Instrucción Sobre La Estabilidad, Castidad, Pobreza Y Obediencia En La C.M.

25 de enero de 1996

A los miembros de la Congregación de la Misión

Queridos hermanos:

La gracia de Nuestro Señor esté siempre con ustedes.

Pongo hoy en las manos de todos ustedes la nueva Instrucción sobre la Estabilidad, Castidad, Pobreza y Obediencia en la Congregación de la Misión. Al hacerlo, recuerdo aquellas palabras que san Vicente dirigió a los miembros de la Congregación justamente un año antes de su muerte:

Los que se liberan del apego a los bienes de la tierra, del ansia de placeres y de su propia voluntad, se convierten en hijos de Dios y gozan de una libertad perfecta, pues la libertad se encuentra sólo en el amor de Dios. Esas son personas libres, que no tienen ley, que vuelan por doquier, cada vez más alto; nada las detiene, ni son esclavas jamás del demonio, ni de sus pasiones. Dichosa libertad la de los hijos de Dios (XII, 301/ XI, 585).

Esta Instrucción es ciertamente sólo un instrumento; será eficaz solamente si la usamos como ayuda para una verdadera renovación personal. Como bien saben, los votos no son simplemente un compromiso que se asume una vez después de algún tiempo de formación inicial. Los votos piden de nosotros una fidelidad cada vez más profunda, una renovación permanente, un ponernos cada día más en las manos del Señor como evangelizadores y servidores de los pobres.

Como recordarán, la XXXVIII Asamblea General de la Congregación (1992) pidió al superior general que preparara esta Instrucción. Deseo expresar mi agradecimiento a los que ayudaron en su preparación: los padres José Ignacio Fernández de Mendoza, John Prager, Jaime Corera, Léon Lauwerier, Hugh O’Donnell, Miguel Pérez Flores y Benjamín Romo. Quiero también agradecer a los visitadores y sus consejos, así como a los miembros del Consejo General. Todos ellos han contribuido mucho con sus sugerencias a la elaboración del texto final.

Advertirán que la Instrucción coloca en primer lugar el voto de estabilidad. La Asamblea General pidió que se prestara atención especial a este voto, pues en la sociedad actual cualquier compromiso perpetuo se considera como un desafío casi insuperable. También san Vicente era consciente de las dificultades que presenta una fidelidad para toda la vida. Precisamente por esa razón pensó en este voto para los miembros de la compañía, y les recordaba que «no podemos asegurar mejor nuestra felicidad eterna que viviendo y muriendo en el servicio de los pobres, en los brazos de la Providencia y en una renuncia real a nosotros mismos para seguir a Jesucristo» (III, 392/ III, 359).

Permítanme que añada unas palabras sobre el uso de este documento.

1. Mientras se trabajaba en su redacción, todos los que estábamos en ello nos dábamos cuenta de lo difícil que es tener a la vista todas las diferencias culturales que se dan en la Congregación esparcida por todo el mundo. Advertirán que en la Instrucción se menciona de vez en cuando la variedad de culturas, pero como comprenderán, resultaba imposible aludir explícitamente a todas las diferencias culturales existentes. El hacerlo así se deja en manos de las diferentes provincias en los diversos contextos culturales. Quisiera animar sobre todo a los responsables de formación, inicial o continua, a valerse de esta Instrucción como de un medio para trabajar por una inculturación creciente de nuestra tradición vicenciana, de nuestros votos y de nuestra espiritualidad, en los ambientes diferentes en que vive la Congregación.

2. Desearía vivamente que esta Instrucción fuera un instrumento de trabajo que se usa, y que no se coloca en un estante para ser víctima del olvido. Ha sido redactado por mandato de una Asamblea General, que es la autoridad más alta en la Congregación. Por ello, pido a los visitadores que

a. entreguen una copia de esta Instrucción a cada uno de los misioneros;

b. se emplee esta Instrucción como tema de reflexión en los ejercicios espirituales anuales durante el año 1997;

c. se emplee también como base para las reuniones de formación permanente del mismo año;

d. se emplee igualmente en los seminarios internos y en los teologados de toda la Congregación como medio para ayudar a nuestros seminaristas en la preparación para los votos.

3. Pediría a todos los que la lean que traten de asimilar el espíritu de esta Instrucción. Ciertamente no dice todo lo que se podría decir sobre los votos. El lector debe intentar que su propio conocimiento y su experiencia personal entren en un diálogo abierto y creativo con esta formulación de lo que significan hoy nuestros votos. Si así se hiciere, cada uno de nosotros será como el amo de casa que conserva lo nuevo y lo antiguo en su arca (Mt 13,52).

Hace falta una actitud humilde para aceptar este documento como una «instrucción». Existe la tendencia (que a veces advierto en mí mismo) a pensar que «ya me sé todo eso». Por ello quiero animar a todos a ser, como María, un oyente humilde. En el evangelio de san Lucas ella escucha lo que Dios dice a través de palabras y de acontecimientos, y después lo lleva a la práctica con constancia. María sabe cómo guardar en su corazón y meditar todo lo que Dios le dice, y guardarlo como un tesoro. Espero que nosotros hagamos lo mismo con la ayuda de esta Instrucción para así hacer más sólido nuestro compromiso perpetuo de seguir a Cristo evangelizador de los pobres en castidad, pobreza y obediencia.

Su hermano en san Vicente,

Robert P. Maloney, C.M.

Superior General


CAPÍTULO I

JESUCRISTO ES LA REGLA DE LA MISIÓN

«El fin de la Congregación de la Misión es seguir a Cristo evangelizador de los pobres» (C 1).

Jesucristo es el centro de nuestra vida y de toda nuestra actividad (C 5). Aunque esto es cierto también para todos los cristianos, las modalidades de seguimiento de Cristo son diferentes según los dones que hombres y mujeres reciben, y según las diversas vocaciones. En la Congregación de la Misión nos comprometemos libremente a seguir a Jesucristo como lo hizo san Vicente, para vivir su carisma misionero como evangelizador de los pobres.

I. SAN VICENTE DE PAÚL: EL DESCUBRIMIENTO DE CRISTO EN LOS POBRES Y DE LOS POBRES EN CRISTO.

Para san Vicente de Paúl, Jesucristo es ante todo el Salvador, el Hijo del Padre enviado a evangelizar a los pobres. Apela constantemente a estos textos: «El Espíritu del Señor…me ha enviado a anunciar la Buena Noticia a los pobres» (Lc 14,18); «Todo lo que hagáis al más pequeño de mis hermanos, me lo hacéis a Mí» (Mt 25, 40). Profundamente compasivo, nuestro fundador se dejó interpelar por los sufrimientos y por la miseria de los pobres, y descubrió en sus carencias una llamada de Dios para intentar encarnar el Evangelio en el mundo.

La relación con algunos maestros espirituales de su tiempo le ayuda a descubrir la importancia fundamental de la encarnación. Admira el amor inmenso que Dios derrama sobre los hombres a través de la vida, muerte y resurrección de su Hijo.

El anonadamiento de Jesús, que asume la condición humana para liberarnos de la esclavitud del pecado, afecta en toda su profundidad la orientación de su vida.

En contacto con el mundo de los pobres, san Vicente descubre a su alrededor múltiples necesidades espirituales y materiales; descubre también a Jesucristo, que actúa en su propia vida y en la de los pobres; poco a poco, va descubriendo también la vocación propia y, posteriormente, la de sus misioneros: «En esta vocación vivimos en conformidad con Nuestro Señor, cuyo fin principal al venir al mundo fue asistir a los pobres y cuidar de ellos: Misit me evangelizare pauperibus» (XI, 108/ XI, 33-34).

En los pobres encontró san Vicente un desafío a reavivar su fe y a descubrir a Cristo en medio de ellos. San Vicente da “la vuelta a la medalla» (XI,32/ XI,725) y encuentra a Jesús, el Misionero del Padre, que llama a san Vicente a participar en su misión hacia los pobres. Esta visión, visión de fe y, a la vez, visión muy realista, hace que san Vicente vea a los pobres siempre desde la perspectiva de Cristo, con un gran respeto hacia sus personas y una gran compasión por sus sufrimientos. En esta visión de Cristo en los pobres y de los pobres en Cristo consiste el espíritu evangélico que él compartió con otros que vinieron a unírsele para la misión (XI,40,392/ XI, 733, 273).

II. JESUCRISTO ES LA REGLA DE LA MISIÓN (XII, 130/ XI, 429)

Como hijos que somos de san Vicente, nuestras vidas también deben estar inspiradas por el espíritu de Jesús que está presente en el misterio que son los pobres, espíritu que nos transmitió el fundador. Se nos llama a abrir nuestros corazones para entrar en los sentimientos del Señor (C 6). Así nos lo recuerda san Vicente: «El fin de la compañía es imitar a Nuestro Señor…Debemos esforzarnos por conformar nuestros pensamientos, obras e intenciones con las suyas…, por ser hombres de virtud, no sólo en lo interior, sino también obrando hacia el exterior por virtud» (XII, 75 /XI, 383).

Trabajando por hacer nuestro el espíritu de Jesucristo, llegaremos a poder decir como san Pablo: «No soy yo el que vive, sino que es Cristo el que vive en mí» (Gal 2,20). Si hemos de participar en la misión de Jesús evangelizador de los pobres, Él tiene que ser la Regla de la Misión. San Vicente decía a los primeros misioneros: «¡Qué gran negocio es revestirse del espíritu de Cristo!». Y añadía que el espíritu de Cristo es «el Espíritu Santo derramado en el corazón de los justos, que vive en ellos y crea en ellos las disposiciones e inclinaciones que Cristo tuvo en la tierra» (XII,107-108/ XI, 411). Las Reglas Comunes nos presentan el revestirse del espíritu de Cristo como la obligación fundamental del misionero. Lo mismo dicen las Constituciones actuales, que nos invitan a todos, personal y comunitariamente a «procurar con todas las fuerzas revestirse del espíritu del mismo Cristo para adquirir la perfección correspondiente a su vocación» (C 1, 1º: RC I, 3).

En el espíritu de Cristo, evangelizador de los pobres, los misioneros deben estar llenos de «amor y reverencia hacia el Padre, de compasión y de amor eficaz hacia los pobres y de docilidad hacia la divina providencia» (C 6).

A. AMOR Y REVERENCIA HACIA EL PADRE

Jesucristo vino al mundo para dar a conocer el amor del Padre. Es el adorador del Padre, el Hijo que hace del reinado de Dios el centro de su vida. Enviado por el Padre, vive con Él en unión íntima por la oración. En todas las circunstancias de su vida, para Jesús lo más importante es llevar a cabo la voluntad del Padre. «Él no quería que su doctrina fuese suya, sino que la refería a su Padre… Oh, Salvador, qué amor tan grande tenías a tu Padre. ¿Podría tenerlo mayor, hermanos míos, que anonadarse por Él…, que morir por amor de la manera que murió?… Yo hago siempre la voluntad de mi Padre, hago siempre las acciones que le agradan» (XII, 108-109/ XI, 411-412).

Cuando nos llama a que le sigamos, Jesús nos invita a hacer nuestro el doble programa de su vida, tal como lo describe san Vicente: «religión hacia el Padre y caridad hacia la humanidad» (VI, 393/ VI, 370). Es una llamada a penetrar en el misterio de una vida centrada en el amor del Padre. El Señor nos invita a buscar ante todo el Reino de Dios y su justicia (Mt 6,33), a dar honor a Dios con nuestras vidas amándole con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma y con toda nuestra mente (Mt 22,37).

B. COMPASIÓN Y AMOR EFECTIVO HACIA LOS POBRES

A medida que progresaba en la dedicación de su vida a la evangelización de los pobres, el corazón de san Vicente se ensanchaba más y más por la caridad. Todo su ser acabó por estar sumergido en el amor compasivo de Cristo, hasta llegar a identificarse con ese amor. Pero no le bastaba el amor de solo Dios, pues ese amor debía ir unido al amor del prójimo (XII, 261/ XI, 552).

San Vicente ve a los pobres como hermanos y hermanas que sufren, y busca medios prácticos para hacer efectivo su amor: «No podemos ver sufrir a nuestro prójimo sin sufrir con él…» (XII, 270/ XI, 560). Al decir esto nos ofrece un eco de la carta de san Juan: «Quien no ama a su prójimo a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve» (1 Jn. 4, 20). El espíritu de Cristo es espíritu de caridad, el amor de Dios que se manifiesta en la acción.

«La caridad de Cristo que se compadece de la muchedumbre es la fuente de toda nuestra actividad apostólica, que nos impulsa … ‘a hacer efectivo el Evangelio'» (C 11; XII, 84/ XI, 391). Fiel a san Vicente, la Congregación quiere hacer suyo el amor compasivo de Cristo por los pobres.

C. DOCILIDAD A LA DIVINA PROVIDENCIA

Jesús vivió su vida en conformidad con la voluntad de su Padre. Anunció la venida del Reino, expresión de la voluntad salvífica de Dios. Plenamente confiado en el amor del Padre, permaneció fiel hasta la muerte, y muerte de cruz. «Padre, a tus manos entrego mi espíritu». Con esa oración manifestaba su confianza definitiva en la Providencia (Lc 23,46). Su confianza no se vio frustrada, pues el Padre lo resucitó de entre los muertos.

San Vicente experimentaba la presencia de Dios como liberación. Ponía su confianza en el amor de Dios en las situaciones más difíciles, amor que se hace presente en la acción de la Providencia. «El bien que Dios quiere se hace como por sí mismo, sin que pensemos en él. Así ha nacido nuestra Congregación, así comenzó nuestra dedicación a las misiones, a los ejercicios de ordenandos…; así han venido a existir todas las otras obras de las que estamos encargados» (IV, 122-123/ IV, 499).

En el mismo espíritu de Jesús, san Vicente llegó a tener una confianza profunda en la Providencia y habló con frecuencia de ponernos en las manos del Padre. Debemos abandonarnos en las manos de la Providencia, pues «ella sabe muy bien cómo darnos lo que necesitamos» (I, 356/ I, 378). La confianza en la Providencia tiene como fruto la fidelidad a la voluntad de Dios, incluso cuando ésta es exigente, o cuando nos lleva a la cruz. «No podemos asegurar nuestra felicidad eterna de mejor manera que viviendo y muriendo en el servicio de los pobres entre los brazos de la Providencia y en una verdadera renuncia a nosotros mismos para seguir a Jesucristo» (III, 392/ III, 359).

III. EN FIDELIDAD A SAN VICENTE

A. DE LA INSPIRACIÓN PERSONAL DE SAN VICENTE A LA FUNDACIÓN DE LA CONGREGACIÓN DE LA MISIÓN

Los primeros miembros de la Congregación de la Misión se sintieron atraídos por la misma visión del Evangelio propia de san Vicente y participaron de ella. Se unieron a san Vicente para seguir a Jesucristo evangelizador de los pobres. Como el fundador, también ellos respondieron a la llamada a entregar su vida entera al servicio de los necesitados. Buscaron juntos maneras concretas de hacer efectivo el Evangelio en medio de los sufrimientos de los más abandonados.

Esa misma inspiración original de san Vicente y de sus primeros compañeros sigue convocando hoy, más de trescientos años después, a la Congregación de la Misión. Jesús, el evangelizador de los pobres, sigue llamándonos hoy a seguirle en su caminar entre los abandonados y marginados. La respuesta de la Congregación de la Misión, cimentada sobre el compromiso radical de cada uno a seguir como discípulo a Jesús, es una acción comunitaria. Durante la vida de san Vicente, las necesidades más urgentes de los pobres, la misión apostólica, la vida común, la llamada a ser discípulo de Jesús, así como el ejemplo del mismo san Vicente, fueron capaces de crear un dinamismo que dotó a la naciente Congregación de la Misión de su identidad específica. Fiel a esa tradición, la Congregación se esfuerza por seguir el soplo del Espíritu en los sucesos y situaciones de nuestro tiempo. Un igual dinamismo, formado por elementos similares, nos empuja hoy a encarnar el carisma vicenciano en un nuevo contexto histórico y a responder con formas nuevas a las necesidades urgentes de los pobres.

