Evangelizare pauperibus, maxime ruricolis

Ideas y preguntas a la luz de una experiencia misionera en el Alto Aragón

Esta ponencia consta de dos partes netamente diferenciadas. En la primera se describe someramente una experiencia de misio­nes populares en los meses de enero a mayo de este año (1976). En la segunda se suscitan una serie de ideas y preguntas que han ido surgiendo a lo largo de esa experiencia y que ahora se dan de una manera más o menos ordenada. Muchas de las ideas que aquí se dan han nacido del diálogo entre el que esto escribe y sus compañeros de misión. No será mala idea dejar aquí constancia de sus nombres: Julio Suescun, Martín Tirapu, Ventura García y Pedro Sanz. No quiero con esto hacerles responsables de lo que aquí se va a decir, pero sí espero que en más de un caso se reco­nozcan sin dificultad como autores originales de ideas que aparecen aquí, pero que al escritor no se le hubieran ocurrido sin su cola­boración.

La experiencia de este año en el Alto Aragón

La experiencia misionera que se va a describir tuvo como causa una especie de «mala conciencia» de la provincia vicenciana de Zaragoza. Efectivamente: por razones en que no vamos a entrar, esta provincia ha tenido, desde su creación en 1970, bastante olvidado el terreno de las misiones populares. Este hecho, o mejor, omisión, no puede dejar tranquilo a un grupo de 150 hombres en los que, en mayor o menor grado, aletea aún sin duda lo que lla­mamos «espíritu» o «carisma» vicenciano. Por otro lado, el remordimiento y la mala conciencia resultantes se basan en la su­posición de que en 1976, y en España, sigue teniendo vigencia como manifestación del verdadero espíritu vicenciano la pastoral extraordinaria que ha recibido tradicionalmente el calificativo de «misiones populares». En la segunda parte de esta ponencia diremos algo sobre la validez de esa suposición.

Por razones en que tampoco vamos a entrar aquí, se confió al ponente la puesta en marcha de un plan de misiones con un cierto carácter experimental. Se trataba de ver si en estos tiempos y en los ambientes rurales de esta sociedad había alguna posibi­lidad de volver a suscitar, tratando de remozarlo, este ministerio tradicional.

La experiencia se ha desarrollado en tres pueblos de la pro­vincia de Zaragoza y en uno del Pirineo de Huesca, pueblos pequeños con poblaciones que oscilan entre 500 y 800 habi­tantes.

La preparación de la misión se ha limitado estrictamente en todos los casos a una carta escrita por el párroco y distribuida a todas las familias, así como al anuncio de la fecha del comienzo de la misión en las misas de varios domingos anteriores a la misma. En ningún caso se ha predeterminado la fecha de cierre de la mi­sión. El plan inicial preveía una misión más bien larga, tal vez incluso de un mes, en la convicción de que la duración de la mi­sión es también hoy, como en los buenos tiempos de San Vicente, un elemento fundamental para la eficacia de esta pastoral extraor­dinaria. De hecho el tiempo de estancia de los misioneros se ha visto sometido a diversos condicionantes que han determinado en cada caso la duración concreta de la misión. La más corta se ha limitado a una breve semana; la más larga, a dos semanas y media. Los domingos no se tenían actos misionales de ninguna clase. Con la experiencia de este año hemos llegado a la conclu­sión de que, a pesar de lo difícil que es conjugar horarios de mi­sión y horarios de trabajo en los medios rurales, y a pesar de que la asistencia diaria exige mucha disciplina y mucha buena vo­luntad por parte de los asistentes, si los misioneros tienen algo interesante que ofrecer la mayor parte de los pueblos pueden muy bien «aguantar» una misión de tres semanas. De todos mo­dos, esta breve experiencia nos ha enseñado que es muy buena idea no tener fijada una fecha de cierre de la misión antes del comienzo de la misma.

