Tema tercero: Iniciar a la experiencia cristiana
«Id pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado» (Mt 28, 19-20)
1. La iniciación cristiana, proceso evangelizador
La reflexión sobre la transmisión de la fe que hemos presentado, junto a los cambios sociales y culturales – que se presentan frente al cristianismo actual como un desafío – han dado inicio en la Iglesia a un difundido proceso de reflexión y de revisión de los itinerarios de introducción a la fe y de acceso a los sacramentos. Las afirmaciones del Concilio Vaticano II, que originariamente fueron percibidas por muchas comunidades cristianas como buenos auspicios, hoy en cambio, son una realidad en varias Iglesias locales. Es posible experimentar tantos elementos allí enumerados, comenzando por la consciencia ya madura y universalmente difundida del vínculo intrínseco que une a los sacramentos de la iniciación cristiana. Bautismo, Confirmación y Eucaristía son vistos no ya como tres sacramentos separados, sino como etapas de un camino de engendramiento a la vida cristiana adulta, dentro de un proceso orgánico de iniciación a la fe. La iniciación cristiana es ya un concepto y un instrumento pastoral reconocido y bien consolidado en las Iglesias locales.
En este proceso, las Iglesias locales que tienen una tradición secular de iniciación a la fe deben mucho a las Iglesias más jóvenes. En comunión se ha aprendido a asumir, como modelo del camino de iniciación a la fe, el adulto y no ya el niño. Se ha llegado a dar de nuevo importancia al sacramento del bautismo, asumiendo la estructura de catecumenado antiguo, como un ejemplo para organizar acciones pastorales que, en nuestros contextos culturales, consientan una celebración más consciente, mayormente preparada y más capaz de garantizar la participación futura de los nuevos bautizados en la vida cristiana. Muchas comunidades cristianas han comenzado a revisar con atención las propias prácticas bautismales, reconsiderando los modos de participación y empeño de los padres, en el caso del bautismo de los niños, y explicitando el momento de evangelización, de anuncio claro de la fe. Han buscado de estructurar celebraciones del sacramento del bautismo que den mayor espacio al compromiso de la comunidad y que muestren más visiblemente el sostén dado a los padres en la tarea de la educación cristiana, que cada vez se hace más ardua. Escuchando la experiencia de las Iglesias Católicas Orientales, se ha recurrido a la catequesis mistagógica, para imaginar caminos de iniciación que no se detengan en el umbral de la celebración sacramental, sino que continúen la acción formadora también después, para recordar explícitamente que el objetivo es educar para una fe cristiana adulta.
La confrontación ha encendido una reflexión teológica y pastoral que, teniendo en cuenta las peculiaridades de los diversos ritos, es capaz de ayudar a la Iglesia a encontrar una reestructuración compartida de las propias prácticas de introducción y de educación en la fe. La cuestión del orden de los Sacramentos de la iniciación es emblemática a este respecto. En la Iglesia hay diferentes tradiciones. Esta diversidad se manifiesta en modo evidente en las costumbres eclesiales orientales, y en la misma praxis occidental, en lo que se refiere a la iniciación de los adultos, respecto de la iniciación de los niños. Dicha diversidad encuentra una ulterior acentuación en el modo según el cual es vivido y celebrado el sacramento de la Confirmación.
Ciertamente, se puede afirmar que del modo en el cual la Iglesia en Occidente sabrá gestionar esta revisión de sus prácticas bautismales dependerá el rostro futuro del cristianismo en su mundo y la capacidad de la fe cristiana de hablar a su cultura. Sin embargo, no todo en este proceso de revisión, ha funcionado siempre en términos positivos. No faltaron los malos entendidos, es decir, la voluntad de interpretar las transformaciones requeridas como ocasiones para introducir lógicas de ruptura: las nuevas prácticas pastorales eran consideradas y comprendidas a la luz de una hermenéutica de la fractura creadora, que veía en lo que nacía como algo nuevo la posibilidad de dar un juicio sobre el pasado reciente de la Iglesia, y al mismo tiempo, la posibilidad de instaurar formas sociales inéditas para presentar y para vivir el cristianismo hoy. Según este criterio, el abandono de la práctica del bautismo de los niños ha sido presentado alguna vez como una necesidad inderogable. Paralelamente, un serio obstáculo a la revisión en acto se verificó en los comportamientos inerciales mantenidos por algunas comunidades cristianas, convencidas que la simple repetición de acciones estereotipadas fuera una garantía de bondad y de éxito de la acción eclesial.