B. LA ORIGINALIDAD Y EL CARÁCTER DISTINTIVO DE LA CONGREGA CIÓN DE LA MISIÓN

El que seamos hoy fieles a la inspiración original de san Vicente depende de un conocimiento adecuado de la naturaleza propia de la Congregación. La congregación del Sr. Vicente era en su tiempo una invención nueva, creada no sobre ideas y esquemas canónicos preexistentes, sino para responder fielmente a los acontecimientos. El mismo Vicente, que sabía muy bien que existían otras comunidades misioneras, era muy consciente de la novedad de la Congregación de la Misión, idea que expresaba diciendo a sus misioneros que Dios había esperado mil seiscientos años para crear una comunidad que hiciera lo mismo que Cristo, ir de aldea en aldea anunciando la Buena Noticia a los pobres. «No hay otra comunidad en la Iglesia de Dios -decía- que tenga a los pobres como su herencia propia» (XII, 79-80/ XI, 387).

El fundador sintió desde el comienzo mismo la necesidad de responder con agilidad y con espíritu creativo a las exigencias del apostolado entre los pobres. Por ello mismo buscó deliberadamente el librarse de las estructuras de la vida religiosa canónica tradicional. Por ello fundó una comunidad de carácter secular que él definía como «un estado de caridad» (XI, 43-44; XII, 275/ XI, 736, 563).

El Concilio Vaticano II recomendó que «se reconozcan y se mantengan fielmente el espíritu y propósito de cada fundador, así como las sanas tradiciones, todo lo cual constituye el patrimonio de cada instituto» (PC 2). La intuición original de san Vicente ha sido reconocida y sancionada por el Código de Derecho Canónico actual. Una sección nueva, la de Sociedades de Vida Apostólica, define el carácter específico de comunidades tales como la Congregación de la Misión (CIC. 731 § 1), carácter definido por el lugar central que ocupa el apostolado vivido comunitariamente. El lugar central del apostolado vivido en comunidad es la característica principal de un instituto como el nuestro. Un conocimiento claro de nuestro status jurídico nos servirá de ayuda para revivir la creatividad y flexibilidad misionera tan obvia en la vida y en la obra de san Vicente.

C. LAS CINCO VIRTUDES PROPIAS DE LA CONGREGACIÓN DE LA MISIÓN

La Congregación de la Misión hace profesión de vivir y obrar siempre en conformidad con las máximas evangélicas (RC II), que definen los aspectos fundamentales del espíritu de Jesucristo. Es por ello llamada a adquirir sus virtudes, en particular las cinco virtudes que son «como las facultades del alma de toda la Congregación» (RC II, 14). Estas virtudes, que tienen una orientación misionera, son la fuente de las actitudes que tuvo Jesucristo hacia su Padre y hacia los pobres. Son virtudes que no sólo perfeccionan al misionero sino que también le disponen para ser un verdadero evangelizador de los pobres.

– La sencillez crea rectitud de intención y la veracidad en nuestros modos de hablar y de obrar, y hace al misionero transparente ante Dios y ante los pobres.

– La humildad hace del misionero un hombre que depende de Dios, abierto a su gracia, cercano a los pobres y solidario con los humillados, y capaz de dejarse evangelizar por ellos.

– La mansedumbre crea en el misionero la paz interior; le hace ser cordial y paciente con los demás, especialmente con los pobres.

– La mortificación une al misionero con Cristo sufriente, libera al misionero de la búsqueda de sí mismo y le hace disponible para los pobres a pesar de las dificultades y obstáculos de la misión.

– El celo suscita la energía para promover el reinado de Dios; despierta un entusiasmo afectivo y efectivo por la evangelización de los pobres.

San Vicente piensa que existe una mutua relación dinámica entre la actividad apostólica y las cinco virtudes propias del misionero. Por eso nos dirá con mucha insistencia que la verdadera religión se encuentra entre los pobres (XI, 200-201; XII, 170-171/ XI, 120, 462), que ellos son nuestros amos y señores (X, 266, 332; XI, 393; XII, 5/ IX, 862, 916; XI, 273, 324) y que ellos nos evangelizan (XI, 200-201/ XI, 120). Las Constituciones sugieren «alguna participación en la condición de los pobres, de modo que no sólo procuremos evangelizarlos sino también ser evangelizados por ellos» (C 12, 3º).

D. LOS CONSEJOS EVANGÉLICOS

Como todo cristiano, el misionero está llamado a la santidad. Por el bautismo viene a ser hijo de Dios y es introducido en la vida de la Trinidad, es decir, en una relación íntima con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. El camino del misionero hacia la santidad cuenta también, como ha sido tradicional en la historia de la Iglesia, con la práctica de los consejos evangélicos de pobreza, castidad y obediencia, consejos que el misionero debe vivir para servir a los pobres. Como ha dicho Juan Pablo II, «la llamada a vivir los consejos evangélicos tiene siempre su origen en Dios: ‘No me habéis elegido vosotros, sino que yo os he elegido, y os he enviado a dar fruto, y un fruto que permanezca’ (Jn 15,16). La llamada por la que alguien descubre en profundidad la ley evangélica del don, una ley inscrita en la naturaleza humana, es en sí misma un don gratuito, un don lleno del más profundo espíritu del evangelio» (Redemptionis Donum, 6).

Para san Vicente la práctica de la pobreza, castidad y obediencia tiene un claro sentido misionero : «Como la pequeña Congregación de la Misión ha brotado en la Iglesia de Dios para este fin, a saber: para dedicarse a la salvación de las almas, sobre todo de los pobres del campo, ha pensado que no podía usar de armas más fuertes y más adecuadas que las que usó la Sabiduría eterna con tanto éxito y tanta eficacia. Por eso todos y cada uno guardaremos con fidelidad y perseverancia pobreza, castidad y obediencia, según lo exige la naturaleza de nuestra Congregación» (RC II, 18).

El camino del misionero hacia el amor y la santidad no es un camino de dominio, de búsqueda de poder social, de búsqueda de riquezas, de sensualidad. Es el camino de las bienaventuranzas y de los consejos evangélicos, el espíritu de los pobres, un espíritu que paradójicamente conduce a la vida y a la felicidad verdaderas.

Es el espíritu que se encuentra en la raíz misma de nuestra fidelidad en servir a los pobres en castidad, pobreza y obediencia. En este espíritu encuentra la Congregación de la Misión la fuerza y la energía para llevar a cabo su misión propia.

E. EL CARÁCTER PROFÉTICO DE LOS CONSEJOS EVANGÉLICOS

Sabemos que hoy los consejos evangélicos parecen a muchos una locura. Pero nosotros hemos puesto nuestra confianza en el hecho de que son muestras de la locura de Dios (1 Cor, 1, 26-28), y creemos que, paradójicamente, encarnan la sabiduría y el poder de Dios. Si vamos más allá de un análisis puramente lógico y racionalista de los consejos evangélicos, nos será posible comprender que una vida vivida en conformidad con esos consejos tiene un papel importante que jugar en la salvación y la liberación de la humanidad.

La familia humana está hoy hambrienta del don de la fidelidad, ahora que las estructuras y las costumbres no tienen ya el poder de asegurar la fidelidad. Tenemos la esperanza de que nuestro voto de estabilidad, que es en realidad una promesa de fidelidad a la evangelización de los pobres, puede dar una respuesta al ansia de fidelidad en los corazones de los hombres y las mujeres de hoy. Tenemos la confianza de que sea un signo del compromiso dinámico que nos gustaría compartir con ellos, aun reconociendo nuestra debilidad y las dudas en nuestra lucha por ser fieles y perseverantes. Tenemos la confianza de que pueda ser un signo de la fuerza y energía que brotan del Espíritu Santo, origen fontal del que manan nuestros consejos evangélicos, que nos ligan con Dios y con nuestros hermanos y hermanas para servir de apoyo a nuestra debilidad.

Nosotros, que compartimos el ansia profunda de toda la humanidad por el amor verdadero, debemos estar dispuestos a ayudar a los demás a experimentar el amor de Dios y el amor fraterno que nosotros mismos experimentamos en una vida casta y célibe en favor de los demás. Nuestro celibato debería ser la expresión de un compromiso que nos lleva a poner nuestras vidas al servicio de nuestros hermanos y hermanas, aun reconociendo que con frecuencia recibimos más que lo que damos, en especial de aquellos que han sido fieles a su matrimonio.

Ahora que vivimos en un mundo que produce bienes suficientes para todos, ¿no se podrían satisfacer las necesidades básicas de todos si moderáramos el deseo de poseer y consumir? Nuestra experiencia de la pobreza confirmada por el voto podría mostrar algo al mundo acerca de la dependencia que tenemos de Dios, el gozo de compartir, la solidaridad con los pobres, y acerca de los cambios estructurales que solucionarían muchos problemas de nuestro mundo.

Finalmente, podemos descubrir en la experiencia de nuestra obediencia que queremos estar atentos a la voz de Dios no solo en las órdenes de nuestros superiores, sino también en los acontecimientos del mundo, en el diálogo y en el discernimiento. Nuestra obediencia puede decir algo al mundo acerca del saber escucharnos unos a otros, acerca del diálogo, del saber respetar las diferencias de opinión y de cultura, y sobre la necesidad de trabajar juntos.

F. LA GOZOSA LIBERTAD DE LOS CONSEJOS EVANGÉLICOS

La práctica de los consejos evangélicos y la vida de caridad evangélica exigen disciplina y sacrificios, participación voluntaria en la cruz del Señor y en los sufrimientos de los pobres. Pero el fruto de vivir el Misterio Pascual es la gracia de la libertad de los hijos de Dios y el gozo evangélico (Rom 6, 20-23).

La fidelidad y perseverancia en esta forma de seguimiento de Jesús nos libera poco a poco del apego a los lugares, a los ministerios, a la posesión de cosas materiales y al egoísmo personal. Nos capacita para ver todas las cosas como dones de Dios y para vivir con sentimiento de gratitud por todo lo que hemos recibido. Nos hace libres para reconocer la mano generosa de Dios en todo lo que acontece y su amor en todas las personas. Todo eso nos capacita para amar de una manera nueva. Si de verdad nos entregamos a una vida de consejos evangélicos, seremos capaces de usar todas las cosas en relación al Reino de Dios y libres para ir adondequiera que nos guíen el Espíritu y la misión.

Esta libertad evangélica lleva consigo un gozo profundo. Gozo en el convivir con los pobres, gozo en servir a los seres humanos con los que el Señor nos pone en relación, gozo en aprender a compartir de manera nueva no desde nuestra riqueza, sino desde nuestra pobreza. Pero por encima de todo, gozo de sentir que caminamos con el Espíritu del Señor, y de tener experiencia de los frutos del Espíritu: caridad, alegría, paz, perseverancia paciente, generosidad, bondad y mortificación (Gal 5, 22 ss.).

G. CONSEJOS EVANGÉLICOS Y VOCACIÓN VICENCIANA

Todas estas consideraciones nos invitan a interrogarnos si, de hecho, estamos unidos por la práctica de los consejos evangélicos a las aspiraciones más profundas de la humanidad y de los pobres. ¿Vivimos de verdad, por los consejos evangélicos, una vida entregada a seguir a Jesús como servidores, plenamente entregada a Dios?

Todos los miembros de la Congregación de la Misión se “entregan a Dios” para evangelizar a los pobres. La entrega plena a esa misión sólo será posible si vivimos de una manera radical los consejos evangélicos. «Deseando continuar la misión de Cristo, nos entregamos a evangelizar a los pobres en la Congregación todo el tiempo de nuestra vida. Para realizar esta vocación, abrazamos la castidad, la pobreza y la obediencia conforme a las Constituciones y Estatutos» (C 28). La clave de nuestra vocación es la entrega de nuestra persona a la evangelización de los pobres, continuando así la misión de Cristo, que fue pobre, casto y obediente. Esta entrega es confirmada y ratificada al hacer los votos propios de la Congregación de la Misión.


JESUCRISTO ES LA REGLA DE LA MISIÓN

-Textos para la meditación-

1. «Pasemos ahora al segundo artículo, donde la Regla dice con Jesucristo: ‘buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todas las demás cosas que necesitéis se os darán por añadidura’ (Mt, 6,33). Si Nuestro Señor nos ha recomendado esto, hemos de aceptarlo así; él lo quiere; él es la Regla de la Misión» (XII,130/XI,429).

2. «Ante todo cada uno de nosotros se esforzará por convencerse de esta verdad: que la enseñanza de Cristo no puede engañar nunca, mientras que la del mundo es siempre falaz. El mismo Cristo afirma que ésta es como una casa construida sobre arena, mientras que su propia doctrina es como un edificio fundamentado sobre roca sólida. Por eso la Congregación profesará el obrar siempre según las enseñanzas de Cristo, nunca según las enseñanzas del mundo. Para conseguir esto, la Congregación tendrá en cuenta muy en particular lo que sigue» (RC II, 1).

3. «Para nosotros será siempre una cosa sagrada el usar medios divinos para las cosas de Dios, y el sentir en todo según el sentido y el pensar de Cristo, y nunca jamás según el sentir del mundo, ni según los raciocinios frágiles de nuestro entendimiento» (RC II, 5).

4. «Todas las enseñanzas evangélicas de que hemos hablado hasta aquí debemos observarlas en cuanto podamos, pues son muy santas y útiles. Pero algunas de ellas son más adecuadas para nosotros, de manera especial las que se refieren a la sencillez, la humildad, mansedumbre, mortificación y celo por las almas. En el cultivo y la práctica de estas virtudes la Congregación ha de empeñarse muy cuidadosamente, pues estas cinco virtudes son como las potencias del alma de la Congregación entera, y deben animar las acciones de todos nosotros» (RC II, 14).

5. «Acuérdese, Padre, de que vivimos en Jesucristo por la muerte en Jesucristo, y que hemos de morir en Jesucristo por la vida en Jesucristo y que nuestra vida tiene que estar oculta en Jesucristo y llena de Jesucristo, y que, para morir como Jesucristo hay que vivir como Jesucristo» (I, 295/ I, 320).

6. «Nuestro Señor Jesucristo es el modelo verdadero y el gran cuadro invisible con el que hemos de conformar todas nuestras acciones; y los hombres más perfectos que están aquí, viviendo en la tierra, son los cuadros visibles y sensibles que nos sirven de modelo para regular todas nuestras acciones y hacerlas agradables a Dios» (XI, 212-213/ XI, 129-130).

7. «Otra cosa en la que debe poner una atención especial es sentirse siempre dependiente de la conducta del Hijo de Dios; o sea, que cuando tenga que actuar, haga esta reflexión: ‘¿es esto conforme con las máximas del Hijo de Dios?’ Si así lo cree, diga: ‘entonces, bien, hagámoslo’; por el contrario, si no lo es, diga: ‘no lo haré’.

Además, cuando se trate de alguna buena obra, dígale al Hijo de Dios: ‘Señor, si tú estuvieras en mi lugar, ¿qué harías en esta ocasión? ¿cómo instruirías a esta gente? ¿cómo consolarías a este enfermo de espíritu o de cuerpo?'». (XI, 347-348/ XI,239-240).

8. «El propósito de la Compañía es imitar a Nuestro Señor, en la medida en que pueden hacerlo unas personas pobres y ruines. ¿Qué quiere decir esto? Que se ha propuesto conformarse con Él en su comportamiento, en sus acciones, en sus tareas y en sus fines. ¿Cómo puede una persona representar a otra, si no tiene los mismos rasgos, las mismas líneas, proporciones, modales y forma de mirar? Es imposible. Por tanto, si nos hemos propuesto hacernos semejantes a este divino modelo y sentimos en nuestros corazones este deseo y esta santa afición, es menester procurar conformar nuestros pensamientos, nuestras obras y nuestras intenciones a las suyas. Él no es solamente el Deus virtutum, sino que ha venido a practicar todas las virtudes; y como sus acciones y no acciones eran otras tantas virtudes, nosotros hemos de conformarnos con ellas procurando ser hombres de virtud, no sólo en nuestro interior, sino obrando externamente por virtud, de modo que todo lo que hagamos y no hagamos se acomode a este principio” (XII, 75/ XI, 383).