La misión comienza con una reunión general en la iglesia al caer la tarde. En ella se presentan los misioneros, o los presenta el párroco. Se dicen unas palabras para dar el «tono» de la cate­quesis misional de los días siguientes, y se determina con ayuda de los asistentes el horario más conveniente para los diversos actos. Este punto es importante, pues hemos visto que un horario pensado a priori por el párroco o los misioneros sufre siempre modificaciones ante las sugerencias prácticas de la gente. En uno de los pueblos la charla misional se tenía por petición de los in­teresados, jóvenes y matrimonios, a las once menos cuarto de la noche. No hay más actos de carácter general a lo largo de la mi­sión que un acto penitencial en la segunda semana y la eucaristía de clausura.

La catequesis misional se da todos los días por grupos. Por la mañana se atiende en la escuela a los chicos mayores, a partir de los 11 años. A media tarde se tiene una charla que se anuncia para todos, pero a la que en la práctica solamente acuden madres de familia. Por la noche se habla por separado a matrimonios y personas mayores por un lado, y a jóvenes por otro. Si el número de jóvenes es muy grande se les separa en dos grupos para una catequesis más adaptada, con la edad (18-19 años) como línea de división. Las charlas se tienen en diversos locales del pueblo, evitando en lo posible tenerlas en las iglesias cuando no reúnen condiciones de comodidad (temperatura tolerable, acústica) o de construcción para el estilo familiar que se pretende. En este tipo de catequesis por grupos se consigue siempre un clima de inmediatez y de diálogo fácil que la estructura de la mayor parte de las iglesias hace imposible. El estilo usado por los misioneros en la exposición catequética en un lugar no sagrado facilita el interés, la participación y el diálogo de los misionados. A media mañana los dos misioneros celebran la eucaristía, a la que se invita a todos los que quieran y puedan asistir. Asiste de hecho un reducido grupo de mujeres. Se celebra con tranquilidad, me­ditando y comentando las lecturas. Se nota a lo largo de los días un interés creciente por esta eucaristía diaria, y al final de la mi­sión alguna mujer viene a confesarnos que «por primera vez en mi vida empiezo a entender qué es eso del Evangelio».

El temario de la misión es básicamente el mismo para todos los grupos. Procuramos limitarnos a temas de fe verdaderamente básicos, pero también se tratan temas que piden los diversos grupos o que nos parecen más adaptados a su estado de vida. Pero ningún grupo queda sin recibir una catequesis seria de los fundamentos de toda vida verdadera de fe. He aquí una simple enumeración de los temas, cuya exposición va siempre precedida de una lectura del Nuevo Testamento:

  • Anuncio de la salvación en Jesucristo (Mt 5, 1-16).
  • La relación cristiana con Dios (Mt 6, 1-18).
  • La relación cristiana con el prójimo (Mt 5, 21-48).
  • La relación cristiana con el mundo y el sentido cristiano del trabajo (Mt 6, 19-34).
  • La llamada a la fe y la respuesta del hombre (Mt 7, 13-14; 16-28).
  • La no respuesta a Dios: la gracia y el pecado (Mt 13, 16-23).
  • Vida de bautismo; Iglesia; Eucaristía (Hech 2, 37-47).
  • La vocación cristiana y sus diversas formas (1 Cor 12, 4-21).
  • Conversión continua, penitencia, reconciliación (Lc 23, 39-43).
  • La proyección social y apostólica de la fe cristiana (Tema basado en textos de Gaudium et Spes).

Los jóvenes suelen añadir por su cuenta a estos temas otros de cariz muy variado, entre los que se cuentan inevitablemente los referentes a sus preocupaciones sexuales, pero también algunos que atestiguan una inquietud de fe muy profunda: conocimiento de la Biblia, vida religiosa, etc. En cuanto a los matrimonios no se pueden soslayar dos temas que afectan muy directamente a la vivencia cristiana de su estado de vida: la paternidad respon­sable y la educación de los hijos.