El proceso de revisión propone a la Iglesia algunos lugares y algunos problemas como verdaderos desafíos, que ponen a las comunidades cristianas frente a la obligación de discernir, y después adoptar, nuevos estilos de acción pastoral. Ciertamente, es un desafío para la Iglesia encontrar en este momento un consenso general con respecto a la colocación del sacramento de la Confirmación. El pedido fue realizado también durante la Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos sobre la Eucaristía, y nuevamente considerado por el Papa Benedicto XVI en la sucesiva exhortación postsinodal. Las Conferencias Episcopales han hecho en estos últimos tiempos opciones diversas al respecto, basándose en diferentes perspectivas desde las cuales puede considerarse la problemática (pedagógica, sacramental, eclesial). Así, se presenta como un desafío para la Iglesia la capacidad de ofrecer nuevamente contenido y energía a esa dimensión mistagógica de los caminos de iniciación, sin la cual estos mismos itinerarios resultarían privados de un ingrediente esencial del proceso de generación de la fe. También se presenta como un ulterior desafío, la necesidad de no delegar a eventuales caminos escolásticos de educación religiosa la tarea, que es propia de la Iglesia, de anunciar el Evangelio y de engendrar en la fe, incluso en relación a los niños y a los adolescentes. Las prácticas en este sector son muy diferentes de nación a nación, y no consienten la elaboración de respuestas únicas o uniformes. Sin embargo, la instancia permanece válida para cada Iglesia local.
Como es posible intuir, el campo de la iniciación es verdaderamente un ingrediente esencial del mandato evangelizador. La “nueva evangelización” tiene mucho qué decir a este respecto: es necesario, en efecto, que la Iglesia continúe en modo fuerte y determinado esos ejercicios de discernimiento actualmente en acto, y al mismo tiempo encuentre energías para entusiasmar nuevamente a aquellos sujetos y aquellas comunidades que muestran signos de cansancio y de resignación. El futuro rostro de nuestras comunidades depende mucho de las energías investidas en esta acción pastoral, y de las iniciativas concretas propuestas y realizadas en vista de una reconsideración y de un nuevo lanzamiento de dicha acción pastoral.
2. El primer anuncio como exigencia de formas nuevas del discurso sobre Dios
El proceso de revisión de los caminos de iniciación a la fe ha dato ulterior relieve a un desafío decididamente presente en la situación actual: la dificultad cada vez mayor con la cual hombres y mujeres escuchan hoy hablar de Dios y encuentran lugares y experiencias que abran una reflexión sobre este tema. Se trata de una dificultad con la cual la Iglesia se confronta desde hace tiempo, y que, por lo tanto, no sólo ha sido denunciada, sino que ha conocido algunos instrumentos de respuesta. Ya el Papa Pablo VI, considerando este desafío, ha puesto a la Iglesia frente a la urgencia de encontrar nuevos caminos para proponer la fe cristiana. Así ha nacido el instrumento del “primer anuncio”, entendido como instrumento de propuesta explícita, o mejor aún de proclamación, del contenido fundamental de nuestra fe.
Una vez asumido a pleno título en la tarea de elaboración de un nuevo proyecto de los itinerarios de introducción a la fe, el primer anuncio debe estar dirigido a los no creyentes, a aquellos que, de hecho, viven en la indiferencia religiosa. Este primer anuncio tiene la finalidad de proclamar el Evangelio y la conversión, en general, a quienes todavía no conocen a Jesucristo. La catequesis, distinta del primer anuncio del Evangelio, promueve y hace madurar esa conversión inicial, educando en la fe al convertido e incorporándolo en la comunidad cristiana. La relación entre estas dos formas del ministerio de la Palabra no es, sin embargo, siempre fácil de establecer, y no necesariamente debe ser afirmada en modo neto. Se trata de una doble atención que frecuentemente se conjuga en la misma acción pastoral. Sucede a menudo, en efecto, que las personas que acceden a la catequesis necesitan vivir todavía una verdadera conversión. Por ello, cuando se trata de los caminos de catequesis y de educación en la fe, será útil poner mayor atención en el anuncio del Evangelio que llama a esa conversión, que la provoca y la sostiene. Éste es el modo según el cual la nueva evangelización estimula los itinerarios habituales de educación en la fe, acentuando su carácter kerigmático, de anuncio.