9. «Así pues, la Regla dice que, para hacer esto, lo mismo que para tender a la perfección, hay que revestirse del Espíritu de Jesucristo. ¡Qué negocio tan importante éste de revestirse del Espíritu de Jesucristo! Quiere esto decir que, para perfeccionarnos y atender útilmente a las gentes, y para servir bien a los eclesiásticos, hemos de esforzarnos en imitar la perfección de Jesucristo y procurar llegar a ella. Esto significa también que nosotros no podemos nada por nosotros mismos. Hemos de llenarnos y dejarnos animar de este Espíritu de Jesucristo. Para entenderlo bien, hemos de saber que su Espíritu está extendido por todos los cristianos que viven según las reglas del cristianismo; sus acciones y sus obras están penetradas del Espíritu de Dios, de forma que Dios ha suscitado a la Compañía, y lo veis muy bien, para hacer lo mismo. Ella siempre ha apreciado las máximas cristianas y ha deseado revestirse del espíritu del Evangelio, para vivir y para obrar como vivió Nuestro Señor y para hacer que su Espíritu se muestre en toda la Compañía y en cada uno de los misioneros, en todas sus obras en general y en cada una en particular» (XII, 107-108/ XI, 410-411).

10. «He aquí una descripción del Espíritu de Nuestro Señor del que hemos de revestirnos, que consiste, en una palabra, en tener siempre una gran estima y un gran amor de Dios. Jesucristo estaba tan lleno de él, que no hacía nada por sí mismo ni por buscar su satisfacción: quæ placita sunt ei facio semper (Jn 8,29); hago siempre la voluntad de mi Padre; hago siempre las acciones y las obras que le agradan. Y lo mismo que el Hijo eterno despreciaba el mundo, los bienes, los placeres y los honores, por ser ésa la voluntad del Padre, también nosotros entraremos en su espíritu despreciando todo eso como Él» (XII, 109/ XI, 412).

11. «Así pues, hay que poner como fundamento de todo que la doctrina de Jesucristo hace lo que dice, mientras que la del mundo no da nunca lo que promete; que los que hacen lo que Jesucristo enseña construyen sobre la roca, y que ni la inundación de las aguas, ni el ímpetu de los vientos podrán derribarlo; y quienes no hacen lo que Él ordena se parecen a quien construye su casa sobre la arena movediza, que se cae ante el primer huracán. Por tanto, quien dice doctrina de Jesucristo, dice roca inquebrantable, dice verdades eternas que son seguidas infaliblemente de sus efectos, de modo que el cielo se derrumbaría antes de que fallase la doctrina de Jesucristo. Por eso la Regla concluye que es menester que la Compañía haga profesión de abrazar siempre y practicar la doctrina de Jesucristo, y nunca la del mundo, y que al obrar de esta forma se llenará y se revestirá de Jesucristo» (XII, 115-116/ XI, 417).

12. «Ojalá Dios nos conceda la gracia de obrar de esta manera: no seguir jamás los juicios del razonamiento humano, porque no alcanza nunca la verdad, no alcanza nunca a Dios, ni a las razones divinas; jamás. Pero si creemos que nuestro puro razonamiento es mentiroso y obramos según el evangelio, entonces, hermanos míos, bendigamos a Nuestro Señor, y tratemos de juzgar como Él y hacer lo que El nos recomendó con su palabra y con su ejemplo. Y no sólo esto: entremos en su espíritu para entrar en sus acciones. No basta con hacer el bien, hay que hacerlo bien, a ejemplo de Nuestro Señor, de quien se dice en el Evangelio que lo hizo todo bien: bene omnia fecit (Mc 7,37). No basta con ayunar, con cumplir las reglas, con trabajar para Dios; hay que hacer todo eso con su espíritu, esto es, con perfección, con los fines y las circunstancias con que Él mismo lo hizo» (XII, 178-179/ XI, 468-469).


CAPÍTULO II

ESTABILIDAD: FIDELIDAD EN LA EVANGELIZACIÓN DE LOS POBRES

«Todos hemos traído a la Compañía la resolución de vivir y de morir en ella; hemos traído todo lo que somos, el cuerpo, el alma, la voluntad, la capacidad, la destreza y todo lo demás. ¿Para qué? Para hacer lo que hizo Jesucristo, para salvar al mundo» (XII, 98/ XI, 402).

I. INTRODUCCIÓN

A través de todos los cambios por los que pasó el pensamiento de san Vicente en la cuestión de los votos antes de 1641, aparece constantemente una idea, la necesidad de tener un voto específico para asegurar el compromiso de dedicarse durante toda la vida a la evangelización de los pobres, lo cual también implicaría el «vivir y morir en la (Congregación de la) Misión» (II, 137/ II, 114). Hubo incluso algún momento en que llegó a pensar que el único voto necesario para robustecer la Misión sería el voto de estabilidad (san Vicente mismo le dio este nombre: cfr. II, 28/ II, 28). Efectivamente, el voto de estabilidad aseguraría en la vida de los misioneros los dos elementos esenciales de la Misión en cuanto institución: (1) permanencia en la Congregación durante toda la vida y (2) consagración de la vida entera a la evangelización de los pobres.

II. LA SITUACIÓN ACTUAL

El mundo de hoy está marcado por el anhelo de millones de seres humanos de vivir libres de la opresión social y política. Los países jóvenes luchan para liberarse de la opresión económica y cultural del pasado colonial.

En todos los continentes han brotado grupos e individuos que promueven la solidaridad con los pobres, la lucha por una sociedad más justa y por la defensa de los derechos humanos. La Iglesia ha prestado su apoyo a esos esfuerzos a través de su doctrina social y ha dedicado recursos y personas a la opción preferencial por los pobres.

Sin embargo, aunque es verdad que algunos sectores sociales se han hecho conscientes de la triste condición de los pobres, siguen creciendo las diferencias entre estos y los ricos. Una mentalidad consumista consistente en tener y consumir cada vez más es hoy para muchos todo un estilo de vida. Ciertas estructuras económicas del mundo moderno producen cada vez más pobreza. Los medios de comunicación presentan con frecuencia a los que no son productivos en términos económicos, a los pobres, a los ancianos, a los enfermos, como fracasados y como responsables de sus sufrimientos. Siendo las cosas así, el solidarizarse con los marginados a través de un voto de servicio a los pobres exige una gran valentía para luchar contra la cultura prevalente en la sociedad de hoy.

Hay dificultades de distinto género que brotan de otras tendencias en nuestra sociedad. Los cambios vertiginosos y la tendencia a favorecer soluciones y compensaciones inmediatas y de corta duración, aspecto que caracteriza las últimas décadas del siglo XX, ponen en cuestión todo tipo de compromisos de por vida. Una secularización exagerada proyecta sombras de duda sobre cualquier clase de consagración de tipo religioso.

En la Congregación, hermanos nuestros que han entregado con generosidad sus vidas para servir a los más abandonados en seguimiento de Jesús evangelizador de los pobres, son testigos elocuentes de la validez del carisma vicenciano. Todos tenemos experiencia de cuán difícil y exigente es nuestra vocación. Algunos encuentran esa exigencia excesiva. Por ello en algunos casos se deja uno llevar por estilos de vida dudosamente vicencianos o por la instalación cómoda y fácil en ministerios concretos, con detrimento de nuestra vocación misionera.

III. EL VOTO DE ESTABILIDAD

Los tres elementos constitutivos del voto de estabilidad están nítidamente expresados en los números 28 y 39 de las Constituciones, así como en las fórmulas diversas de emisión de los votos (C 58). Estos tres elementos son:

1. Fidelidad y perseverancia durante toda la vida

2. en la Congregación de la Misión

3. dedicándose a conseguir su fin según lo definen las Constituciones:

SEGUIR A CRISTO EVANGELIZADOR DE LOS POBRES (C 1).

En concreto, el voto nos compromete a cumplir el fin de la Congregación «realizando las obras que nos prescriben los superiores según las Constituciones y Estatutos» (C 39). Esta última cláusula impone a todos los misioneros una responsabilidad en cuanto a asegurar el carácter vicenciano de nuestras obras; pero en particular la impone a los superiores mayores y locales, pues son ellos quienes han recibido el poder de decisión sobre creación y supresión de obras y ministerios.

IV. LA VIRTUD DE LA FIDELIDAD

Tal vez hoy la palabra «estabilidad» no refleje plenamente la intención de san Vicente. Sería por eso conveniente poner en segundo plano lo que tenga de estático este término y a la vez destacar más bien el sentido dinámico que tenía desde el principio en la intención de san Vicente. Lo que en nuestra tradición se ha querido expresar por la palabra «estabilidad» se podría expresar hoy mejor por la palabra «fidelidad«: fidelidad de por vida al carisma vicenciano en la Congregación de la Misión.

Esta fidelidad en el seguimiento de Jesús evangelizador de los pobres nos compromete a ir más allá del mínimo jurídico que consiste en quedarnos satisfechos con hacer lo que nos mandan los superiores según las Constituciones. La fidelidad no se puede reducir a la mera obediencia estricta; menos aún si la obediencia no es activa y responsable. El Evangelizador de los pobres nos convoca a vivir una vida coherente con todas las dimensiones del carisma vicenciano. Por ello la fidelidad, ratificada por el voto de estabilidad, incluye varios elementos:

– Supone una respuesta personal a Jesús. El voto confirma nuestra decisión radical de aceptar la llamada a seguir al Evangelizador de los pobres.

– En el aspecto sicológico el voto da fuerza al misionero y le capacita para superar dificultades y momentos de crisis.

– Pues la consagración vicenciana se da en y para la misión, este voto da un sentido misionero a los otros consejos evangélicos (C 28), orienta todas las energías del misionero hacia la evangelización de los pobres, le libera de intereses personales para así poder dedicarse al servicio de los demás.

– San Vicente reunió a los primeros misioneros para evangelizar juntos a los pobres (C 19). Por ello este voto convoca a los miembros de la Congregación para una misión en común.

– Este voto tiene una doble función profética. La primera: en cuanto es un compromiso de por vida, es un signo de contradicción que supera la inestabilidad que existe en tantos aspectos de la sociedad; la segunda: pues supone la opción por los pobres, es un signo de solidaridad con los débiles y despreciados.

V. CÓMO VIVIR LA ESTABILIDAD

Además de los medios ordinarios conocidos, tales como la oración sólida y constante, los sacramentos, la renovación de los votos en ocasiones especiales durante el año, ejercicios espirituales, reuniones y celebraciones comunitarias, la experiencia enseña que la fidelidad se alimenta de:

La convicción profunda de que el Señor nos ama como a miembros de la Congregación de la Misión. «Dios ama a los pobres y en consecuencia ama a aquellos que los aman» (XI, 392/ XI, 273). De esa convicción brota una determinación firme y a la vez humilde para luchar hasta la muerte contra los riesgos, los sufrimientos, los sacrificios y crisis que puedan surgir.

Estudiar y conocer la tradición de la Congregación de la Misión. Pues es imposible amar lo que no se conoce, debemos interesarnos muy en serio por conocer la historia y la espiritualidad de la Congregación, por estudiar las Constituciones, normas y directivas, y por conocer la vida de los grandes misioneros. Miramos a nuestra tradición para comprender cómo encarnaron nuestros predecesores el carisma vicenciano en su tiempo y en su cultura. El interés por cuanto sucede hoy lo mismo en nuestra provincia que en las otras provincias nos ayudará a comprender cómo se vive hoy el espíritu vicenciano.

Promover el espíritu fraternal de diálogo y de amistad. Ese espíritu nos llevará a sentir que la Congregación es nuestra familia, a experimentar una identificación vital con ella. Un espíritu dinámico de vida en común potenciará la densidad de nuestra misión. Creará además un ambiente en el que compartir con facilidad con nuestros hermanos los problemas personales que tal vez experimentemos contra la perseverancia en nuestra vocación.

Mantener y renovar el carácter vicenciano de nuestros ministerios. Nuestros ministerios deben responder de verdad al fin de la Congregación y a las características señaladas en las Constituciones (C 12). Fin y características deben ser los criterios para una revisión sincera de los ministerios que tenemos actualmente (E 1).

Contacto directo con los pobres. Todos los miembros de la Congregación de la Misión deberían tener la oportunidad de experimentar el gozo que se siente en el contacto personal con los pobres. Los pobres nos enseñarán a vivir muchos aspectos del Evangelio y nos animarán a perseverar en nuestra vocación (C 12, 3º).

Colaborar con otras personas también comprometidas con el trabajo entre los pobres, tales como las Hijas de la Caridad (C 17), los movimientos laicos vicencianos (E 7); otros grupos que defienden los derechos humanos y que trabajan por la justicia social pueden también enriquecer la manera de vivir nuestra vocación (E 9).

ESTABILIDAD: FIDELIDAD EN LA EVANGELIZACIÓN DE LOS POBRES

-Textos para la meditación-

1. «La verdad es que su petición me dejó totalmente sorprendido, como usted mismo me dice. Efectivamente, padre, ¿cómo no va a sorprenderme esa duda que tiene usted de su vocación después de los dieciocho o veinte años que lleva usted en la Compañía, después de haberla examinado a fondo en los ejercicios que usted hizo al entrar, transcurridos dos años de seminario, y después de haber hecho voto a Dios de permanecer en ella, tal como lo hizo hace varios años? Pues, aunque no los haya renovado usted después del Breve, esos primeros votos no dejan de ser promesas hechas a Dios, que hay obligación de guardar en conciencia. Después de haber trabajado tanto en la Compañía, en diversas ocupaciones y con la bendición de Dios, después de todo eso, ¡decirme que quizás no ha sido llamado! ¿No va a sorprenderme esa pregunta? Le contestaré, sin embargo, ya que así lo desea, diciéndole que después de todo eso Dios le pide que persevere usted hasta el fin. Todos los pensamientos que se le ocurren en contra no son más que tentaciones del espíritu maligno, que tiene envidia de la felicidad que usted tiene de servir a Dios.

Pero, dice usted, siento repugnancias; ni los votos, ni las prácticas, ni siquiera el espíritu de la Misión se compaginan con mi manera de ser, aunque los aprecio mucho.

¿Y dónde no tendría usted repugnancias? ¿No están todas las condiciones de vida rodeadas de dificultades? ¿Dónde ve usted a una persona que esté totalmente contenta de su estado? Créame, padre, que aparte de los peligros para la salvación en que se vive en el mundo, encontraría usted allí muchas cruces y disgustos. E incluso si se sale para entrar en otra comunidad, no crea que va a verse allí libre de esfuerzos, que no necesitará obedecer, que no habrá prácticas que, lo mismo que las nuestras, no se compaginen con su manera de ser. Cuando pensamos en otro estado, sólo miramos lo que tiene de agradable; pero cuando estamos en él, experimentamos todas sus molestias y todo lo que hay en él en contra de la naturaleza. Por consiguiente, padre, quédese tranquilo; prosiga su viaje hacia el cielo en el mismo barco en que Dios le ha puesto. Así lo espero de su bondad y del deseo que usted tiene de hacer su voluntad» (VII, 291-293/ VII, 252-253).

2. «¿Qué puedo contestarle a la pregunta que usted me hace, sino lo mismo que Dios le inspira, lo mismo que le han aconsejado esas personas de ciencia y virtud y lo mismo que su conciencia le dicta? Sí, padre, ánimo. Si usted se entrega generosamente a Dios, él también se entregará a usted y le colmará de sus gracias y de sus mayores bendiciones. Así pues, haga cuanto antes lo que usted podía, y me atrevo a decirle que debía haber hecho hace tiempo; haga, padre, lo que han hecho ya tantos otros antiguos y nuevos, y créame que se sentirá feliz de haberlo hecho. Si ha permanecido usted en la Compañía durante veinte años, podrá seguir todavía en ella otros veinte o treinta más, ya que las cosas no serán más difíciles en el futuro que lo que han sido hasta ahora; y al atarse usted a Dios como los demás, no sólo les edificará, sino que Nuestro Señor también se atará más estrechamente a usted y será su fuerza contra sus debilidades, su alegría contra sus tristezas y su firmeza contra sus faltas de decisión.