En esta experiencia que estamos describiendo el efecto más curioso suele ser que el mayor impacto de la misión lo reciben los mismos misioneros. No vamos a un pueblo con un paquete ya escrito y digerido de temas misionales, sino que cada mañana preparamos en diálogo el tema correspondiente sobre un esquema elemental de ideas. Este diálogo brota de la oración común, y se convierte a su vez en oración meditada. Antes que catequizar intentamos catequizarnos mutuamente, y el conocimiento pro­gresivo de los misionados, el conocimiento de sus inquietudes y de su fe, nos ayuda a enriquecer nuestra propia visión y viven­cia de la fe. Tal vez sea esta una manera modesta de revivir en nuestra vida aquella sorprendente frase de Vicente de Paúl: «los pobres me han evangelizado».

En números de asistencia la respuesta del pueblo suele variar poco, y oscila entre un 30 y un 40% de los jóvenes y matrimonios. De ninguna manera se puede concluir de estos números que la misión no interesa en absoluto al 60 ó 70% restante. No todos los que acuden a la catequesis acuden todos los días, de modo que el número de los que de alguna manera se benefician de la misión supera los porcentajes señalados. Por otro lado numerosas per­sonas, que a veces se encuentran entre las de fe más sólida, se ven impedidas de asistir generalmente por razones de cuidado de la familia, o por otras causas: coincidencia de horarios de la misión con cursos del PPO, de Extensión Agraria, o similares. Como grata sorpresa hay que señalar que como una constante en todos los pueblos el grupo más numeroso y más fiel en la asistencia suele ser el de los jóvenes de 15 a 18 años.

En cuanto al grado de, digamos, entusiasmo en la respuesta por parte de los misionados hay que señalar que la gente consi­dera que debe, y además quiere, aprovechar esta ocasión de pro­fundizar en su fe, y que responde positivamente a la «nueva» manera de presentarles verdades que conocen desde siempre. Puede que haya en España pequeños núcleos en los que la igno­rancia de la fe sea tan radical como nos describen las historias para los ambientes rurales del tiempo de San Vicente. Pero en general esto hoy no es así. Con la experiencia de estos meses pienso que el problema pastoral mayor de nuestros campos no es la falta de instrucción básica en la fe, sino la necesidad de ayudarles a llegar desde una visión sistematizada de la fe de tipo pre-conciliar (digamos, del catecismo del padre Astete) a una visión sistematizada de carácter post-conciliar. Me refiero al nivel de visión sistemática de la fe, porque en cuanto a la sensibilidad, la gente, aun en los ambientes rurales apartados, creo que «sien­te» la fe y sus problemas con una sensibilidad que pudiéramos llamar post-conciliar, aun cuando no sean capaces de insertar la nueva sensibilidad en la antigua visión sistemática.

Desde el comienzo de la experiencia nos propusimos dirigir nuestros esfuerzos a que la misión no se redujera al chaparrón que moja mucho y no produce nada permanente. Nos hemos propuesto explícitamente el conseguir entre los jóvenes y matri­monios más sensibles la creación de grupos que continúen pos­teriormente una profundización de la fe que en una misión, por larga que sea, no puede más que iniciarse. Hemos visto que, efectivamente, como resultado de este tipo de misión se suscita casi infaliblemente esta inquietud entre jóvenes y mayores. El problema de la continuidad trasciende, en verdad, la actividad propia de los agentes de la pastoral extraordinaria, y recae ple­namente sobre los hombros del clero local. Pero pensamos que aquí surge un campo de perspectivas muy prometedoras de co­laboración entre el clero local y nosotros. Las realizaciones en este terreno están aún en proyecto y las dejo, por tanto, a un lado en esta exposición.

