimiento del rol de la Palabra de Dios, de su fuerza reveladora y manifestadora de la intención de Dios hacia los hombres, de su designio de salvación. Hay necesidad de una mayor atención en la proclamación de la Palabra de Dios durante las asambleas litúrgicas y de una entrega más convencida a la tarea de la predicación. Es conveniente una atención más consciente y una confianza más firme en el rol que la Palabra de Dios puede tener en la misión de la Iglesia, ya sea en el momento específico del anuncio del mensaje de salvación, ya sea en la posición más reflexiva de la escucha y del diálogo con las culturas.

Los Padres sinodales han reservado una atención particular al anuncio de la Palabra a las nuevas generaciones. «En ellos [los jóvenes] encontramos a menudo una apertura espontánea a la escucha de la Palabra de Dios y un deseo sincero de conocer a Jesús. … Esta atención al mundo juvenil implica la valentía de un anuncio claro; hemos de ayudar a los jóvenes a que adquieran confianza y familiaridad con la Sagrada Escritura, para que sea como una brújula que indica la vía a seguir. Para ello, necesitan testigos y maestros, que caminen con ellos y los lleven a amar y a comunicar a su vez el Evangelio, especialmente a sus coetáneos, convirtiéndose ellos mismos en auténticos y creíbles anunciadores». Asimismo, los Padres sinodales piden a las comunidades cristianas que abran «caminos de iniciación cristiana, los cuales, a través de la escucha de la Palabra, la celebración de la Eucaristía y el amor fraterno vivido en comunidad, puedan desarrollar una fe cada vez más adulta. Es oportuno considerar la nueva exigencia que proviene de los movimientos humanos y del fenómeno migratorio, que abre nuevas perspectivas de evangelización, porque los inmigrantes no sólo tienen necesidad de ser evangelizados sino que ellos mismos pueden ser agentes de evangelización».

Con sus acentos, la reflexión de la Asamblea sinodal ha invitado a las comunidades cristianas a verificar en qué medida el anuncio de la Palabra es el fundamento de la tarea de transmisión de la fe: «Es necesario, pues, redescubrir cada vez más la urgencia y la belleza de anunciar la Palabra para que llegue el Reino de Dios, predicado por Cristo mismo. […] Todos nos damos cuenta de la necesidad de que la luz de Cristo ilumine todos los ámbitos de la humanidad: la familia, la escuela, la cultura, el trabajo, el tiempo libre y los otros sectores de la vida social. No se trata de anunciar una palabra sólo de consuelo, sino que interpela, que llama a la conversión, que hace accesible el encuentro con Él, por el cual florece una humanidad nueva».

4. La pedagogía de la fe

La transmisión de la fe no se realiza sólo con las palabras, sino que exige una relación con Dios a través de la oración, que es la misma fe en acto. En esta educación en la oración es decisiva la liturgia con su propia función pedagógica, en la cual el sujeto educador es el mismo Dios y el verdadero maestro en la oración es el Espíritu Santo.

La Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos dedicada a la catequesis había reconocido como don del Espíritu – además del florecimiento, en número y en dedicación de los catequistas – la madurez registrada en los métodos que la Iglesia ha sabido elaborar para realizar la transmisión de la fe, para permitir que los hombres logren vivir el encuentro con Cristo. Son métodos basados en la experiencia que implican a la persona. Se trata de métodos plurales, que activan en modo diferenciado las facultades del individuo, su integración en un grupo social, sus actitudes, su inquietudes y búsquedas. Estos métodos asumen la inculturación como instrumento propio. Para evitar el riesgo de dispersión y de confusión ínsito en una situación caracterizada por la pluralidad y la continua evolución, el Papa Juan Pablo II asumió en aquel contexto una instancia de los Padres sinodales y la convirtió en regla: la pluralidad de los métodos en la catequesis puede ser signo de vitalidad y de genialidad, si cada uno de estos métodos logra interiorizar y hacer suya una ley fundamental, que es la de la doble fidelidad, a Dios y al hombre, en una única actitud de amor.

Al mismo tiempo, el Sínodo sobre la catequesis se interesó por no desaprovechar los beneficios y los valores recibidos de un pasado signado por la preocupación de garantizar una transmisión de la fe sistemática, integral, orgánica y jerarquizada. Por este motivo el Sínodo ha propuesto dos instrumentos fundamentales para la transmisión de la fe: la catequesis y el catecumenado. Gracias a ellos, la Iglesia transmite la fe en modo activo, la siembra en los corazones de los catecúmenos y de los que son catequizados para fecundar sus experiencias más profundas. La profesión de fe recibida por la Iglesia (traditio), germinando y creciendo durante el proceso catequístico, es restituida (redditio), enriquecida con los valores de las diferentes culturas. El catecumenado se transforma, de este modo, en un centro fundamental de incremento de la catolicidad y fermento de renovación eclesial.