Por lo que se refiere a las dudas que me dice que tiene, no son más que tentaciones del enemigo, envidioso de su felicidad y de la gloria de Jesucristo. Porque, en lo que atañe al voto de consagrar toda la vida a la salvación de las pobres gentes del campo, se entiende que eso ha de ser según las reglas de la obediencia, de forma que si el superior no le envía a ello, no está usted obligado. ¡Cuántos hay que no pueden dedicarse a ello, sin dejar de ser verdaderos misioneros! Los procuradores de las casas, los directores y el propio superior general, que muchas veces no pueden ir a misionar ¿son acaso menos miembros de la Compañía y no cumplen su voto? Usted ha estado dando misiones durante veinte años; ¿no va a seguir dándolas otros veinte? Y si Dios le ha asistido durante todo este tiempo, a pesar de que no se había entregado del todo a él, ¿no le va a asistir en adelante, cuando sea totalmente suyo? Pero, llevando las cosas hasta el extremo, si el superior juzgase que hay en ello un peligro manifiesto para usted, ¿no podrá dispensarle de ir a misionar?» (VII, 293-295/ VII, 254).

3. «¿No se acuerda usted de las luces que Dios le dio tantas veces en sus oraciones, que le hicieron decidir ante su divina Majestad y atestiguar públicamente a toda la Compañía que moriría usted antes que salir de ella? Y he aquí que a la menor ocasión, en que no se trata de morir, ni de dar la sangre, ni de verse amenazado, se rinde usted sin esa resistencia que merece una promesa hecha a Dios, que es un Dios firme, celoso de su honor y que desea ser servido según su voluntad. Él le llamó a la Compañía, no lo dude; él le ha conservado en ella a pesar de los esfuerzos por parte de su padre, que le quería retener a su lado; y usted prefirió seguir el Evangelio antes que darle gusto a él» (III, 482-483/ III, 439).

4. «En cuanto a lo que usted pide de quedarse con los misioneros sin ser de la Congregación, trabajando con ellos pero permaneciendo en libertad, es algo que no consentiremos; nunca se lo hemos concedido a nadie; sería dar motivos a los demás para que se salieran e hicieran lo mismo, ya que naturalmente a todos les gusta la libertad, aunque hay que guardarse de ello como de un camino fácil que conduce a la perdición. Así pues, le ruego que deje de pensar en ello y que se entregue a Dios para servirle durante toda la vida en la forma y en el estado en que él le ha puesto» (V, 106-107 /V, 110).

5. Por un lado he recibido consuelo con su carta, al ver su sinceridad en descubrir lo que le pasa; pero por otro me ha dado la misma pena que recibió en una ocasión san Bernardo por un religioso suyo que, con el pretexto de una mayor observancia, deseaba dejar su vocación para pasarse a otra orden; aquel santo le dijo que era una tentación y que el espíritu maligno era el que esperaba ese cambio, sabiendo muy bien que, si podía apartarle del primer estado, le sería fácil hacerle salir del segundo para precipitarle luego en el desorden de la vida, como sucedió. Lo que puedo decirle, mi querido hermano, es que si no se muestra usted continente en la Misión, no lo será usted en ninguna parte; se lo aseguro. Por eso debe usted tener cuidado de que no haya cierta ligereza en los deseos que tiene de cambiar; en ese caso, el remedio que se necesita en todas estas ocasiones, aparte de la oración, será considerar que no hay ninguna condición en la tierra en la que no haya disgustos y a veces ganas de pasar a otra. Después de esta consideración, piense que Dios, al haberle llamado al estado en que está, ha unido a él la gracia de su salvación, que quizás podría negarle en otro sitio en el que no quiere que esté usted» (IV, 592/ IV, 551).

6. Por eso, padre, le suplico muy humildemente que actúe de este modo y que no se detenga en ello, como tampoco en la proposición que se le hace de trabajar en la traducción de la Biblia siriaca al latín. Sé muy bien que la traducción serviría para la curiosidad de algunos predicadores, pero no, según creo, para el bien de las almas del pobre pueblo, al que la providencia de Dios ha predestinado a usted desde toda la eternidad. Debe bastarle, padre, el que, por la gracia de Dios, haya empleado tres o cuatro años en aprender el hebreo y que sepa lo bastante para sostener la causa del Hijo de Dios en su lengua original y confundir a sus enemigos en este reino. Piense, pues, padre, que hay millones de almas que le tienden la mano y le dicen así: ‘¡ah, padre du Coudray, que ha sido escogido desde toda la eternidad, por la providencia de Dios, para ser nuestro segundo redentor!, tenga piedad de nosotros, que estamos sumidos en la ignorancia de las cosas necesarias para nuestra salvación y en los pecados que jamás nos hemos atrevido a confesar y que, sin su ayuda, seremos infaliblemente condenados’. Imagínese más aún, padre, que la Compañía le dice que hace tres o cuatro años que está privada de su presencia, que empieza a disgustarse y que usted es de los primeros de la Compañía, y que por eso necesita de sus consejos y ejemplos» (I, 251-252/ I, 286).

7. «Os hablo de estas objeciones, hermanos míos, antes de que se presenten, porque podría suceder que algún día se presentasen. Yo no puedo ya durar mucho; pronto tendré que irme; mi edad, mis achaques y las abominaciones de mi vida no permiten que Dios me siga tolerando por mucho tiempo en la tierra. Podría suceder que, después de mi muerte, algunos espíritus de contradicción y comodones dijesen: ‘¿Para qué molestarse en cuidar de esos hospitales? ¿Cómo poder atender a esas personas arruinadas por la guerra y para qué ir a buscarlas en sus casas? ¿Por qué cargarse de tantos asuntos y de tantos pobres? ¿Por qué dirigir a las mujeres que atienden a los enfermos y por qué perder el tiempo con los locos?’ Habrá algunos que criticarán esas obras, no lo dudéis; otros dirán que es demasiado ambicioso enviar misioneros a países lejanos, a las Indias, a Berbería. Pero, Dios y Señor mío, ¿no enviaste tú a santo Tomás a las Indias y a los demás apóstoles por toda la tierra? ¿No quisiste que se encargaran del cuidado y dirección de todos los pueblos en general y de muchas personas y familias en particular? No importa; nuestra vocación es: evangelizare pauperibus» (XII, 89-90/ XI, 395).


CAPÍTULO III

CASTIDAD: AMOR EN CELIBATO

«Nuestro Salvador nos hizo ver claramente cuánto estimaba la castidad, y cuán ardientemente deseaba introducirla en los corazones, en el hecho de haber elegido al nacer, por obra del Espíritu Santo, y al margen de las leyes naturales, de una virgen sin tacha» (RC IV, 1)

I. INTRODUCCIÓN

La caridad es el corazón mismo del Evangelio: amor a Dios y amor al prójimo. Por ello, el amor afectivo y efectivo es el centro de la vocación misionera vicenciana: «Dios ha suscitado a esta Compañía, como a todas las demás, por su amor y beneplácito. Todas tienden a amarle, pero cada una le ama de una manera distinta…; y nosotros, hermanos míos, si tenemos amor, hemos de demostrarlo llevando al pueblo a que ame a Dios y al prójimo, a amar al prójimo por Dios y a Dios por el prójimo. Hemos sido escogidos como instrumentos de su caridad inmensa y paternal» (XII, 262/ XI, 553). La vida casta confirmada por el voto debe entenderse en el contexto del amor, como una llamada de Dios a amar más, a amar mejor, a amar a todos.

II. LA SITUACIÓN ACTUAL

La castidad es una oportunidad y un desafío. Debemos vivir la castidad desde nuestra propia realidad personal y cultural. El progresivo crecimiento en madurez humana y en castidad supone un sabio equilibrio y la habilidad de saber integrar aspectos diversos de nuestra personalidad. Trabajo, descanso y recreación, obligaciones comunitarias y sociales, amistad, sexualidad, la necesidad de amar y ser amado: todos estos son elementos que se deben integrar en un modelo de vida coherente.

Además de los talentos y fuerzas, se debe también tener en cuenta la debilidad propia, que se manifiesta en la tendencia al egoísmo, el corazón dividido, la falta de coherencia en la vida, la búsqueda de comodidades, manifestaciones autocentradas e inmaduras de la sexualidad.

La gran variedad de situaciones en las que la Congregación intenta inculturar el Evangelio y el carisma propio da lugar a preguntas nuevas y difíciles en lo que se refiere al compromiso de una vida célibe. Pero estas mismas preguntas nos invitan a promover el diálogo entre las diversas formas culturales y el evangelio, para así descubrir aspectos nuevos en el don de la castidad.

En la sociedad de hoy existen signos positivos que pueden servirnos de ayuda para nuestra vida célibe: el compromiso de vida casta de laicos célibes; el testimonio de matrimonios cuyos hogares son centros en los que se viven con intensidad los valores cristianos y evangélicos; comunidades nuevas que comparten la Palabra e intentan vivirla en la práctica. Todos ellos nos dan ánimos para profundizar cada vez más en lo que pide el Evangelio en orden a una entrega total al Señor y a su Reino en una vida célibe y casta.

La vida célibe se ve hoy afectada por algunos hechos sociales que no son muy positivos: imágenes falsas de lo que es el verdadero amor; la sociedad de consumo, que excita a la vida sensual buscando el lucro; la tendencia a separar la sexualidad del amor; el debilitamiento de las instituciones que buscan promover la fidelidad en el amor; la preocupación desmedida por el cuerpo. Todo ello hace hoy más difícil el compromiso de celibato.

III. EL VOTO DE CASTIDAD: AMOR EN CELIBATO

Por el voto de castidad nos entregamos a una vida de amor en celibato en seguimiento de Jesuscristo evangelizador de los pobres. En lo más profundo de esta entrega encontramos la seguridad de que esta vocación lleva consigo una promesa de libertad, de gozo y de plenitud personal en la dedicación de servir a los demás.

“Abrazamos, en virtud del voto, la castidad perfecta en celibato por el reino de los cielos” (C 29 § 1) . La castidad implica continencia interior y exterior, de acuerdo con el estado propio de vida, de modo que la afectividad y sexualidad de la persona se vivan con sumo respeto hacia los demás y hacia uno mismo; el celibato implica la renuncia al matrimonio y a las expresiones sexuales propias del mismo. Para el misionero, estos dos elementos del voto – castidad y celibato – son manifestaciones externas de la entrega total de su vida. Se deben percibir, no como el rechazo de una responsabilidad familiar, sino como la aceptación de una responsabilidad particular: el servicio a los pobres. Las exigencias de este radical seguimiento de Jesús llevan al misionero a entragarse totalmente a la causa del reino.

IV. AMOR EN CELIBATO

El amor célibe se ha de reconocer ante todo como un don de Dios y un proyecto que se asume por fidelidad a una llamada; un proyecto que compromete a la persona entera a vivir y amar por el Reino de Dios.

El modelo y el motivo de nuestra castidad es Jesucristo. Todo lo que hizo el Señor estaba orientado a anunciar y establecer el reinado de Dios. De igual manera los misioneros quieren manifestar por su castidad y su celibato la total orientación de sus vidas a la proclamación de la Buena Noticia a los pobres. La fuente del amor célibe se encuentra en el Dios de Jesucristo, quien nos ha llamado a dedicar la vida entera a la evangelización de los pobres. Sólo por la gracia seremos capaces de vivir el don de la castidad célibe. Aceptamos y cultivamos este don con humildad, pues conocemos nuestra fragilidad y debilidad.

Por el celibato el misionero renuncia a compartir su vida con sólo una persona, para así poderse dedicar más de lleno a la misión: «De este modo abrimos más ampliamente el corazón a Dios y al prójimo» (C 29 §2). No es simplemente que quedemos así más libres de toda preocupación familiar, sino que quedamos más libres para cumplir las exigencias que supone la evangelización de los pobres. El compromiso de castidad consiste en usar esa libertad para dedicarse plenamente al fin de la Congregación, pues él nos ayuda a canalizar todas nuestras energías físicas, espirituales y afectivas hacia una dedicación efectiva a la predicación del Evangelio y a una relación cercana personal con los pobres.

Como cualquier otra persona, también el célibe debe integrar las diferentes dimensiones de su personalidad. No ha renunciado a su necesidad de amar y ser amado, ni tampoco a su capacidad humana de afecto, ni a su ser sexuado. No es posible renegar de la capacidad de engendrar y de la necesidad de crear. El voto excluye ciertas maneras de expresar estas necesidades humanas básicas. Pero, precisamente por ello, requiere otras maneras de expresarlas. La amistad y la vida común proveen ambientes que nos ayudarán a descubrir unos modos sanos de expresar nuestro amor y de recibirlo, y de integrar la sexualidad y la afectividad de un modo maduro en un proyecto armonioso de vida. La actividad y el servicio pastoral es un terreno muy adecuado para expresar la creatividad y fecundidad.

El amor es siempre exigente. Nos importa mucho el conocer bien las exigencias del amor célibe. El misionero debe estar dispuesto a pagar el precio de un gran sacrificio para seguir a Jesús enteramente y para servir mejor a los pobres, sus hermanos y hermanas. El Misterio Pascual estará siempre presente cuando se sigue a Jesús. Lo mismo que el Señor Jesús, el misionero no busca el sufrimiento y el dolor, pero carga con su cruz para ser fiel en el amor y para gozar de una vida más plena (Mc 8,34; Jn 12,24). Por encima de esta dimensión que afecta a su persona, la participación del misionero en la muerte y resurrección del Señor cumple además una función profética, pues hace ver el valor relativo de todas las cosas en comparación con el reinado de Dios, que aunque está ya presente aún no se ha manifestado en plenitud. Por otro lado, pues la castidad vicenciana está orientada a servir a los pobres, nos recuerda la dignidad de aquellos a quienes la sociedad mira como poco importantes.

Una cierta experiencia de soledad dolorosa forma sin remedio parte de la vida célibe. La gracia de Dios, aceptada con fidelidad, ayuda a transformar el sentimiento de soledad en energía creadora para servir a los pobres y para amar a nuestros hermanos de comunidad.

V. CÓMO VIVIR LA CASTIDAD

Relación íntima con Cristo. El seguimiento de Cristo se centra en su persona, no en una idea. Por lo tanto la vida entera del misionero debe estar enraizada en la intimidad con el Señor. El misionero célibe y casto sabe que no puede caminar solo, sin la presencia de Cristo. Es él quien nos fortalece para vivir castamente por el Reino. El hace posible el amor célibe en medio de las dificultades y los desafíos del mundo. La oración y la eucaristía son dos caminos privilegiados para encontrar a Cristo, caminos también esenciales para cultivar el amor célibe.

Fecundidad apostólica. También el voto de castidad está orientado a promover nuestra misión evangelizadora de los pobres. La entrega al apostolado en seguimiento de Cristo da sentido al compromiso del amor célibe y es una excelente ayuda para alimentar una castidad fiel. La misión y el servicio proporcionan terreno privilegiado para la capacidad creadora y generativa. El trabajo por la promoción humana, que se expresa en la solidaridad con aquellos cuyas vidas están destrozadas por la pobreza y el sufrimiento, eleva al amor casto por encima del mero interés personal al terreno del interés por el bien social.

Vida de comunidad. El seguimiento de Jesucristo es una realidad que sólo se puede comprender y vivir en una relación fraternal y amistosa. La comunión verdaderamente fraterna (C 30) respalda al misionero en su respuesta al don del celibato que ha recibido. La vida comunitaria debe ser el espacio privilegiado para vivir la dimensión afectiva que todo ser humano lleva consigo.