Una última palabra sobre la colaboración de las hermanas. Vaya por delante que siempre que se ha pedido su colaboración la respuesta afirmativa ha sido inmediata. En un caso fueron un grupo de hermanas las que visitaron cada familia con una in­vitación a asistir a la misión, advirtiendo con discreción, como de paso, aquellos casos en que las hermanas pueden, como decía San Vicente, atender «con sus manos lo que no podríamos hacer con las nuestras en la asistencia corporal a los pobres» (Coste, VIII, 239). En un aspecto, sin embargo, se encuentran dificul­tades para conseguir la colaboración de (¿muchas? ¿la mayor parte ?) las hermanas. Pienso que una Hija de la Caridad puede producir un impacto directo y serio también a través de palabra. Y en algunos temas y ante algunas clases de gentes incluso con una eficacia superior a la del misionero. Después de todo, el misionero es un profesional de la predicación y, como a veces dice la gente, «los curas siempre dicen lo mismo». La hermana puede dar a esa predicación, necesariamente siempre en labios del misionero más o menos abstracta, un tono de experiencia personal que puede resultar muy convincente por ejemplo para chicas jóvenes, para padres o madres de familia. Pero cuando se sugiere a una hermana la idea de hablar de algún tema a algún grupo se recibe casi siempre una respuesta parecida a la siguiente:

«Uy, no, padre. Eso no. Me da mucha vergüenza, no estoy pre­parada; me voy a poner nerviosa, y se me van a subir los colores a la cara».

Aunque la experiencia de que hemos hablado hasta ahora ha sido corta, creemos que ya se pueden dar como seguros al­gunos datos en orden a una renovación de las tradicionales mi­siones populares. En cuanto al temario, que tal vez sea el punto fun­damental, nuestra manera de proceder estaría bastante bien de­finida por estas palabras de Joseph Ratzinger en «El nuevo pueblo de Dios» (Herder, 1972, p. 365).

La predicación ordinaria, la palabra dentro de la liturgia, puede y debe ser relativamente breve porque no necesita comunicar nada propiamente nuevo, sino que se propone introducir, de forma siempre renovada, en el misterio único de la fe, que teóricamente ha sido ya aceptada y afirmada.

La predicación misional debería en cambio abandonar cada vez más matizaciones y temas particulares y hacer más bien teóricamente accesible la estructura general de la fe en sus partes esenciales a través de un lenguaje inte­ligible para el hombre de hoy.

No se puede intentar ser exhaustivo en el tratamiento de las «verdades de la fe» en una misión, por larga que ésta sea. Tampoco se trata de hacer una selección más o menos atrayente, y arbi­traria, de temas y limitarse a ellos, sino de hacer accesible, como dice Ratzinger, la estructura general de la fe en sus partes esen­ciales. Esto intentamos conseguirlo dirigiendo todos los temas a la totalmente básica verdad cristiana del encuentro de Dios en el amor al prójimo, en línea con la primera carta de San Juan (3, 10; 14-17; 23; 4, 7-12; 20-21), y en línea también con la verdadera enjundia de la visión del Evangelio de la que vivía San Vicente. Digamos pues, para ser más claros, que esta misión pretende proporcionar una catequesis básica dirigida a la aceptación del mensaje de Jesucristo, y no pretende ser, por ejemplo, una pre­paración para recibir ningún sacramento: la confesión (confesión general), o la eucaristía, o el matrimonio. Se tratan, naturalmente, temas sacramentales, pero pensamos que la labor de la detallada catequesis necesaria para recibirlos es asunto de la pastoral or­dinaria.

Por último, hemos evitado cuidadosamente todo aparato externo de atracción, asi como cualquier cosa que pueda suponer una presión social para aumentar la asistencia. No es que no nos interese que la misión llegue al mayor número posible; y así, animamos a los que acuden para que a su vez animen a amigos y familiares. Pero creemos que el número de asistencia debe crecer por extensión desde dentro, y no por presión callejera desde fuera.