La promoción de estos dos instrumentos – catequesis y catecumenado – debía servir para dar cuerpo a lo que ha sido designado con la expresión «pedagogía de la fe». El uso de este término permite dilatar el concepto de catequesis, extendiéndolo al de transmisión de la fe. Desde el Sínodo sobre la catequesis en adelante la catequesis es considerada como un proceso de transmisión del Evangelio, así como la comunidad cristiana lo ha recibido, lo comprende, lo celebra, lo vive y lo comunica. «La catequesis de iniciación, por ser orgánica y sistemática, no se reduce a lo meramente circunstancial u ocasional; por ser formación para la vida cristiana, desborda – incluyéndola – a la mera enseñanza; por ser esencial, se centra en lo «común» para el cristiano, sin entrar en cuestiones disputadas ni convertirse en investigación teológica. En fin, por ser iniciación, incorpora a la comunidad que vive, celebra y testimonia la fe. Ejerce, por tanto, al mismo tiempo, tareas de iniciación, de educación y de instrucción. Esta riqueza, inherente al catecumenado de adultos no bautizados, ha de inspirar a las demás formas de catequesis».

El catecumenado se nos ha entregado como el modelo que la Iglesia ha recientemente asumido para dar forma a sus procesos de transmisión de la fe. El catecumenado, que ha sido impulsado por el Concilio Vaticano II, ha sido asumido en varios proyectos de reorganización y de promoción de la catequesis, como modelo paradigmático de estructuración de esta misión evangelizadora. El Directorio General para la Catequesis sintetiza los elementos fundamentales de tal misión, dejando intuir los motivos por los cuales tantas Iglesias locales se han inspirado en este paradigma para reorganizar las propias prácticas de anuncio y de generación en la fe, dando incluso origen a un nuevo modelo, el «catecumenado post-bautismal»: recuerda constantemente a toda la Iglesia la función de la iniciación en la fe. Despierta la responsabilidad de toda la comunidad cristiana. Pone en el centro de todo el camino el misterio de la Pascua de Cristo. Hace de la inculturación el principio del propio funcionamiento pedagógico; es imaginado como un verdadero proceso formativo.

5. Las Iglesias locales, sujetos de la transmisión

El sujeto de la transmisión de la fe es toda la Iglesia, que se manifiesta en la Iglesias locales. El anuncio, la transmisión y la experiencia vivida del Evangelio se realizan en ellas. Más aún, las mismas Iglesias locales, además de ser sujetos, son también el fruto de esa acción del anuncio del Evangelio y de la transmisión de la fe, como resulta de la experiencia de las primeras comunidades cristianas (cf. Hch 2, 42-47): el Espíritu congrega a los creyentes entorno a las comunidades que viven fervorosamente la propia fe, nutriéndose de la escucha de la palabra de los Apóstoles y de la Eucaristía, y consumando la propia vida en el anuncio del Reino de Dios. El Concilio Vaticano II confirma esta descripción como fundamento de la identidad de cada comunidad cristiana, cuando afirma que la «Iglesia de Cristo está verdaderamente presente en todas las legítimas reuniones locales de los fieles, que, unidas a sus pastores, reciben también en el Nuevo Testamento el nombre de iglesias. Ellas son, en su lugar, el Pueblo nuevo, llamado por Dios en el Espíritu Santo y en gran plenitud (cf. 1 Ts 1,5). En ellas se congregan los fieles por la predicación del Evangelio de Cristo y se celebra el misterio de la Cena del Señor “para que por medio del cuerpo y de la sangre del Señor quede unida toda la fraternidad”».

La vida concreta de nuestras Iglesias ha tenido la fortuna de ver en el campo de la transmisión de la fe, y más genéricamente del anuncio, una realización concreta, frecuentemente ejemplar, de esta afirmación del Concilio. El número de los cristianos, que en las últimas décadas se han empeñado en modo espontáneo y gratuito en el anuncio y en la transmisión de la fe, ha sido verdaderamente notable y ha dejado su huella en la vida de nuestras Iglesias locales, como un verdadero don del Espíritu ofrecido a nuestras comunidades cristianas. Las acciones pastorales relacionadas con la transmisión de la fe constituyen un lugar que ha permitido a la Iglesia estructurarse dentro de los diversos contextos sociales locales, mostrando la riqueza y la variedad de los roles y de los ministerios que la componen y que animan su vida cotidiana. Alrededor del Obispo se ha visto florecer el rol de los presbíteros, de los padres, de los religiosos, de las comunidades, cada uno con la propia misión y la propia competencia.