Amistad y prudencia. San Vicente era un hombre de una afectividad rica. Hay numerosos ejemplos en su vida de cómo supo cultivar amistades sinceras y profundas en una vida de castidad auténtica. También el misionero de hoy necesita una experiencia similar de amar y de sentirse amado. Una amistad sana, que conduzca a un mayor celo apostólico y produzca libertad y ayuda mutua, puede constituir un modo de vivir con alegría el amor célibe. El misionero se encuentra en medio de un mundo complejo, lleno de gracia y de pecado. Es decisivo que sepa discernir qué situaciones, acciones y personas le conducen a la libertad de Cristo y cuáles le conducen a la esclavitud. Su discernimiento debe tener siempre en cuenta su compromiso radical de seguir a Cristo.

Humildad y mortificación. La decisión de seguir a Cristo en celibato abre posibilidades nuevas para amar en verdad, pero a la vez exige la renuncia a toda expresión genital del amor, si bien ésta sea legítima en la vida matrimonial. El misionero debe ser sincero consigo mismo y con Dios, y debe saber discernir las situaciones y relaciones personales que no conducen a un amor célibe. Es preciso que tenga conciencia clara de sus debilidades, sin engañarse a sí mismo. El misionero no presume de sus propias fuerzas (RC IV, 2), sino que confía en la presencia de Cristo en su vida. Hay ocasiones en las que fidelidad a Cristo significa renuncia. San Vicente recomienda una seria mortificación de los sentidos interiores y exteriores, así como el saber evitar los modos de expresión afectiva y sexual que no son compatibles con una vida célibe (RC IV, 2-5; XI, 70-71 / XI, 758-759).

Sinceridad. El misionero vive la castidad desde su humanidad con todas sus energías y debilidades. Realidades tales como la soledad, la integración de la afectividad y de la sexualidad, no se pueden ocultar si han de ser integradas convenientemente en una personalidad madura. Se debe hablar con sinceridad acerca de ellas con Dios y con los que nos pueden ayudar. La sinceridad con el director espiritual y el confesor es indispensable para orientar la vida de celibato.

CASTIDAD: AMOR EN CELIBATO

-Textos para la meditación-

1. «Nuestro Salvador nos hizo ver claramente cuánto estimaba la castidad, y cuán ardientemente deseaba introducirla en los corazones, en el hecho de haber elegido nacer, por obra del Espíritu Santo y al margen de las leyes naturales, de una virgen sin tacha. Tenía tal horror al vicio opuesto que aunque permitió que se le imputaran en falso los peores crímenes, para quedar saturado de infamia según sus deseos, no se lee sin embargo en el Evangelio que fuese tachado, no diré ya de la acusación, sino ni siquiera de la menor sospecha de impureza. Por eso es muy de desear que la Congregación se inflame con un deseo muy vivo de la adquisición de esta virtud, y que profese el practicarla con toda perfección siempre y en todo lugar. Esto debemos tenerlo tanto más en cuenta cuanto que los trabajos de la Misión nos obligan a un trato muy estrecho casi continuo con seglares de ambos sexos. Todos, pues, nos esforzaremos por aplicar toda reserva, diligencia y precaución necesarias para mantener fielmente la castidad de alma y cuerpo» (RC IV, 1).

2. «Santo Tomás propone la cuestión siguiente: ¿quién es el que más merece, el que ama a Dios y descuida el amor al prójimo o el que ama al prójimo por amor de Dios? Y da él mismo la respuesta a esta duda, diciendo…..: dirigirse al corazón de Dios, encerrar en él su amor por completo, no es lo más perfecto, ya que la perfección de la ley consiste en amar a Dios y al prójimo. Dadme a un hombre que ame a Dios solamente, un alma elevada en contemplación que no piense en sus hermanos; esa persona, sintiendo que es muy agradable esta manera de amar a Dios, que le parece que es lo único digno de amor, se detiene a saborear esa fuente infinita de dulzura. Y he aquí otra persona que ama al prójimo , por muy vulgar y rudo que parezca, pero lo ama por amor de Dios. ¿Cuál de esos dos amores creéis que es el más puro y desinteresado? Sin duda que el segundo, pues de ese modo se cumple la ley más perfectamente. Ama a Dios y al prójimo. ¿Qué más puede hacer? El primero no ama más que a Dios, mientras que el segundo ama a los dos. Hemos de entregarnos a Dios para imprimir estas verdades en nuestras almas, para dirigir nuestra vida según este espíritu y para hacer las obras de este amor. No hay nadie más obligado a ello que nosotros y ninguna comunidad que tenga que dedicarse más al ejercicio de una caridad cordial.

¿Y por qué? Porque Dios ha suscitado a esta Compañía, como a todas las demás, por su amor y beneplácito. Todas tienden a amarle, pero cada una lo ama de manera distinta: los cartujos por la soledad, los capuchinos por la pobreza, otros por el canto de sus alabanzas; y nosotros, hermanos míos, si tenemos amor, hemos de demostrarlo llevando al pueblo a que ame a Dios y al prójimo, a amar al prójimo por Dios y a Dios por el prójimo» (XII, 261-262/XI, 552-553).

3. «Nuestra vocación consiste en ir, no a una parroquia, ni sólo a una diócesis, sino por toda la tierra. ¿Para qué? Para abrazar los corazones de todos los hombres, hacer lo que hizo el Hijo de Dios, que vino a traer fuego a la tierra para inflamarla de su amor. ¿Qué otra cosa hemos de desear, sino que arda y lo consuma todo? Mis queridos hermanos, pensemos un poco en ello, si os parece. Es cierto que yo he sido enviado, no sólo para amar a Dios sino para hacerlo amar. No me basta con amar a Dios, si no lo ama mi prójimo. He de amar a mi prójimo como imagen de Dios y objeto de su amor, y obrar de manera que a su vez los hombres amen a su creador, que los conoce y reconoce como hermanos, que los ha salvado, para que con una caridad mutua también ellos se amen entre sí por amor de Dios, que los ha amado hasta el punto de entregar por ellos a la muerte a su Hijo único» (XII, 262-263/XI, 553-554).

4. «Hay pureza de cuerpo y pureza de espíritu. El que tiene pureza de cuerpo no por eso tiene castidad; es la pureza de espíritu la que constituye esta virtud y le da la perfección, e incluso la esencia; ella es la que echa del pensamiento, del espíritu, de la memoria, de la fantasía, todos los malos pensamientos. En esto consiste, por tanto, todo nuestro ejercicio: arrancar del corazón, etc., si queremos tener la castidad que pide de nosotros la Regla, acordándonos de que Nuestro Señor, cuando vino al mundo, hizo tanto caso de ella que quiso cambiar la naturaleza de las cosas y nacer de una virgen. Por causa de esta virtud dijo también que las vírgenes acompañarían por todas partes al Cordero cantando cánticos nuevos. ¡Cuánto debe apreciar esta virtud la Compañía en general y cada uno de nosotros en particular, haciendo todo lo posible por tenerla y perfeccionarse en ella cada día más!

Pero, ¿qué es lo que nos ayudará en ello? La guarda de los sentidos. Es lo que dice la Regla. La guarda de la vista. ¡Qué peligrosa es la vista! ¡Dejar que los ojos vayan de acá para allá, mirando toda clase de objetos! ¡Qué malo es esto! David, aquel hombre tan santo, por haber visto a una mujer, cayó en el pecado contrario a la castidad y todavía hizo algo peor, pues a aquel pecado añadió uno nuevo, esto es, el homicidio; ya conocéis la historia.

El oído, la guarda del oído. Los que habéis confesado por las aldeas e incluso por la ciudad, ya sabéis que muchas personas aprenden lo que es la impureza viendo y oyendo a esos saltimbanquis, a esos comediantes que representan acciones deshonestas y tienen malas conversaciones. ¡Qué peligroso es todo esto!

Así pues, hay que guardar los sentidos: la vista, sí, la vista, el oído y los demás sentidos exteriores, el tacto; hacerse dueño de los sentidos tanto como uno pueda, la vista, el oído, el tacto» (XII, 418-419/XI, 682).

5. «En nombre de Dios, sea usted valiente y no rinda las armas; se trata de la gloria de Dios, de la salvación quizá de un millón de almas y de la santificación de la suya. Acuérdese de que Dios está con usted, que combate con usted y que la victoria entonces es infalible. El diablo puede ladrar, pero no morder; le puede asustar, pero no le hará daño; de ello puede estar seguro delante de Dios, en cuya presencia le hablo; de lo contrario, dudaría mucho de su salvación o, al menos temería que se hiciese usted indigno de la corona que Nuestro Señor le va forjando, mientras usted trabaja con tanto fruto por él. La confianza en Dios y la humildad le alcanzarán la gracia necesaria para ello» (III, 128/ III, 120).

CAPÍTULO IV

POBREZA: SOLIDARIDAD CON LOS POBRES

«Aunque era verdadero dueño de todos los bienes, Cristo adoptó una vida tan pobre que no tenía dónde reclinar su cabeza. Quiso además que los apóstoles y discípulos que trabajaban en la misión vivieran en el mismo estilo de pobreza, de modo que no tuvieran ninguna propiedad personal» (RC III,1).

I. INTRODUCCIÓN

La palabra «pobreza» no significa lo mismo para los teólogos, los sociólogos o para los tratadistas de los consejos evangélicos. Además las realidades socio-económicas, diferentes en los diversos continentes y países, afectan a su significado. Sin embargo, aun admitiendo las diferencias legítimas en la comprensión y en la práctica de la pobreza, queda en pie un núcleo común de significado. Igual que en los demás consejos evangélicos, la pobreza vicenciana debe entenderse en referencia a la misión, de modo que la pobreza en la Congregación de la Misión existe para imitar a Cristo evangelizador de los pobres y es inspirada por, y orientada a, la misión. Este criterio fundamental es la clave por la que el misionero (pobreza personal) y la Congregación (pobreza comunitaria) descubre el verdadero criterio vicenciano al enfrentarse con las diferentes maneras de comprender y de practicar la pobreza evangélica.

II. SITUACIÓN ACTUAL

La pobreza material es la condición de vida no elegida de la mayor parte de los seres humanos. Para amplios sectores de la población en todos los países la realidad diaria consiste en una lucha por obtener el mínimo necesario para seguir viviendo. Analfabetismo, desempleo, hambre y enfermedad siguen estando presentes a pesar de los avances tecnológicos. El sufrimiento de millones de seres humanos no es un hecho ocasional producido por individuos aislados, sino que las sociedades y la organización de la economía han institucionalizado la opresión, oculta o abiertamente. En palabras de Pablo VI: «Hay ciertamente injusticias que claman al cielo» (Populorum progressio, 30). Para los pobres, la pobreza es un hecho del que quieren librarse.

A la vez que la pobreza oprime las vidas de muchedumbres existe la abundancia para unos pocos. La sociedad ofrece una invitación constante a tener y a consumir más. La acumulación y el consumo se presentan con frecuencia como valores absolutos sin referencia alguna a otros valores y necesidades humanas. El disfrute de la riqueza ofrece un carácter puramente privado, sin ninguna connotación de responsabilidad social.

Los dos extremos de riqueza y pobreza crean una tensión a los miembros de la Congregación. La miseria de tantos hermanos y hermanas puede producir en nosotros un anhelo por vivir una forma de pobreza que no esperamos alcanzar nunca. Mientras los pobres sufren una pobreza real, nuestras casas y trabajos distancian nuestras formas de vida de las de ellos. Para algunos miembros de la comunidad esta realidad crea una viva preocupación a sus conciencias. A otros les produce una actitud de indiferencia en cuanto al problema de la desigualdad en los niveles de vida.

Los medios de comunicación nos animan constantemente a aceptar los valores predominantes en la sociedad. La vida cómoda se nos presenta como una posibilidad muy atractiva que fácilmente se convierte en un fin por sí misma. La ideología de una exagerada independencia económica, que tan cuidadosamente san Vicente quiso evitar, no es desconocida dentro de la Congregación.

III. EL VOTO DE POBREZA

El voto vicenciano de pobreza sólo se puede entender rectamente a la luz de la decisión de seguir a Cristo evangelizador de los pobres. Una comprensión seria del voto se basa en el compromiso de entrega de la vida propia a la causa del Reino. Si no se ve así, la fórmula concreta del voto de pobreza, que sólo señala el mínimo jurídico que hay que guardar, tendería a oscurecer nuestra consagración radical a la misión. Tratar de guardar sólo el mínimo posible para no salirse de los límites del voto sería una actitud muy dudosa para expresar nuestra entrega total, aunque fuera tolerable en pura legalidad.

En su tiempo san Vicente tuvo que afrontar el problema de fundar una comunidad con bienes comunes, dispuesta para la misión, sin por ello hacer de ella una comunidad «religiosa». El problema jurídico de no crear una comunidad religiosa y el problema práctico de no dividir la comunidad por diferencias económicas, lo resolvió con el voto de pobreza tal como se define en el Estatuto Fundamental de Pobreza.

La fórmula tradicional del voto dice simplemente: «Por razón del voto es necesario contar con el permiso del superior, según las Constituciones y Estatutos, en el uso y disposición de los bienes» (C 34). La dependencia con respecto al superior es en la Congregación la forma visible de practicar la pobreza. Pero la verdadera intención de la necesidad de permiso, además de buscar el servir de ayuda al superior para la animación y el buen orden de la vida comunitaria, es ofrecer a cada misionero una oportunidad para el discernimiento: «Para vivir el espíritu de pobreza no basta con el permiso del superior, sino que es necesario que cada uno pondere qué es lo más propio y más conforme a nuestra vida y ministerio, según el espíritu de nuestro fundador expresado en las Reglas Comunes» (C 34). Las necesidades de los pobres, los compromisos comunitarios y personales, la responsabilidad pastoral, la tradición vicenciana y el Estatuto Fundamental de Pobreza son algunos de los criterios, entre otros, que deben guiar el proceso de toma de decisiones en cuestiones de pobreza.

IV. LA VIRTUD DE LA POBREZA

La pobreza vicenciana supone intentar reproducir en la propia vida a Cristo pobre, que evangelizó a los más abandonados. Para san Vicente la pobreza misionera es el resultado de contemplar a Jesús, que «se hizo pobre aunque era rico, a fin de que os enriquecierais con su pobreza» (2 Cor 8,9). Practicando la pobreza, los miembros de la Congregación «manifestarán que dependen totalmente de Dios, y la misma evangelización de los pobres resultará más eficaz» (C 31).

Siguiendo una antigua tradición de la Iglesia, san Vicente distingue entre pobreza interior y exterior. Ambas son necesarias, la pobreza como un modo de ser y la pobreza como un modo de poseer. Si no se manifiesta exteriormente, la pobreza espiritual no es creíble. Sin una motivación espiritual, la pobreza material es con frecuencia un mal. «Renunciar exteriormente a los bienes, conservando el deseo de retenerlos, es no hacer nada, es burlarse y quedarse con lo mejor» (XI, 247/ XI, 156).

La decisión libre de aceptar el reinado de Dios relativiza todos los demás valores. San Vicente subraya un aspecto fundamental de la pobreza voluntaria cuando nos recuerda que «es una renuncia, un desprendimiento, un abandono, una abnegación» (XI, 246/XI,156). El fin de la pobreza y su alma interior es seguir a Jesús en libertad y participar en su misión de evangelizador de los pobres. Todas las costumbres, reglas y decisiones prácticas que se refieren a la pobreza vicenciana brotan de eso. El voto no sólo nos compromete a guardar el mínimo jurídico de tener que pedir permiso, sino que nos debe llevar a encontrar formas nuevas en el uso de nuestros bienes con el fin de llevar a cabo nuestra vocación misionera.

La misión vicenciana nos coloca en medio del mundo de los pobres. El deber de ser solidarios con nuestros hermanos y hermanas pide de nosotros un estilo sobrio de vida (C 33). Cuando san Vicente escribía: «No buscaremos cosas superfluas o curiosas. Moderaremos el uso de las cosas necesarias, y hasta el deseo de ellas, de manera que el estilo de nuestra alimentación, habitación y cama sea como conviene a quien es pobre» (RC III, 7), quería enseñarnos que debe haber correspondencia entre nuestro estilo de vida y lo que exige nuestra vida ministerial. La disponibilidad para dejar de lado la comodidad y la seguridad materiales, al menos en cierta medida, hace que el servicio de los pobres sea posible y creíble. Por eso san Vicente calificaba a la pobreza como el baluarte de nuestra Congregación (RC III, 1). Por un lado una vida sencilla y sobria hace ver a los marginados nuestro deseo de estar con ellos en solidaridad. Por otro, es un testimonio contra una sociedad que margina y deja de lado a los pobres.