Ideas y preguntas a la luz de esta experiencia

En esta segunda parte vamos a intentar una exposición or­denada de ideas e interrogantes que han brotado en nosotros, con ocasión de esta breve campaña misionera, sobre el lema que nos proponen las Reglas Comunes como fin primero de la Con­gregación: evangelizare pauperibus, maxime ruricolis. Todas las ideas que siguen quieren ser una ayuda para responder a la pre­gunta que hoy es para nosotros fundamental: ¿sigue siendo vá­lido este lema palabra por palabra y literalmente para nosotros hoy y en el futuro previsible, al menos en España? El orden de exposición se ceñirá a las palabras del citado lema.

Evangelizare

Evangelizar es anunciar el Evangelio. El Evangelio es el men­saje de salvación de Jesucristo, que se manifiesta en sus palabras y en su modo de vida. Quien quiera salvarse debe aceptar las en­señanzas del Señor y tratar de vivir como vivió El (1 Jn 1, 6). La plenitud total de la vida evangélica no se encierra, cierto, entre las tapas de una edición de los cuatro evangelios, ni siquiera del Nuevo Testamento completo. El mismo Señor anticipó a los apóstoles la prolongación del anuncio evangélico hasta su plenitud como obra del Espíritu Santo en la Iglesia a través de la historia: «Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa» (Jn 16, 13). Toda misión (entre fieles o infieles) es un acto de evangelización, o sea, de anuncio del Evagelio. ¿Del Evangelio en toda su plenitud (que incluiría la práctica, el sentir y la doctrina de la Iglesia), o de lo fundamental en él? Re­cordemos las palabras de Ratzinger citadas más arriba. No se puede olvidar nunca que nuestras misiones entran de lleno en lo que hoy se denomina «pastoral extraordinaria», que no debe suplir a la ordinaria, sino darle vida. Los fieles deben llegar a la mayor plenitud posible en su vida de fe, pero lo que aquí se dice es que una tal tarea no está encomendada a la pastoral extraordi­naria, sino a la ordinaria. Al anuncio misional le toca proclamar con fuerza las verdades básicas que dan vida, alma y sentido a la plenitud de fe de la Iglesia. Por ejemplo, la paternidad de Dios, Dios-hombre, el amor universal, la gracia o el pecado, la peni­tencia y la reconciliación, el bautismo y la pertenencia a la co­munidad cristiana, el Reino de Dios en este y en el otro mundo, y temas similares. Como se ve, en esta breve enumeración no apa­recen más que «los temas de siempre». Esto es inevitable. El misionero es siervo del evangelio que anuncia, evangelio que no es suyo y que él no puede inventar. Se le da hecho.

El Evangelio se nos da hecho, pero la teología nos la hacemos nosotros. ¿Qué debe predicar el evangelizador: el Evangelio o la teología? Bien nos damos cuenta de que la pregunta puede parecer sin remedio simplista, pues por un lado el mismo texto revelado es en muchos casos elaboración teológica del escritor (piénsese, por ejemplo, en el Evangelio de San Juan, por no decir en las epístolas de San Pablo), y, por otro, todo anunciador del mensaje evangélico habla sin remedio desde presupuestos teológicos más o menos conscientes. Aun así la pregunta se mantiene, y quiere apuntar a un hecho que ha puesto en crisis el estilo de la predi­cación anterior. Todos salíamos del seminario hasta hace pocos años con unos conocimientos más o menos serios de una teología cuyo fin no podía ser otro que el de esclarecer y sistematizar los datos de la fe. Lo que hay que predicar en todo tiempo es la fe, y no la elaboración teológica que nos ayuda a comprenderla. Pero lo que se predicaba de hecho era casi exclusivamente la ela­boración y el sistema. Esto no estaría mal si no fuera porque el predominio de un tal estilo de predicar produce de rechazo un efecto trágico: el casi total olvido en la predicación de muchos de los grandes temas evangélicos sin los cuales no hay teología ni predicación que tenga sentido. El cambio de estilo hacia una predicación de tono más directamente evangélico ha sido legiti­mado y promovido en muchos textos del Concilio.