Junto a los dones y a los aspectos positivos, sin embargo, hay que considerar también los desafíos, que la novedad de las situaciones y las evoluciones que la distinguen, pone a varias Iglesias locales: la escasez de la presencia numérica de los presbíteros hace que el resultado de su acción sea menos incisivo de cuanto se desearía. El estado de cansancio y de desgaste vivido en tantas familias debilita el papel de los padres. El nivel demasiado débil de la coparticipación hace evanescente el influjo de la comunidad cristiana. El riesgo es que una acción tan importante y fundamental vea caer el peso de su ejecución solo sobre la figura de los catequistas, oprimidos por la tarea a ellos confiada y por la soledad en la cual se encuentran al realizarla.

Como ya se ha mencionado, el clima cultural y la situación de cansancio en la cual se encuentran varias comunidades cristianas conducen al riesgo de hacer débil la capacidad de nuestras Iglesias locales de anunciar, transmitir y educar en la fe. La pregunta del apóstol san Pablo «¿cómo creerán … sin que se les predique?» (Rm 10, 14) – suena en nuestros días muy pertinente. En una situación como ésta, hay que reconocer como don del Espíritu la frescura y las energías que la presencia de grupos y movimientos eclesiales ha logrado infundir en esta misión de transmitir la fe. Al mismo tiempo, debemos trabajar para que estos frutos puedan contagiar y comunicar su impulso a aquellas formas de catequesis y de transmisión de la fe que han perdido su ardor originario.

6. Dar razón: el estilo de la proclamación

Por lo tanto, el contexto en el cual nos encontramos exige a las Iglesias locales un renovado impulso, un nuevo acto de confianza en el Espíritu que las guía, para que vuelvan a asumir con alegría y fervor la misión fundamental para la cual Jesús envía a sus discípulos: el anuncio del Evangelio (cf. Mc 16, 15), la predicación del Reino (cf. Mc 3,15). Es necesario que cada cristiano se sienta interpelado por este mandato de Jesús y se deje guiar por el Espíritu al responder a la llamada, según la propia vocación. En un momento en el cual la opción de la fe y del seguimiento de Cristo resulta menos fácil y poco comprensible, o incluso contrariada y combatida, aumenta la tarea de la comunidad y de los cristianos individualmente de ser testigos y heraldos del Evangelio, como lo hizo Jesucristo.

La lógica de un comportamiento como éste, nos la sugiere el apóstol san Pedro, cuando nos invita a la apología, a dar razón, a «dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza» (1 P 3, 15). Una nueva primavera para el testimonio de nuestra fe, nuevas formas de respuesta (apo-logía) a quien nos pida el logos, la razón de nuestra fe, son los caminos que el Espíritu indica a nuestras comunidades cristianas: para renovarnos, para hacer presente la esperanza y la salvación, que nos da Jesucristo, con mayor fuerza en el mundo en que vivimos. Se trata, como cristianos, de aprender un nuevo estilo, de responder «con dulzura y respeto […] con buena consciencia» (1P 3, 16), con aquella fuerza humilde que proviene de la unión con Cristo en el Espíritu y con aquella determinación de quien tiene como meta el encuentro con Dios Padre en su Reino.

Este estilo debe ser global, es decir, debe abrazar el pensamiento y la acción, los comportamientos personales y el testimonio público, la vida interna de nuestras comunidades y su impulso misionero, la atención educativa y la entrega cuidadosa hacia los pobres, la capacidad de cada cristiano de tomar la palabra en los contextos en los cuales vive y trabaja para comunicar el don cristiano de la esperanza. Este estilo debe apropiarse del fervor, de la confianza y de la libertad de palabra (la parresia) que se manifiestan en la predicación de los Apóstoles (cf. Hch 4, 31; 9, 27-28) y que el rey Agripa experimentó escuchando a san Pablo: «Por poco me convences para hacer de mí un cristiano» (Hch 26, 28).

En un tiempo durante el cual tantas personas viven la propia vida como una verdadera experiencia del «desierto de la oscuridad de Dios, del vacío de las almas que ya no tienen conciencia de la dignidad y del rumbo del hombre», el Papa Benedicto XVI nos recuerda que «la Iglesia en su conjunto, así como sus Pastores, han de ponerse en camino como Cristo para rescatar a los hombres del desierto y conducirlos al lugar de la vida, hacia la amistad con el Hijo de Dios, hacia Aquel que nos da la vida, y la vida en plenitud».

Este es el estilo que el mundo tiene derecho a encontrar en la Iglesia, en las comunidades cristianas, según la lógica de nuestra fe. Un estilo comunitario y personal; un estilo que interpela a las comunidades en su conjunto e individualmente a cada bautizado, a la verificación, como nos recuerda el Papa Pablo VI: «además de la proclamación que podríamos llamar colectiva del Evangelio, conserva toda su validez e importancia esa otra transmisión de persona a persona. […] La urgencia de comunicar la Buena Nueva a las masas de hombres no debería hacer olvidar esa forma de anunciar mediante la cual se llega a la conciencia personal del hombre y se deja en ella el influjo de una palabra verdaderamente extraordinaria que recibe de otro hombre».