Por lo tanto, una primera respuesta directa al desafío propuesto ha sido dada. Pero, más allá de la respuesta directa, el discernimiento que estamos realizando nos sugiere detenernos a comprender todavía más en profundidad las razones de una tal extrañeza del discurso sobre Dio de parte de nuestra cultura. Se trata de verificar, sobre todo, en qué medida una situación de este tipo ha ejercido una influencia en las mismas comunidades cristianas. Esto es necesario, sobre todo para buscar las formas y los instrumentos para elaborar reflexiones sobre Dios, que sepan responder a las esperanzas y las ansias de los hombres de hoy, mostrándoles cómo la novedad, que es Cristo, es, al mismo tiempo, el don que todos esperamos, al cual cada ser humano anhela como cumplimiento implícito de su búsqueda de sentido y de su sed de verdad. El olvido del tema de Dios se transformará así en una ocasión de anuncio misionero. La vida cotidiana nos mostrará dónde localizar esos “patios de los gentiles”, dentro de los cuales nuestras palabras se hacen no solo audibles sino también significativas y curativas para la humanidad. La tarea de la “nueva evangelización” es conducir tanto a los cristianos practicantes como a los que se preguntan acerca de Dios a percibir su llamada personal en la propia consciencia. La nueva evangelización es una invitación a las comunidades cristianas para que depositen mayormente la confianza en el Espíritu, que las guía en la historia. Así serán capaces de vencer los miedos que experimentan, y lograrán ver con mayor lucidez los lugares y los senderos a través de los cuales colocar la cuestión de Dios en el centro de la vida de los hombres de hoy.
3. Iniciar a la fe, educar en la verdad
La necesidad de hablar de Dios conlleva, como consecuencia, la posibilidad y la necesidad de un análogo discurso sobre el hombre. La evangelización, de suyo, lo exige directamente. Existe un vínculo fuerte entre la iniciación a la fe y la educación. Lo afirmaba el Concilio Vaticano II. El Papa Benedicto XVI ha expresado recientemente esta misma convicción: «Algunos cuestionan hoy el compromiso de la Iglesia en la educación, preguntándose si estos recursos no se podrían emplear mejor de otra manera. […] La misión, primaria en la Iglesia, de evangelizar, en la que las instituciones educativas juegan un papel crucial, está en consonancia con la aspiración fundamental de la nación de desarrollar una sociedad verdaderamente digna de la dignidad de la persona humana. A veces, sin embargo, se cuestiona el valor de la contribución de la Iglesia al forum público. Por esto es importante recordar que la verdad de la fe y la de la razón nunca se contradicen». La Iglesia con la verdad revelada purifica la razón y la ayuda a reconocer las verdades últimas como fundamento de la moralidad y de la ética humana. La Iglesia, por su misma índole, sostiene las categorías morales esenciales, manteniendo viva la esperanza en la humanidad.
Las palabras del Papa Benedicto XVI presentan los motivos por los cuales resulta natural que la evangelización y la iniciación a la fe estén acompañadas por una acción educativa desarrollada por la Iglesia como servicio al mundo. Hoy estamos llamados a realizar esta tarea en un momento y en un contexto cultural en el que cada forma de acción educativa aparece más crítica y difícil, a tal punto que el mismo Papa habla de «emergencia educativa».
Con el término “emergencia educativa” el Papa desea aludir a las dificultades cada vez mayores que hoy encuentra no solo la acción educativa cristiana, sino más en general toda acción educativa. Cada vez es más arduo transmitir a las nuevas generaciones los valores fundamentales de la existencia y de un recto comportamiento. Ésta es la difícil tarea no sólo de los padres, que ven reducida cada vez más la capacidad de influir en el proceso educativo, sino también de los agentes de la educación, a quienes corresponde esta actividad, comenzando por la escuela.