Ha sido el mismo Concilio también el que ha insistido en que la predicación, descartando el estilo abstracto anterior, exponga «la doctrina cristiana de manera acomodada a las necesidades de los tiempos, es decir, que responda a las dificultades y pro­blemas que agobian y angustian a los hombres» (Christus Domi­nus, 13; Presbyterorum ordinis, 4). La fe, en efecto, es ante todo un mensaje de salvación para el hombre histórico, y no un mero sistema de pensamiento para satisfacer las necesidades intelec­tuales-morales del hombre racional abstracto.

La catequesis misional hoy debe tender a romper la fuerte coraza individualista que ha sido característica hasta hace bien poco de la piedad general, incluida la nuestra. Esto no es algo periférico en el anuncio de la salvación de Jesucristo, sino central. El amor a Dios pasa sin remedio por el amor al prójimo. Afor­tunadamente las gentes de toda edad son hoy muy sensibles a un tipo de predicación que insista en esta verdad central del cristia­nismo. Como ya se señaló arriba, una tal visión está también, afortunadamente, en la mejor línea del espíritu vicenciano.

El misionero de hoy deberá recordar que está anunciando el Evangelio en 1976, y no en 1946. Esto es importante recordarlo no por el Evangelio que él anuncia, que es el mismo hoy que ayer, sino por los hombres a los que lo anuncia, que no son los mismos. Es posible que quede en España aún algún remoto pago en las conciencias de cuyos habitantes no haya pasado nada desde 1946, como aseguraba hace poco un conocido miembro de una cono­cida orden misionera, pero no lo creo. Hay, cierto, pueblos de piedad más tradicional y pueblos de piedad más «moderna», por decirlo de alguna manera. Pero no hay pueblo que no se abu­rra literalmente ante una predicación del anteriormente muy usado estilo teórico-expositivo, mezclado con ciertas dosis de tremendismo, y que no responda con interés a un anuncio del evangelio sencillo y directo, y «actual» porque tiene en cuenta los problemas y las angustias actuales de los creyentes. Cuando un pastor de almas te insinúa suavemente, con vistas a que seas «tradicional» en tu predicación, que su grey es tradicional, es casi siempre porque el pastor es tradicional, y no tiene ningún interés en dejar de serlo, ni en que deje de serlo su grey.

Pauperibus

Estamos hablando de evangelizar a los pobres del campo. Nunca se hubiera fundado la Congregación si no hubiera sido por el conocimiento y la compasión que sentía Vicente de Paúl por aquellas pobres gentes que, según sus palabras, «se conde­nan y se mueren de hambre». Lo de «se condenan» era sin duda una manera muy gráfica de describir la crasa ignorancia religiosa imperante en algunos medios rurales franceses de su tiempo. Porque en cuanto a condenarse en sentido literal Vicente de Paúl no sabía absolutamente nada en cuanto a los campesinos de su tiempo, así como nosotros no sabemos de los campesinos del nuestro. No es, por otro lado, tan crasa la ignorancia en nues­tros pueblos, ni se puede decir que se mueran de hambre. Sin embargo sentimos en el fondo de nuestras almas que aún no le ha llegado a nuestra Congregación la hora del cierre por falta de trabajo, como si se tratara de una periclitada orden militar o de una orden dedicada a la redención de cautivos. Aún hay muchos campesinos, aún necesitan evangelización, y aún son, a pesar de la fuerte subida del nivel de vida, pobres.