7. Los frutos de la transmisión de la fe

La finalidad de todo el proceso de transmisión de la fe es la edificación de la Iglesia como comunidad de testigos del Evangelio. Afirma el Papa Pablo VI: «Comunidad de creyentes, comunidad de esperanza vivida y comunicada, comunidad de amor fraterno, tiene necesidad de escuchar sin cesar lo que debe creer, las razones para esperar, el mandamiento nuevo del amor. Pueblo de Dios inmenso en el mundo y, con frecuencia, tentado por los ídolos, necesita saber proclamar “las grandezas de Dios”, que la han convertido al Señor, y ser nuevamente convocada y reunida por El. En una palabra, esto quiere decir que la Iglesia siempre tiene necesidad de ser evangelizada, si quiere conservar su frescor, su impulso y su fuerza para anunciar el Evangelio».

Los frutos, que este ininterrumpido proceso de evangelización genera adentro de la Iglesia como signo de la fuerza vivificadora del Evangelio, toman forma en la confrontación con los desafíos de nuestro tiempo. Es necesario generar familias que sean signos verdaderos y reales de amor y de coparticipación, capaces de dar esperanza porque están abiertas a la vida; se necesita la fuerza para construir comunidades que posean un auténtico espíritu ecuménico y que sean capaces de un diálogo con las otras religiones; urge el coraje para sostener iniciativas de justicia social y solidaridad, que coloquen el pobre en el centro del interés de la Iglesia; se formulan los mejores auspicios de alegría en la donación de la propia vida en un proyecto vocacional o de consagración. Una Iglesia que transmite su fe, una Iglesia de la “nueva evangelización” es capaz en todos estos ámbitos de mostrar el Espíritu que la guía y que transfigura la historia: la historia de la Iglesia, de los cristianos, de los hombres y de sus culturas.

También el coraje de denunciar las infidelidades y los escándalos, que emergen en las comunidades cristianas como signo y como consecuencia de momentos de fatiga y de cansancio en esta tarea de anuncio, es parte de esta lógica del reconocimiento de los frutos. El coraje de reconocer las culpas; la capacidad de continuar dando testimonio de Jesucristo mientras comunicamos nuestra continua necesidad de ser salvados, sabiendo que – come nos enseña el apóstol san Pablo – podemos ver en nuestras debilidades la fuerza de Cristo que nos salva (cf. 2 Co 12, 9; Rm 7, 14 s); el ejercicio de la penitencia, el empeño en caminos de purificación y la voluntad de reparar las consecuencia de nuestros errores; una sólida confianza en que la esperanza que nos ha sido dada «no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones» (Rm 5, 5), son también éstos diversos frutos de una transmisión de la fe, de un anuncio del Evangelio que, en primer lugar, no deja de renovar a los cristianos, mientras lleva al mundo el Evangelio de Jesucristo.

Preguntas

1. ¿En qué medida nuestras comunidades cristianas logran proponer lugares eclesiales que sean instrumentos de experiencia espiritual?

2. ¿Qué iniciativas han sido pensadas para sostener a los padres, para darles coraje en una tarea (la transmisión, y en consecuencia, la transmisión de la fe) que la cultura reconoce siempre menos come tarea a ellos confiada?

3. ¿Qué instrumentos ha ofrecido en este itinerario de reprogramación la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica?

4. En relación a los fuertes cambios culturales en acto: ¿cuáles son las instancias pedagógicas ante las cuales la acción catequística de nuestras Iglesias se siente más desamparada y descubierta?

5. ¿En qué medida las Iglesias locales han logrado difundir un renovado estilo evangelizador en las comunidades cristianas? ¿Con qué resultados? ¿Con qué esfuerzos y con qué resistencias?

6. ¿Qué resistencias, qué esfuerzos y también qué escándalos obstaculizan este anuncio? ¿Cómo han sabido vivir las comunidades estos momentos, considerándolos como un nuevo punto de partida para un renovado impulso espiritual y misionero?

Mitxel Olabuénaga, C.M.

Sacerdote Paúl y Doctor en Historia. Durante muchos años compagina su tarea docente en el Colegio y Escuelas de Tiempo Libre (es Director de Tiempo Libre) con la práctica en campamentos, senderismo, etc… Especialista en Historia de la Congregación de la Misión en España (PP. Paúles) y en Historia de Barakaldo. En ambas cuestiones tiene abundantes publicaciones. Actualmente es profesor de Historia en el Colegio San Vicente de Paúl de Barakaldo.

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