La pobreza vicenciana fomenta la comunidad de servicio a los pobres. La dimensión comunitaria de nuestra vocación va más allá de un simple poner en común los bienes materiales. Los bienes comunes están ahí más bien para promover la unidad fraterna, de manera que se satisfagan con ellos las necesidades de cada cual, la ayuda mutua sea una realidad concreta y desaparezcan las desigualdades económicas y las divisiones (C 32,35). Compartimos nuestros bienes para estar unidos en el servicio de los pobres.

Por su fin apostólico comunitario la Congregación de la Misión necesita poseer y usar bienes materiales para la evangelización de los pobres. Por ello mismo la pobreza implica una sabia administración de los bienes. Pues admitiendo que «vivimos del patrimonio de Jesucristo, del sudor de los pobres» (XI,201/XI, 121), la Congregación quiere usar sus bienes en favor de ellos con generosidad (C 33). Además, todos los misioneros son responsables de administrar y cuidar bien los bienes confiados a su cuidado.

Nuestra cercanía a los pobres pide que asumamos, tanto cuanto sea posible, algo de su condición. «Cuando vamos al refectorio, deberíamos preguntarnos: ¿has ganado el pan que vas a comer?» (XI, 201/XI, 121). Así como los pobres necesitan trabajar para poder vivir, los misioneros están sometidos a la ley universal del trabajo en línea con el fin de la Congregación y el proyecto comunitario (C 32 §1).

V. EL ESTATUTO FUNDAMENTAL DE POBREZA

Ya desde el comienzo de la Compañía san Vicente estudió la posibilidad de formular algunas orientaciones sobre la pobreza. Su buen sentido le sugirió la conveniencia de distinguir entre los bienes personales del misionero y los bienes comunes, y su experiencia le llevó a aclarar en términos legales la naturaleza de la pobreza de su Congregación. Después de varios intentos, san Vicente consiguió del Papa Alejandro VII en 1659 el breve «Alias nos». Lo que en él se dice pertenece aún hoy a las normas de la Congregación, según lo establecen las Constituciones (C 35).

Admitiendo el hecho de que los miembros de la Congregación pueden tener propiedad, san Vicente intentó evitar las desigualdades económicas en la comunidad y promover la libertad para dedicarse al ministerio. Esto es lo que intentó el Estatuto Fundamental de Pobreza. La asamblea de 1980 dio una interpretación del Estatuto teniendo en cuenta los cambios que han ocurrido desde el siglo XVII en cuestiones de economía. Esa interpretación no cambia el Estatuto; más bien quiere hacer explícitas las obligaciones que brotan de él.

El Estatuto Fundamental menciona los bienes inmuebles. Esta expresión viene de un tiempo histórico en el que la tierra era la fuente principal de ingresos. La expresión bienes inmuebles significa literalmente «bienes que no se pueden mover» (por ejemplo un edificio o un terreno), y también bienes que físicamente se pueden mover pero que la ley considera como inmóviles (por ejemplo una puerta o una ventana). Bienes muebles son toda propiedad que se puede mover (muebles, libros, dinero, etc.).

El Estatuto se ocupa de toda propiedad que produce ingresos o rentas, y establece que los misioneros mantienen la propiedad de los bienes inmuebles. Sin embargo no pueden usar libremente esos bienes, y necesitan el permiso del superior para hacerlo. «Alias Nos» no menciona los bienes muebles. En el siglo XVII, cosas como cuentas bancarias, acciones y obligaciones o bolsas de valores, no eran comunmente conocidas por la población en general como fuentes de riqueza. Por ello la asamblea general de 1980 al explicar el Estatuto considera algunos bienes muebles como fuentes de ingresos, o sea, como equivalentes en ese aspecto a los bienes inmuebles. En otras palabras, la asamblea interpreta para hoy el Estatuto de esta manera: los miembros de la Congregación de la Misión mantienen la posesión de sus propiedades personales, sean muebles o inmuebles, que produzcan ingresos, pero necesitan permiso del superior para usarlas.

Los miembros de la Congregación de la Misión no necesitan permiso para mantener sus propiedades personales (reparaciones, etc.) y pueden disponer de ellas libremente por legado o testamento. Sin embargo, en virtud del Estatuto, el misionero puede emplear lo que su propiedad produce como ingresos (interés, renta, dividendos) para su uso personal con el permiso del superior. «Esta es una norma permisiva«, en ninguna manera una recomendación positiva (interpretación del Estatuto, A 4). De hecho san Vicente al comentar el Estatuto afirmó: «El uso de esos bienes no es para el individuo; él no los necesita, pues la Congregación provee a sus necesidades» (XII, 383/XI, 653).

Los miembros de la Congregación de la Misión que tienen propiedades personales están obligados a dedicar los frutos o ingresos a obras pías (caridad, obras sociales, etc.), y, antes que nada, a los padres y familiares necesitados («Alias Nos»). Las Constituciones añaden que nuestros bienes personales deben dedicarse también en favor de los compañeros, «evitando las diferencias entre nosotros» (C 35). Estas normas de carácter positivo del Estatuto complementan las de carácter negativo; todas ellas nos urgen no sólo a evitar toda acumulación sino a usar nuestros bienes personales en favor de los demás.

La explicación del Estatuto Fundamental (B 4) nos recuerda que las Constituciones quieren poner de relieve la dimensión comunitaria de la pobreza vicenciana (C 32 § 2).. Los frutos del trabajo personal (estipendios, salarios, derechos de autor) pertenecen a la Congregación. Amén de eso, todos los ingresos que recibe un miembro después de la incorporación, tales como pensiones, seguros o seguridad social, son propiedad de la comunidad. Todo esto es una consecuencia de nuestro compromiso para formar una comunidad de bienes y para contribuir al bien de los demás miembros de la Congregación.

El Estatuto Fundamental de Pobreza («Alias Nos») y la interpretación de la Asamblea General de 1980 nos ofrecen orientaciones prácticas para vivir la pobreza, pero no son ellas los únicos puntos de referencia para lo que debe ser la práctica de nuestra pobreza (B 4). Para mejor comprender el espíritu y la intención del Estatuto Fundamental, habría que tener en cuenta también:

– nuestro compromiso con la evangelización de los pobres;

– la pobreza de espíritu (cfr. XII, 377-386/ XI, 647-655; RC III 4,7);

– la comunidad de bienes (RC III 3,4,5,6);

– la adaptación de nuestro estilo de vida al de los pobres (cfr. RC III 7);

– la ley universal del trabajo (cfr. XI, 201 ss./ XI, 120 ss.);

– que los frutos de nuestro trabajo pertenecen a la Congregación;

– y que los bienes comunes deben ser vistos como patrimonio de los pobres; no debemos, bien como individuos particulares, bien como comunidad, retener bienes sin hacerlos producir o sin invertirlos, con el resultado de que así no reportarían ningún beneficio a los pobres.

VI. CÓMO VIVIR LA POBREZA

Evitar la acumulación de bienes. Nuestra pobreza intenta hacernos libres para dedicarnos a la misión. San Vicente sabía que el apego a las posesiones materiales era un peligro: «…entonces se podría decir: adiós a los trabajos de la Misión y a la Misión misma….» (XI, 79/XI, 773). Un estilo sobrio de vida es un medio práctico de evitar la tentación de emplear nuestras energías en acumular riquezas o en mantener un estilo de vida confortable. Debemos estar dispuestos a sentir la «mordedura de la pobreza», aunque pudiéramos vivir de una manera mejor.

Poner nuestros bienes a disposición de los demás. El voto nos permite conservar la posesión de nuestras propiedades personales. Las exigencias de nuestro trabajo pastoral piden que la comunidad tenga recursos materiales. Pues no renunciamos del todo a la propiedad de bienes materiales, nuestra pobreza se manifiesta en la práctica en cómo usamos los bienes que tenemos. Hay un gran peligro de que las propiedades personales o comunitarias se dirijan sólo a satisfacer nuestras propias necesidades. La generosidad en relación a nuestros bienes (también a nuestro tiempo y a nuestros talentos) fomentará el espíritu de desprendimiento y de libertad.

Contacto personal con los pobres y sensibilidad hacia ellos. Aunque nuestro trabajo por los pobres no existe ante todo para beneficio nuestro, la inserción en el mundo de los pobres nos ayudará a transformar nuestra visión y nuestras vidas. Los pobres no sólo carecen de lo superfluo sino que con frecuencia carecen también de lo necesario para vivir. Son las víctimas de la injusticia institucionalizada, de la opresión y de desigualdades socio-económicas escandalosas. El contacto personal nos hará sensibles a sus sufrimientos, esperanzas y deseos, y nos capacitará para aprender de sus ejemplos de generosidad en medio de la escasez y de la necesidad. Los pobres pueden evangelizarnos ayudándonos a transformar nuestra caridad, vista como un ejercicio privado de compasión, hacia una solidaridad vivida de forma concreta.

Depender de la comunidad. Según las Constituciones, los «administradores provean gustosamente a las necesidades de los misioneros en todo lo que se refiere a la vida, oficio particular y trabajo apostólico» (C 154 §2). El depender de la comunidad, si se vive en un estilo de madurez, sirve para fomentar el espíritu de fraternidad y de interés por una vida compartida. La dependencia se manifiesta también en pedir los permisos requeridos. En concreto, esta idea implica que cada provincia defina claramente las cantidades para las que se requiere pedir el permiso del superior. Cuando, por poner un ejemplo, las provincias señalan una asignación mensual para cada cual, debe haber una norma clara que señale la cantidad y los fines a los que se dedica esa cantidad. También debe haber normas concretas sobre los permisos requeridos para gastos hechos con dinero personal, pues tal dinero debe ser gastado en conformidad con el Estatuto Fundamental de Pobreza tal como lo interpretó la asamblea de 1980.

Ayuda a la comunidad. La pobreza comunitaria no se manifiesta únicamente cuando se recibe de la comunidad. Ha de tenerse en cuenta también el interés por el bien de los demás miembros de la comunidad. Los estipendios y todo lo que se reciba por el trabajo hecho en nombre de la comunidad no son remuneraciones por trabajos personales. Debemos entregarlas pensando en el bien de todos los miembros de la comunidad, como signo de nuestro interés por los demás y de nuestra identificación con los otros miembros de la Congregación.

Evaluación frecuente. El seguimiento de Cristo como misioneros nos pide una conversión continua. Como la práctica de la pobreza es «condición de la renovación y signo del progreso de nuestra vocación en la Iglesia y en el mundo» (E 18), una revisión frecuente de la práctica de la pobreza comunitaria y personal será un medio para una conversión permanente. Las reuniones para elaborar el proyecto comunitario local y los presupuestos serán momentos para revisar nuestra manera de usar las posesiones materiales, a la luz de las Constituciones, normas provinciales y necesidades de los pobres.


POBREZA: SOLIDARIDAD CON LOS POBRES

– Textos para la meditación –

1. “Haré que le manden las estampas y los libros que desea; pero creo que he de decirle, padre, que estamos en una situación en que no hay que hacer más gastos que los necesarios. La miseria pública nos rodea por todas partes. Es de temer que llegue también hasta nosotros; y aun cuando no llegara, debemos tener compasión con los que la sufren. Cuando haya hecho usted sus provisiones y haya conocido todas las necesidades de casa y de fuera, quizás cuide usted un poco mejor los fondos que haya encontrado” (SV IV, 277-278/ IV, 269).

2. «Todo cuanto Dios hace, lo hace por nuestro mayor bien. Por consiguiente, hemos de esperar que esta pérdida será para nuestro provecho, ya que viene de Dios. Todas las cosas ceden en bien para los hombres justos. Y estamos seguros de que, si recibimos las adversidades de manos de Dios, se convertirán para nosotros en gozo y bendición. Les ruego pues, padres y hermanos míos, que den gracias a Dios por la resolución de este asunto, por la privación de esa finca y por las disposiciones que nos ha dado para aceptar esta pérdida por su amor. Es ciertamente una gran pérdida; pero su adorable sabiduría sabrá hacer que las cosas se tornen en provecho nuestro por unos caminos que desconocemos por ahora, pero que ustedes verán algún día. Sí, ustedes lo verán, y espero que el buen comportamiento que han observado todos en este accidente que no esperábamos, servirá de fundamento para las gracias que Dios les concederá en el futuro, de emplear rectamente todas las aflicciones que él quiera enviarles» (VII,251-252/ VII, 218-219).

3. «Daríamos un grave escándalo, después de un decreto tan solemne, si lo impugnáramos para destruirlo. Nos acusarían de demasiado apegados a nuestros bienes, que es el reproche que suele hacérseles a los eclesiásticos y, gritando contra nosotros por todo el palacio, haríamos daño a otras comunidades y seríamos motivo de que nuestros amigos se escandalizasen de nosotros.

Tenemos motivos para esperar que, si buscamos el Reino de Dios, como dice el Evangelio, no nos faltará nada. Y si el mundo nos quita por una parte, Dios nos dará por otra, tal como hemos podido experimentar después de que la cámara suprema nos arrebató esas tierras; porque Dios ha permitido que un consejero de esa misma cámara nos dejara al morir casi lo mismo que vale esa finca». (VII, 406/ VII, 348-349).

4. «Bien, la pobreza es una renuncia voluntaria a todos los bienes de la tierra, por amor a Dios y para servirle mejor y cuidar de nuestra salvación; es una renuncia, un desprendimiento, un abandono, una abnegación. Esa renuncia es exterior e interior, no solamente exterior. No sólo hay que renunciar externamente a todos los bienes; es preciso que esa renuncia sea interior, que parta del corazón. Junto con los bienes hay que dejar también el apego y el afecto a esos bienes, no tener el más mínimo amor a los bienes perecederos de este mundo. Renunciar externamente a los bienes, conservando el deseo de tenerlos, es no hacer nada, es burlarse y quedarse con lo mejor. Dios pide principalmente el corazón, el corazón, que es lo principal» (XI, 246-247/ XI, 156).

5. «Si tenemos algunos bienes, no tenemos el uso de ellos, y en esto somos semejantes a Jesucristo que, teniéndolo todo, no tenía nada; era el dueño y señor de todo el mundo y el que hizo todos los bienes, pero quiso privarse de su uso por nuestro amor; aunque era el señor de todo el mundo, se hizo el más pobre de todos los hombres y tuvo menos que los mismos animales: ‘Las zorras tienen madrigueras y las aves del cielo nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar su cabeza’ (Mt 8,20). El Hijo de Dios no tiene ni una piedra donde reposar su cabeza. ¡Oh, Salvador! ¡Oh, Salvador! ¿qué será de nosotros si nos apegamos a los bienes de la tierra? ¿Y qué llegaremos a ser siguiendo el ejemplo de la pobreza del Hijo de Dios? ¡Que los que tengan bienes, no deseen usarlos, si han renunciado a ellos! ¡Y que los que no tengan, no quieran tenerlos!» (XI, 224-225/XI, 139).

6. «Estas son, padres, las dos razones que nos obligan a observar el voto de la santa pobreza: que le hemos dado palabra al superior y a Dios. La tercera razón que se me ha ocurrido es que es imposible vivir en paz en una comunidad como la nuestra; y no sólo es imposible vivir bien, sino también perseverar en ella mucho tiempo; es imposible. Digo, pues, padres, en tercer lugar, que es sumamente difícil y hasta imposible, que una persona a quien se le haya metido en la cabeza el deseo de tener, pueda cumplir con su deber entre nosotros y vivir según las reglas que ha abrazado, y guardar la costumbre ordinaria de la Compañía. Una persona que sólo se preocupa de sus gustos, de buscar sus propias satisfacciones, de comer bien, de pasar alegremente el tiempo (pues eso es lo que pretenden quienes tienen ese deseo insaciable de riquezas), ¿podrá acaso desempeñar debidamente sus ocupaciones en la Misión? Es imposible…

¡Oh, Salvador!, ¿es eso ser misionero? Ese es un diablo, no un misionero. Su espíritu es el espíritu del mundo. Está ya de corazón y de afecto en el mundo; solamente está en la Misión su esqueleto. Buscar la comodidad, seguir sus gustos, vivir bien, hacerse estimar, todo eso es espíritu mundano; y eso es lo que pide, allí está su espíritu» (XI, 237, 240-241/ XI, 149,151).