Un tal desarrollo de los acontecimientos era en parte previsible: en una sociedad y en una cultura que muy a menudo hacen del relativismo el propio credo, falta la luz de la verdad. Se considera demasiado comprometedor hablar de la verdad, parece “autoritario”, y se termina por dudar de la bondad de la vida –¿es un bien ser un hombre? ¿es un bien vivir?– de la validez de las relaciones y de los empeños que son parte de la vida. En este contexto ¿cómo sería posible proponer a los más jóvenes y transmitir de generación en generación algo de válido y de cierto, reglas de vida, un auténtico significado y objetivos convincentes para la existencia humana, como personas y como comunidad? Por este motivo, la educación tiende en gran medida a reducirse a la transmisión de determinadas habilidades, o capacidades para hacer, mientras se busca apagar el deseo de felicidad de las nuevas generaciones colmándolas con objetos de consumo y con gratificaciones efímeras. De este modo, tanto los padres como los docentes están fácilmente tentados de abdicar a los propios deberes educativos y de no comprender ni siquiera cuál es el propio rol, la misión a ellos confiada.
Aquí está la emergencia educativa: ya no somos capaces de ofrecer a los jóvenes, a las nuevas generaciones, lo que es nuestro deber transmitirles. Nosotros estamos en deuda en relación a ellos también en lo que respecta a aquellos verdaderos valores que dan fundamento a la vida. Así termina descuidado y olvidado el objetivo esencial de la educación, que es la formación de la persona, para hacerla capaz de vivir en plenitud y de dar su contribución al bien de la comunidad. Por ello crece, desde diversos sectores, la demanda de una educación auténtica y el redescubrimiento de la necesidad de educadores que sean verdaderamente tales. Dicho pedido acomuna a los padres (preocupados, y con frecuencia angustiados, por el futuro de los propios hijos), a los docentes (que viven la triste experiencia de la decadencia de la escuela) y a la sociedad misma, que ve amenazada las bases de la convivencia.
En estas circunstancias, el empeño de la Iglesia para educar en la fe, siguiendo las huellas y el testimonio del Señor, asume más que nunca el valor de una contribución para ayudar a la sociedad en que vivimos a superar la crisis educativa que la aflige, construyendo un muro de contención contra la desconfianza y contra aquel extraño «odio de sí», contra aquellas formas de auto-denigración, que parecen haberse transformado en una característica de algunas de nuestras culturas. Este compromiso puede dar a los cristianos la ocasión adecuada para habitar el espacio público de nuestras sociedades, proponiendo nuevamente dentro de este espacio la cuestión de Dios, y llevando como don la propia tradición educativa, fruto que las comunidades cristianas, guiadas por el Espíritu, han sabido producir en este campo.
La Iglesia posee en este sentido una tradición, es decir, un tesoro histórico de recursos pedagógicos, reflexión e investigación, instituciones, personas – consagradas y no consagradas, reunidas en órdenes religiosas y en congregaciones – capaces de ofrecer una presencia significativa en el mundo de la escuela y de la educación. Además, ese capital histórico, en cuanto se encuentra relacionado con las transformaciones sociales y culturales actuales, está también sujeto a cambios significativos. Por lo tanto, será oportuno pensar en un discernimiento en este sector, para concentrar la atención en ciertos puntos críticos que los cambios están generando. Se deberán reconocer las energías del futuro, los desafíos que requieren una instrucción adecuada, sabiendo que la tarea fundamental de la Iglesia es educar en la fe, en el seguimiento y en el testimonio, ayudando a entrar en una relación viva con Cristo y con el Padre.