Pobres y, como siempre ha sucedido con los pobres, explota­dos. El mismo Concilio ha tomado nota del hecho cuando habla en Gaudium et Spes (n. 66) de cómo los labradores se ven redu­cidos con frecuencia en la sociedad moderna a ciudadanos de se­gunda categoría. «¿De segunda? ¡De cuarta!», exclamó el padre de una joven Hija de la Caridad en mitad de una charla misio­nal sobre la proyección social de la fe cristiana. Esto sucedía en un pueblo de colonización de las Bardenas, en la provincia de Zaragoza, al mes de aquella famosa «guerra del maíz», que hizo ver con toda claridad la explotación a que están sometidos los labradores en tantos aspectos por parte de la administración y de los intermediarios.

Pobres lo son, no hay duda, y en un mundo social en que todos gritan, apenas si tienen voz. ¿No tiene nada que decir el anunciador de la fe sobre la dignidad humana y sus exigencias? Resuelto afortunadamente el problema básico del pan ¿no hay ya más problemas básicos de dignidad personal que la fe debe ayudar a iluminar y a resolver?

Hoy tal vez no sea aún así, pero el ambiente rural empieza a correr el peligro de estar poblado por ciudadanos de segunda categoría también en cuanto a la Iglesia se refiere. Es posible que la relación del número de fieles por sacerdote se incline aún a favor de los ambientes rurales comparados con el de las ciuda­des, pero en los ambientes rurales las oportunidades de una mayor ilustración de la fe a través de otros medios (cursillos, medios de comunicación, etc.), son infinitamente menos numerosas. Las hermanas que trabajan en pueblos se quejan con frecuencia, y con razón, de lo mismo.

Maxime ruricolis

Esta sección se va a limitar a unas preguntas para las que el que esto escribe no tiene respuesta definida, pero que le gustaría ver discutidas por su comunidad en sus diversos niveles, el local, el provincial, y también el general, para tratar de aclarar nuestro papel en el mundo de hoy.

¿Hay que mantener hoy el maxime a toda costa? Si la res­puesta es afirmativa habría que revisar la función ministerial de la mayor parte de nuestras casas.

¿Hay que limitarse a eso, o por lo menos centrarse en ello, de manera que todo otro tipo de actividad ministerial tenga sólo un carácter subsidiario ?

¿No hay posibilidad de misión (me refiero a la extraordinaria tradicional) en ambientes industriales? ¿No es eso para nosotros? ¿Estamos preparados para ello?

¿Se puede mantener aún hoy la misión tradicional en su ca­rácter de predicación temporal intensa pero no continuada?

Para esta última pregunta sí que creo tener una respuesta que vale, naturalmente, para mí solo. Es muy cierto que cualquier tipo de misión ha dejado siempre algún tipo de rastro más o menos du­radero en los misionados. En este sentido, dedicarse a las misio­nes nunca será perder del todo el tiempo y el esfuerzo. Pero también el evangelizador tiene la obligación de procurar que su esfuerzo rinda al máximo, para que la palabra de Dios no retome a Dios vacía, o casi. En consecuencia, pienso que se deben evitar las misiones que, por las circunstancias, corren el peligro claro de quedar reducidas al clásico chaparrón.

Hay que insertar a toda costa esta pastoral extraordinaria dentro de la marcha ordinaria de la pastoral parroquial y dio­cesana. Tengo visto en mi corta experiencia que los obispos y los sacerdotes son muy sensibles a esta idea, aunque aún no vean claro en muchos casos el modo de llevarla a cabo. Pero descon­fían, y con razón, del valor pastoral de una misión que sólo pre­tenda sacudir las conciencias y se conforme con eso. Hay sacer­dotes que sienten el problema, pero se confiesan incapaces de re­solverlo. No saben, por ejemplo, cómo mantener vivos a lo largo de los meses los grupos de personas interesadas que, movidas por el impacto de la misión, desean una mayor profundización en su fe. He aquí un inesperado terreno, inesperado pero muy interesante, de colaboración con el clero parroquial. Este terreno de colaboración entraría de lleno en otro de los aspectos que han sido básicos en la tradición pastoral de la comunidad vicenciana.

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