7. «A veces discurro dentro de mí mismo si es verdad que la pobreza es tan hermosa, y cuál debe ser la belleza de esa virtud a la que san Francisco llama su esposa. ¡Cómo arrebata su hermosura! Me parece que está dotada de tanta excelencia que, si pudiéramos tener la dicha de verla un poco solamente, nos veríamos prendados de su amor y nunca querríamos separarnos de ella; no la abandonaríamos jamás y la amaríamos por encima de todos los bienes del mundo. ¡Oh, si Dios nos concediese la gracia de correr el velo que nos impide ver tanta belleza! ¡Oh, si retirase por su gracia todos los velos que el mundo y nuestro amor propio nos ponen ante los ojos! Entonces, padres, quedaríamos embobados ante los encantos de esta virtud, que robó el corazón y los afectos del Hijo de Dios; ésta ha sido la virtud del Hijo; Éll quiso tenerla como suya; fue el primero en enseñarla, quiso ser el maestro de la pobreza. Antes de él nadie sabía lo que era; era desconocida. Dios no quiso enseñárnosla por los profetas; se la reservó para venir Él mismo a enseñarla. En la ley antigua no se la conocía; sólo se estimaban las riquezas; nadie hacía caso de la pobreza, pues no conocían sus méritos» (XI, 245/ XI, 155).

8. «El estado de los misioneros es un estado apostólico, que consiste, como los apóstoles, en dejarlo y abandonarlo todo para seguir a Jesucristo y hacerse verdaderos cristianos; es lo que han hecho muchos de la Compañía, que han dejado sus parroquias para venir a vivir aquí en la pobreza y, por tanto, cristianamente; y, como me decía una cierta persona, sólo el diablo puede decir algo en contra de la Misión; ir, por ejemplo, de aldea en aldea para ayudar al pobre pueblo a salvarse y a ir al cielo, como veis que se hace. Por ejemplo, el buen padre Tholard, que lo está haciendo ahora, y el señor abad de Chandenier, tienen incluso que dormir sobre paja»(XI, 163/ XI, 89-90).

9. «Todos deseamos ser discípulos de Nuestro Señor. Pues bien, ¿habéis sentido, desde que fuisteis llamados a su servicio este amor y este afecto hacia la santa pobreza? Por eso nos hemos entregado a Dios: para ser sus discípulos; pero no podemos serlo sin abrazar la pobreza; si no lo hemos hecho, no podemos ser tan buenos discípulos de Nuestro Señor, como si lo hubiéramos hecho; y si no lo hemos hecho con suficiente pureza y perfección, hagámoslo ahora y entreguémonos a Dios para abrazar lo más perfectamente que podamos este estado de pobreza» (XII, 389/ XI, 657-658).

10. «En una conferencia a su comunidad, el padre Vicente dijo que los misioneros deberían sentirse felices de hacerse pobres por haber ejercido la caridad con los demás, pero que no temieran empobrecerse por ello, a no ser que desconfiaran de la bondad de Nuestro Señor y de la verdad de sus palabras.

No obstante, si Dios permitiese que se vieran reducidos a la necesidad de ir a servir como coadjutores a las aldeas para encontrar con qué vivir, o que algunos de ellos tuvieran que ir a mendigar el pan o acostarse al lado de una tapia, con los vestidos destrozados y muertos de frío, y en aquel estado le preguntasen a uno de ellos: ‘Pobre sacerdote de la Misión, ¿quién te ha puesto en semejante estado?’, ¡qué felicidad, hermanos míos, poder responder entonces: ‘¡Ha sido la caridad!’ ¡Cuánto apreciaría Dios y los ángeles a ese pobre sacerdote!» (XI, 76-77/XI, 767-768).

CAPÍTULO V

OBEDIENCIA: DISCERNIMIENTO PARA LA MISIÓN

«Debe haber algo grande en esta virtud, ya que Nuestro Señor la amó tanto desde su nacimiento hasta su muerte, puesto que hizo todas las acciones de su vida por obediencia»(XII, 426/XI, 688).

I. INTRODUCCIÓN

San Vicente quería que sus misioneros fueran obedientes como Jesucristo, quien siempre hizo la voluntad del Padre. Por ello nuestra obediencia será una búsqueda constante para llegar a tomar decisiones sobre nuestros planes personales y los planes comunitarios a la luz del plan salvífico de Dios. Como miembros de una congregación que tiene por profesión el entregarse a Dios para la evangelización de los pobres, el discernir la voluntad de Dios tiene que ser la clave de nuestra vida, pues ella afecta en lo más profundo a nuestra relación con Dios, y además nos acerca a nuestros hermanos al tratar de escuchar juntos la voz de Dios.

II. LA SITUACIÓN ACTUAL

La complejidad del mundo de hoy nos ofrece un contexto nuevo para vivir la obediencia evangélica. Hay hoy una conciencia más aguda del valor de la persona humana y de los derechos de los individuos. Cada vez somos más conscientes de lo importante que es la afirmación de la propia personalidad, así como de la necesidad de participar en la toma de decisiones que afectan a nuestra vida. Todo el mundo exige respeto a las opiniones, a las ideas, formas culturales y modos de obrar diferentes; se reivindica el derecho a criticar a la autoridad y aun a ponerla en cuestión. El principio de subsidiariedad, que reconoce la autonomía legítima de los individuos y de las instituciones, tiene cada vez más importancia, mientras que las formas autocráticas de gobernar la vida social van cediendo ante el empuje de formas más democráticas. Si bien todas estas ideas son con frecuencia más teóricas que reales, son sin duda el fundamento del pensamiento social contemporáneo.

Sin embargo esta realidad tiene su lado negativo. Existe una visión exagerada de la libertad individual, visión que destaca los derechos y disimula las obligaciones, fomenta el egoísmo y crea una atmósfera general de individualismo excesivo. El abuso del poder, que se traduce en la perversión de la confianza pública o en la ausencia de respeto por los derechos humanos, e incluso en la represión directa, ha llevado a unos a mirar con suspicacia a la autoridad, y a otros a adoptar una pasividad lánguida ante la autoridad.

También la Congregación se ha visto afectada por estos hechos de la sociedad moderna. Se han dado muchos pasos para promover el diálogo y la coparticipación en la toma de decisiones en la comunidad. Las Constituciones nos recuerdan explícitamente el espíritu de corresponsabilidad (C 96, 97). Pero a veces se encuentran dificultades para llevarlo a la práctica. Algunas comunidades locales tienen aún dificultad en encontrar los medios adecuados para fomentar la comunicación mutua. A veces una mayor libertad personal ha llevado a algunos a buscar su seguridad personal y a escoger ministerios pensando en sus preferencias personales, y no en nuestra llamada comunitaria a la misión.

Al extenderse la Congregación a regiones del mundo con culturas muy diferentes (por ejemplo, Asia y las naciones del hemisferio sur), han empezado a aparecer en la Congregación concepciones muy diferentes de la autoridad. Este hecho produce a veces tensiones entre las ideas que hay sobre la obediencia en el mundo occidental y los modos propios de otras tradiciones culturales para llegar a la toma de decisiones. Será necesaria una gran sensibilidad para descubrir la verdadera esencia de la obediencia en estos horizontes culturales tan diversos.

III. EL VOTO DE OBEDIENCIA

En la Congregación de la Misión nos entregamos para continuar la misión evangelizadora de Jesucristo. Esta idea fundamental es la base de nuestro voto de obediencia. El seguimiento de Cristo evangelizador de los pobres lleva consigo el compromiso de «ser obedientes a la voluntad del Padre que se nos manifiesta de muchas maneras» (C 36). Más bien que añadir algo opcional, el voto hace explicito un elemento esencial en nuestra vocación.

Las nuevas Constituciones dan énfasis a la orientación comunitaria de la obediencia vicenciana y a su fin misionero: “la participación en este misterio de Cristo obediente requiere que todos, comunitariamente, busquemos la voluntad del Padre” (C 37 §1 ). La obediencia supone una búsqueda consciente del verdadero significado de nuestra misión, así como de los medios concretos para llevarla a cabo. Este discernimiento es responsabilidad de todos los miembros de la Congregación (C 96).

Pues el Espíritu de Dios se manifiesta en todos, la autoridad en la Congregación, cuya función es buscar y poner en práctica la voluntad de Dios, debe ser ejercida con un espíritu de diálogo y de consulta (C 97). Los superiores tienen la delicada tarea de promover el discernimiento de la voluntad de Dios y también la responsabilidad última en la toma de decisiones. «Entablen el diálogo con los compañeros«, pero «quedando a salvo su autoridad de decidir y mandar lo que se ha de hacer» (C 97 §2). «Por razón del voto de obediencia estamos obligados a obedecer al Sumo Pontífice, al Superior General, al Visitador, al Superior de la casa y a sus sustitutos, cuando nos manden según las Constituciones y Estatutos» (C 38 §1). Esto quiere decir que hay que «poner empeño, según sus fuerzas, en obedecer a los Superiores con prontitud, alegría y perseverancia» (C 37 §2).

IV. LA VIRTUD DE LA OBEDIENCIA

En el corazón mismo de la misión redentora de Jesucristo se encuentra la obediencia incondicional al Padre. Esta obediencia filial es la consecuencia primera de una vida entregada del todo al reinado de Dios. La obediencia de Cristo es pasiva en el sentido de que él se somete a la condición humana y acepta el sufrimiento y la muerte. Pero es ante todo una obediencia activa en virtud de la cual se ofrece constantemente para hacer la voluntad del Padre.

San Vicente vio en Jesús no sólo un modelo que admirar sino también un ejemplo al que seguir. Seguir a Cristo quiere decir penetrar en el misterio de su vida y adoptar su misión. Ante el ejemplo de su Maestro el misionero siente el desafío de identificar del todo su vida con las exigencias del Reino de Dios. Convencido de que el Reino de Dios es a la vez obra y don de Dios, san Vicente nos recomendaba el no adelantarnos jamás a la Providencia (I 68,69/I 131,132). Pero a la vez quería que la Congregación cooperase activamente en la historia con la voluntad del Padre: «Cuando se trata de hacer alguna obra buena, dígale al Hijo de Dios: Señor, si estuvieras en mi lugar ¿qué harías en esta situación?» (XI, 348/XI, 240).

La obediencia misionera consiste en la entrega de sí mismo en total disponibilidad para la evangelización de los pobres. Esta opción hace que el reinado de Dios y su irrupción en las vidas de los pobres sean la referencia fundamental en nuestra vida. La obediencia mueve al misionero a despegarse de sus deseos personales y le libera para preocuparse más por la voluntad liberadora de Dios en favor de los pobres. La libertad que brota de nuestra identificación plena con la voluntad de Dios hace que nuestra obediencia sea profética. Cuando la fidelidad a Dios es el más profundo de nuestros motivos, todo otro motivo o plan se convierte en secundario. La obediencia es un desafío no sólo a nuestros deseos y fines personales, sino también a los de la sociedad en general.

Como conocemos de ordinario la voluntad de Dios a través de mediaciones humanas, la obediencia pide un proceso de discernimiento. El misionero debe escuchar la voz de Dios no sólo en su propio corazón; debe, también, poner atención a la voz de Dios que habla a través de las necesidades de los pobres, los signos de los tiempos, la Iglesia, la comunidad y las autoridades legítimas. Escuchar atentamente es un proyecto de naturaleza comunitaria que nos convoca al diálogo sincero y fraternal y a buscar juntos la voluntad de Dios. La obediencia pide también que, después del diálogo, pongamos en práctica por medio de proyectos y acciones concretas, lo que hemos percibido como querer de Dios.

A algunos se les confían, como una dimensión de la obediencia comunitaria, cargos de autoridad para promover y llevar a cabo nuestra misión. Una práctica responsable de esa autoridad obliga a los superiores a discernir la voluntad de Dios junto con sus hermanos. Ni los superiores ni los demás tienen derecho a identificar su voluntad personal con la voluntad de Dios, ni a preferir sus planes personales a la misión de la comunidad. Todos los misioneros deben contar con la comunidad y con lo que ésta opina a la hora de tomar decisiones personales. Aunque es bueno llegar a un consenso sobre decisiones que afectan a nuestra vida y a nuestra pastoral, eso no es siempre posible por muchas razones. Y así, cuando el consenso general no es posible, la obediencia pide que estemos dispuestos a aceptar y apoyar las decisiones de la comunidad y de los que tienen autoridad. Pide también que asumamos nuestra responsabilidad para ejecutar los compromisos y decisiones tomados en comunidad.

V. CÓMO VIVIR LA OBEDIENCIA

Relación con Jesús. Jesús, siempre obediente al Padre, inspira nuestra obediencia. La unión íntima con Cristo por la oración y la escucha de su palabra serán las claves de nuestra obediencia a la voluntad de Dios. Él nos invita a escuchar con docilidad los movimientos del Espíritu. Debemos revisar nuestras ideas, opiniones y acciones a la luz de los valores del Reino.

Atención a los signos de los tiempos. Pues la presencia de Dios se manifiesta en las situaciones concretas de la vida, es fundamental que conozcamos el mundo y en especial la situación de los pobres. Una relación cercana con los pobres nos capacitará para escuchar a Dios junto con ellos, pues Dios está presente en medio de sus sufrimientos. El estudio y el análisis social son medios indispensables para interpretar los signos de los tiempos.

Diálogo sincero. Como la voluntad de Dios es rara vez diáfana, el diálogo se hace necesario para vivir la obediencia. La comunicación sincera con todos los miembros de la comunidad, y en especial con los superiores, hace posible un discernimiento auténtico. Los miembros de la Congregación deben valerse de las estructuras que ya existen, tales como proyectos provinciales y locales, reuniones, consultas, visitas, etc.. Se deben crear además otros medios para la comunicación mutua y el discernimiento.

Iniciativa responsable. La creatividad y el espíritu de iniciativa forman también parte de una respuesta activa a las llamadas de Dios en la historia. Ya desde el tiempo de la formación inicial, se ha de fomentar el espíritu de responsabilidad personal y de respeto hacia las diferencias legítimas. A la vez el misionero obediente debe aprender a someter su creatividad y su espíritu de iniciativa a las necesidades de los pobres, al bien de la comunidad y a las decisiones de los superiores. La responsabilidad compartida en el proyecto comunitario local será una manera de manifestar nuestra solidaridad y nuestra obediencia.

Humildad. La obediencia nace de la humildad. Igual que los pobres, son humildes sólo aquellos que dejan a un lado sus propias opiniones para saber escuchar a los demás. Sólo la humildad es capaz de librar al espíritu profético de caer en la autojustificación. La humildad nos recuerda que la búsqueda de la voluntad de Dios es una actividad ininterrumpida en la que nadie puede pretender que tiene siempre las soluciones correctas.

Mortificación. La obediencia a la voluntad de Dios exige renuncias. A veces Dios desbarata nuestros planes y nos pide que dejemos de lado nuestras preferencias personales por causa del Reino. La disponibilidad a sacrificar los deseos propios por el bien de la misión y por las necesidades de los pobres hace que nuestra obediencia sea a la vez difícil y tenga pleno sentido. Curiosamente uno de los aspectos en que la obediencia resulta más difícil es la disponibilidad para asumir la carga del liderato.

Formación para el liderato. Como los superiores tienen una responsabilidad especial para promover el discernimiento y no ya sólo el orden comunitario, necesitan prepararse para el ministerio de la autoridad. Las provincias deberían tener medios diversos para preparar a los superiores locales para ser servidores de sus hermanos.