4. El objetivo de una “ecología de la persona humana”
El objetivo de todo este empeño educativo de la Iglesia es fácilmente reconocible. Se trata de trabajar en la construcción de lo que el Papa Benedicto XVI define como una “ecología de la persona humana”. «Es necesario que exista una especie de ecología del hombre bien entendida. […] el problema decisivo es la capacidad moral global de la sociedad. Si no se respeta el derecho a la vida y a la muerte natural, si se hace artificial la concepción, la gestación y el nacimiento del hombre, si se sacrifican embriones humanos a la investigación, la conciencia común acaba perdiendo el concepto de ecología humana y con ello de la ecología ambiental. Es una contradicción pedir a las nuevas generaciones el respeto al ambiente natural, cuando la educación y las leyes no las ayudan a respetarse a sí mismas. El libro de la naturaleza es uno e indivisible, tanto en lo que concierne a la vida, la sexualidad, el matrimonio, la familia, las relaciones sociales, en una palabra, el desarrollo humano integral. Los deberes que tenemos con el ambiente están relacionados con los que tenemos para con la persona considerada en sí misma y en su relación con los otros. No se pueden exigir unos y conculcar otros. Es una grave antinomia de la mentalidad y de la praxis actual, que envilece a la persona, trastorna el ambiente y daña a la sociedad».
La fe cristiana sostiene la inteligencia en la comprensión del equilibrio profundo que mantiene firme la estructura de la existencia y de la historia. La fe desarrolla esta operación no en modo genérico o desde el externo, sino compartiendo con la razón la sed de saber, la sed de investigar, orientándola hacia el bien del hombre y del cosmos. La fe cristiana contribuye a la comprensión del contenido profundo de las experiencias fundamentales del hombre, como el texto del Papa apenas citado demuestra. Es una tarea – la de la confrontación crítica y de orientación – que el catolicismo desarrolla desde hace tiempo. Por ello, se encuentra cada vez mejor preparado, dando vida a instituciones, centros de investigación, universidades, fruto de la intuición y del carisma de algunos o de la atención educativa de las Iglesias locales. Estas instituciones desarrollan su función habitando el espacio común de la investigación y del progreso del conocimiento en las diversas culturas y sociedades. Los cambios sociales y culturales que hemos presentado interpelan y generan desafíos a estas instituciones. El discernimiento, que constituye la base de la “nueva evangelización”, está llamado a ocuparse de este empeño cultural y educativo de la Iglesia. Se podrán así identificar los puntos críticos de estos desafíos, las energías y las estrategias que han de ser adoptadas para garantizar el futuro, no solo de la Iglesia sino también del hombre y de la humanidad.
En vista de una “nueva evangelización” será seguramente posible: imaginar todos estos espacios culturales como otros tantos “patios de los gentiles”, ayudándoles a vivir la propia vocación originaria dentro de los nuevos escenarios que avanzan, es decir, aquella vocación de llevar positivamente la cuestión de Dios y de la experiencia de la fe cristiana dentro de las realidades del tiempo; ayudar a estos espacios a ser lugares en los cuales se puedan formar las personas libres y adultas, capaces a su vez de llevar la cuestión de Dios dentro de sus vidas, en el trabajo, en la familia.
5. Evangelizadores y educadores en cuanto testigos
El contexto de emergencia educativa en el cual nos encontramos confiere aún más fuerza a las palabras del Papa Pablo VI: «El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan – decíamos recientemente a un grupo de seglares –, o si escuchan a los que enseñan, es porque dan testimonio. […] Será sobre todo mediante su conducta, mediante su vida, como la Iglesia evangelizará al mundo, es decir, mediante un testimonio vivido de fidelidad a Jesucristo, de pobreza y desapego de los bienes materiales, de libertad frente a los poderes del mundo, en una palabra de santidad». Cualquier proyecto de “nueva evangelización”, cualquier proyecto de anuncio y de transmisión de la fe no puede prescindir de esta necesidad: disponer de hombres y mujeres que con la propia conducta de vida sostengan el empeño evangelizador que viven. Precisamente esta ejemplaridad es el valor agregado que confirma la verdad de la donación, del contenido de lo que enseñan y de lo que proponen como estilo de vida. La actual emergencia educativa acrecienta la demanda de educadores que sepan ser testigos creíbles de aquellas realidades y de aquellos valores sobre los cuales es posible fundar tanto la existencia personal de cada ser humano, como los proyectos compartidos de la vida social. A este respecto, tenemos excelentes ejemplos. Basta recordar a san Pablo, san Patricio, san Bonifacio, san Francisco Javier, los santos Cirilo y Metodio, santo Toribio de Mogrovejo, san Damián de Veuster, la beata Madre Teresa de Calcuta.
Esta exigencia se transforma para la Iglesia de hoy en una tarea de sostén y de formación de muchas personas, que desde hace tiempo están empeñadas en estas actividades de evangelización y de educación (obispos, sacerdotes, catequistas, educadores, docentes, padres) de las comunidades cristianas y están llamadas a dar mayor reconocimiento y a invertir mayores recursos en esta tarea esencial para el futuro de la Iglesia y de la humanidad. Es necesario afirmar claramente la esencialidad de este ministerio de evangelización, de anuncio y de transmisión, dentro de nuestras Iglesias. Es igualmente necesario que cada comunidad considere nuevamente las prioridades en las propias acciones, para concentrar energías y fuerzas en este empeño común de la “nueva evangelización”.
Para que la fe sea sostenida y nutrida, ella tiene necesidad, inicialmente, de ese ámbito originario que es la familia, primer lugar de educación en la oración. En el espacio familiar puede tener lugar la educación en la fe esencialmente bajo la forma de educación del niño en la oración. Es útil para los padres rezar junto al niño para habituarlo a reconocer la presencia amante del Señor. Esto les permite ser testigos autorizados ante el mismo niño.
La formación y el cuidado con que se deberá no solo sostener a los evangelizadores ya en acción, sino llamar a nuevas fuerzas, no se reducirá a una mera preparación técnica, aunque ella sea necesaria. Será sobre todo una formación espiritual, una escuela de la fe a la luz del Evangelio de Jesucristo, bajo la guía del Espíritu, para vivir la experiencia de la paternidad de Dios. Puede evangelizar sólo quien a su vez se ha dejado y se deja evangelizar, quien es capaz de dejarse renovar espiritualmente por el encuentro y por la comunión vivida con Jesucristo. Puede transmitir la fe, como lo demuestra el apóstol Pablo: «creí, por eso hablé» (2 Co 4, 13).
Por lo tanto, la nueva evangelización es principalmente una tarea y un desafío espiritual. Es una tarea de cristianos que desean alcanzar la santidad. En este contexto y con este modo de entender la formación, será útil dedicar espacio y tiempo a una confrontación con respecto a las instituciones y a los instrumentos a disposición de las Iglesias locales para hacer que los bautizados sean conscientes del propio empeño misionero y evangelizador. Frente a los escenarios de la nueva evangelización, los testigos para ser creíbles deben saber hablar en los lenguajes de su tiempo, anunciando así, desde adentro, las razones de la esperanza que los anima (cf. 1 P 3, 15). Esta tarea no puede ser imaginada en modo espontáneo, exige atención, educación y cuidado.
Preguntas
1. ¿Las comunidades cristianas realizan acciones pastorales que tienen como objetivo la propuesta específica de la adhesión al Evangelio, de la conversión al cristianismo?
2. ¿Cómo ha sido asumido y desarrollado el proyecto del “patio de los gentiles” en las diversas Iglesias locales?
3. ¿Qué experiencias, qué instituciones, nuevas asociaciones o grupos han nacido o se han difundido con el objetivo de anunciar con gozo y coraje el Evangelio a los hombres?
4. ¿En qué medida la experiencia de la iniciación cristiana de los adultos ha sido asumida como modelo para repensar los caminos de iniciación a la fe en nuestras comunidades?
5. ¿En qué medida las comunidades cristianas han logrado transformar el camino de educación en la fe en una cuestión adulta y dirigida sobre todo a los adultos, evitando de este modo el riesgo de colocar dicho camino exclusivamente en la edad de la infancia?
6. ¿Cómo ayuda a responder a este desafío la presencia de instituciones católicas en el mundo de la escuela? ¿Qué cambios influyen en estas instituciones? ¿Con qué recursos son capaces de responder al desafío?
7. ¿Qué vínculo existe entre estas instituciones y otras instituciones eclesiales, entre estas instituciones y la vida parroquial?
8. ¿Cómo viven las comunidades cristianas la urgencia de llamar, formar y sostener personas que sean capaces de ser evangelizadores y educadores como testigos?
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