OBEDIENCIA: DISCERNIMIENTO PARA LA MISIÓN

-Textos para la meditación-

1. «Para honrar la obediencia que Nuestro Señor Jesucristo nos enseñó de palabra y de obra al someterse voluntariamente a la bienaventurada Virgen, a san José, y a otras personas de autoridad, buenas y malas, también nosotros obedeceremos fielmente a todos los que tienen autoridad sobre nosotros, viendo al Señor en ellos y a ellos en el Señor. En primer lugar prestaremos reverencia y obediencia leal y sincera a nuestro santo padre el Papa. También prestaremos obediencia con humildad y constancia a los reverendos señores obispos en cuyas diócesis está establecida la Congregación. Además no haremos nada en las iglesias parroquiales sin permiso de los párrocos» (RC V 1).

2. «¿Qué hacer, pues, para no perder nuestro tiempo y nuestras fatigas? No obrar nunca siguiendo el movimiento de nuestro propio interés o fantasía, sino acostumbrarnos a hacer la voluntad de Dios en todo, fijaos bien, en todo, y no en parte. Es la gracia santificante la que hace que una acción y una persona sean agradables a Dios. ¡Qué consuelo pensar que, cuando guardo mis reglas, cuando cumplo con mis obligaciones, cuando obedezco a mis superiores y me elevo a Dios para sufrir todas estas cosas, es cuando me hago incesantemente agradable a Dios! Por tanto, es la gracia santificante la que hemos de pedir, poseer y poner en práctica; si no, todo está perdido.

«Muchos me dirán, -decía Jesucristo, como recordábamos el otro día-: Señor, Señor, ¿no hemos profetizado, echado los demonios y hecho muchos milagros en tu nombre?» -«Nunca os he conocido, les responderá, apartaos, los que obráis inicuamente». -«Pero, Señor, ¿llamas obras inicuas a las profecías y milagros que hemos hecho en tu nombre?» -«Apartaos de mí, malditos, no os conozco» -«¿Quiénes serán entonces los que entren en el reino de los cielos?» -«Los que hagan la voluntad de mi Padre que está en los cielos?» (Mt, 7, 21-23). Por consiguiente nunca le dirá Nuestro Señor a una persona que se haya esforzado en seguir siempre su voluntad: «No te conozco». Al contrario, a ése es al que hará entrar en su gloria. ¡Oh, Salvador! Concédenos la gracia de llenarnos de este deseo, para que no produzcamos ningún fruto silvestre, sino que todas nuestras obras se hagan por ti y para ti, para ser agradables a los ojos de tu Padre; haznos entrar, por favor, en esta fidelidad y actuar siempre según tu voluntad.

Entreguémonos a Dios, hermanos míos, para estar atentos y permanecer firmes en esto; pues, en ese caso, ¡cuántos motivos tendremos para alabar a Dios! ¡Con qué ojos mirará él a la Compañía en general y a cada uno en particular! In nomine Domini. Y estos son los motivos que nos obligan a hacernos familiar la práctica de cumplir la voluntad de Dios en todas las cosas, y a decidirnos a seguir esta máxima de Nuestro Señor: Cibus meus est ut faciam voluntatem ejus qui misit me. Mi comida es hacer la voluntad del que me envió» (Jn 4, 34)(XII, 156-157/ XI, 450-451)..

3. «Entreguémonos a él sin regateos ni reservas desde este momento, para que acepte disponernos a esta vida de elegidos y aparte de nosotros tanta voluntad propia y nuestros afanes de propia satisfacción, que es lo que impide que Dios resida apacible y absolutamente en nosotros. ¿Por qué no vamos a hacer ahora todos juntos este acto de abandono en su divina bondad? Digámosle pues: ‘¡Oh, rey de nuestros corazones y de nuestras almas! Aquí estamos humildemente postrados a tus pies, entregados por entero a tu obediencia y a tu amor; nos consagramos de nuevo por completo y para siempre a la gloria de tu majestad; te suplicamos con todas nuestras fuerzas que establezcas tu reino en la Compañía y le concedas la gracia de que ella te entregue el gobierno de sí misma y que nadie se aparte de él, sino que todos seamos conducidos según las normas de tu Hijo y de los que tú has puesto para gobernarla'» (XII, 134/XI, 432).

4. «Pidámosle, hermanos míos, que nos conceda la gracia de ponernos en ese estado, para estar siempre bajo la dirección de Dios, que nos lleva de su mano y nos conduce hasta su divina majestad. Salvador mío, haz que no estemos apegados a nada, lo mismo que un animal de carga, al que le da lo mismo llevar una carga que otra, pertenecer a un amo rico o a un amo pobre, estar en este país o en otro; todo le parece bien; aguarda, camina, sufre, trabaja de día y de noche; nada le sorprende.

¡Dios mío! Todo esto me parece muy hermoso; tengo ganas de hacer lo mismo, pero me doy cuenta de que soy muy ruin; me cuesta separarme de las cosas que estimo, no predicar, no tener ningún cargo, no estar bien colocado, no tener buena fama; siento una gran dificultad en sujetarme a toda clase de personas; sin embargo, con tu gracia, Dios mío, lo podré todo. No te pido ser un ángel, ni como un apóstol; en cierto modo ya lo soy; lo que deseo solamente, Dios mío, es tener esa disposición servicial que les das a los animales, ese coraje para sufrir que les das a los guerreros y la firmeza que tienen en su vida militar. Hermanos míos, deberían confundirse nuestros rostros al ver cómo nos superan unos ruines soldados y unos pobres animales en cosas tan agradables a Dios, que su mismo Hijo quiso llevar a cabo en su propia persona. ¡Qué confusión, hermanos míos! No escuchéis a este miserable que os está hablando; es el más indigno de los hombres de aspirar a ese estado bienaventurado, por el abuso que he hecho de mi libertad y de las gracias de Dios, amando a las cosas más que a él. Entreguémonos a su bondad infinita, hermanos míos, con la confianza de que nos purificará de estos afectos terrenos en los que estamos hundidos. Hemos de esforzarnos en la indiferencia despegándonos de nuestro propio juicio, de nuestra voluntad, de nuestras inclinaciones y de todo lo que no es Dios; una virtud es activa y, si no actúa, no es virtud. Hay que esforzarse, hermanos míos, hay que insistir una y muchas veces, día tras día, en la oración; ¿por qué no?» (XII, 236-237/XI, 532).

5. «Pero, me dirá alguno, yo ya soy viejo. ¡Usted es ya viejo! ¡Bien! ¿Tendrá que ser por ello menos indiferente, menos virtuoso?

Pero yo soy sabio. Fijaos un poco: ¡es sabio! Y porque es sabio, ya no tiene que ser indiferente, ni estar dispuesto a hacer lo que desee de él un superior o un encargado. Ved si es razonable esta objeción y si debe salir de la boca de una persona que hace profesión de servir a Dios.

Pero, padre, es un hombre tan santo. Admito que es un hombre muy santo. Pero ¿es ésta una razón que lo exima de hacer lo que se desee de él, lo que se le ordene, de obedecer a un superior que, si lo queréis, es menos perfecto y menos sabio que él y que, incluso, tiene no pocos defectos? ¿Creéis que es ésta una objeción válida? Ni mucho menos. Esto no debe eximirle de la obligación de ser indiferente frente a las tareas: ir al campo, si se lo mandan; quedarse en casa, si se lo dicen; dirigir un seminario o ir a una misión; quedarse en esta casa o marchar a otra; ir a países lejanos o no; obedecer a este superior o a otro, puesto que Dios lo quiere y ha sido juzgado idóneo para el gobierno y la dirección» (XII, 48-49/XI, 360).

6. «La ciencia no es absolutamente necesaria para gobernar bien; pero, cuando en un mismo sujeto se encuentran a la par la ciencia, el espíritu de gobierno y el buen juicio, entonces, ¡Dios mío!, ¡qué tesoro!

No siempre es preciso tener en cuenta la edad avanzada para los puestos de gobierno, pues a veces hay jóvenes con más espíritu de gobierno que muchos viejos y ancianos. Tenemos un ejemplo de ello en David, que fue escogido por Dios para dirigir a su pueblo, a pesar de ser el más joven de sus hermanos. Fijaos, un hombre con mucho juicio y mucha humildad es capaz de gobernar bien, y yo tengo la experiencia de que los que tienen el espíritu contrario a esto y ambición a los cargos nunca han hecho nada que valga la pena.

También tengo la experiencia de que el que ha tenido algún cargo y guarda en el ánimo este espíritu y deseo de gobernar nunca ha sido buen inferior, ni buen superior» (XII, 49-50/XI, 361).


CAPÍTULO VI

BREVE HISTORIA DE LOS VOTOS DE LA CONGREGACIÓN DE LA MISIÓN

«Se ha resuelto buscar incesantemente la aprobación de los votos por Su Santidad» (XIII, 327/ X, 390).

I. LA EXPERIENCIA DEL FUNDADOR Y DE LOS PRIMEROS MISIONEROS

El origen de nuestros votos se encuentra en la experiencia de san Vicente y de los primeros misioneros. Según el mismo san Vicente ya desde un temprano 1627 ó 1628 algunos de ellos hicieron los votos libremente. En parte porque esta experiencia le pareció buena y en parte por su preocupación por la salida de buenos misioneros, san Vicente empezó a cultivar la idea de introducir los votos en la Congregación como norma general para todos sus miembros (V, 457/ V, 434).

Desde el comienzo mismo esta idea suscitó el problema jurídico de cómo introducir votos en una congregación «secular» como lo es la nuestra, sin que se convirtiera en una orden religiosa en el sentido estricto del término. Resolver este dilema sería una «santa invención» (III, 246/ III, 224); es decir, combinar el carácter secular de la Congregación de la Misión con algunos de los valores de la vida religiosa, como por ejemplo los consejos evangélicos, sin sacrificar al hacer eso nuestra naturaleza apostólica.

II. AÑOS DE BÚSQUEDA Y CLARIFICACIÓN (1639-1640)

Las cartas de esos años expresan con claridad el empeño de san Vicente por los votos; pero también expresan sus dudas sobre la clase y el número de votos. En noviembre de 1639 escribía al padre Lebreton, a quien había encomendado el trabajo de conseguir la aprobación de los votos en Roma: «Hemos creído que será conveniente pedir que no se hagan los votos solemnes y que los que hayan hecho sus dos años de seminario, hagan los cuatro votos simples, y que los que hayan hecho su primer año de seminario, hagan el propósito de vivir y morir en la Compañía en la pobreza, castidad y obediencia a los obispos circa missiones (en cuanto a las misiones) y al superior general circa disciplinam et directionem societatis (en cuanto a la disciplina y el gobierno de la Compañía)»(I, 600/ I, 580).

Tres meses más tarde, el 28 de febrero de 1640, le escribía san Vicente una vez más: «Me encuentro perplejo ante las dudas que se me ocurren y la resolución que hay que tomar sobre la última fórmula que le proponía: si bastará con hacer un voto de estabilidad y, para la observancia de la pobreza y de la obediencia, fulminar la excomunión cierto día del año solemnemente en el capítulo (en el que cada uno se verá obligado a poner en manos del superior todo lo que tenga) contra todos los que posean dinero aparte, en algún lugar, tal como lo hacen los cartujos, y lo mismo podría hacerse contra los desobedientes; o si, en vez de la excomunión, se podría obligar a hacer solamente juramento solemne todos los años de observar la regla de la pobreza, de la castidad y la obediencia». Y pide al padre Lebreton que pregunte a los expertos si el voto de estabilidad daría a la Congregación un carácter religioso (II, 28/ II, 28).

Pero para el final de ese mismo año había cambiado una vez más su manera de pensar. El 14 de noviembre de 1640 Vicente escribía a Lebreton: «Creo que nos quedaremos en que se haga el propósito de vivir y morir en la Misión, en el primer año de seminario; en el voto simple de estabilidad, el segundo año de seminario; y hacerlo solemnemente al cabo de ocho o diez años, según crea conveniente el superior general» (II, 137-138/ II, 114).

Al menos cinco o seis opiniones diferentes fueron enviadas a Roma durante esos años por san Vicente, como muestras de sus persistentes esfuerzos por encontrar la clase de votos más conveniente para la Congregación de la Misión.

III. ORDENANZA DEL ARZOBISPO DE PARÍS (1641)

Finalmente, después de muchos cambios de opinión, san Vicente presentó al arzobispo de París una petición para la aprobación de los votos. Por la bula de fundación «Salvatoris nostri» el arzobispo de París había sido delegado para aprobar las normas que el superior general creyera convenientes para la Congregación. Después de algún tiempo, el arzobispo aprobó las normas sobre los votos el 19 de octubre de 1641. El documento establecía que:

. al final del primer año de seminario interno se harían los propósitos de vivir y morir en la Congregación de la Misión y de observar la pobreza, castidad y obediencia;

. después de dos años de seminario, se harían votos simples de pobreza, castidad, obediencia y estabilidad;

. los votos serían simples y podrían ser dispensados sólo por el papa o por el superior general;

. los votos habían de hacerse durante la misa en presencia del superior, sin que nadie los «recibiera» en nombre de la Iglesia;

. la Congregación no debería ser considerada como orden religiosa por causa de estos votos, sino que seguiría perteneciendo al cuerpo del clero secular (XIII, 285/ X, 348).

Si san Vicente esperaba que la aprobación del arzobispo iba a zanjar la cuestión de los votos e iba a ser suficiente para hacerlos obligatorios para todos los miembros de la comunidad, se encontró con la sorpresa de las reacciones contra esa ordenanza. Muchos se oponían a que los votos fueran obligatorios para todos. Algunos opinaban que la acción del arzobispo cambiaba la naturaleza de la Congregación. Otros creían que el arzobispo no tenía autoridad para intervenir en ese asunto. Algunos creían que los votos hechos en virtud de la ordenanza eran nulos, pues la Santa Sede había rehusado aprobar los votos.

Otros por su parte opinaban que la reserva de la dispensa al papa y al superior general no tenía base en el derecho canónico. Por una razón u otra, muchos miembros de la Congregación prefirieron no hacer los votos a pesar de la ordenanza de 1641.

IV. LA ASAMBLEA DE 1651

La buena experiencia que supuso la asamblea de 1642, que trató de las Reglas Comunes, animó a san Vicente a convocar otra asamblea para intentar solucionar el problema de los votos, problema que había producido cierta división en la Compañía. En julio de 1651 reunió en París a ocho superiores y a algunos de los misioneros más antiguos para tratar del tema. Les pidió que se tratara la cuestión de si continuar con la práctica de hacer los votos, así como que se intentara dar solución a los problemas que habían surgido.

Los miembros de la asamblea se expresaron con gran libertad durante las sesiones. Al final, la asamblea decidió que era cosa buena seguir haciendo los votos, pero se veía como necesaria la aprobación por parte de la Santa Sede. Las actas dicen: «El primer punto fue sobre la dificultad que se advierte en el uso de nuestros votos, que toda la asamblea ha estado de acuerdo en que se mantengan. Y a fin de conseguir que esta práctica sea más auténtica, se ha resuelto buscar incesantemente su aprobación por su santidad» (XIII, 326-327/ X, 390).

V. «EX COMMISSA NOBIS»: LA APROBACIÓN PONTIFICIA DE LOS VOTOS (1655)

No resultó fácil conseguir de la Santa Sede lo que había decidido la asamblea. Surgieron dificultades que pusieron a prueba la tenacidad de san Vicente y de sus representantes en Roma. Por fin el 22 de septiembre de 1655, el papa Alejandro VII aprobaba los votos de la Congregación de la Misión por el breve «Ex commissa nobis» (XIII, 380-382/ X, 436-438).

Los votos aprobados por el breve eran sustancialmente iguales a los que la Compañía había estado haciendo y que habían sido aprobados por la ordenanza del arzobispo de París: votos simples de pobreza, castidad, obediencia y estabilidad que podían ser dispensados sólo por el papa o por el superior general al despedir a alguno de la Congregación. Estos votos no cambiaban la naturaleza secular de la Congregación.

Con la promulgación de este breve la práctica de hacer los votos dejó de ser una cuestión disputada y se convirtió en norma para todos los miembros de la Compañía.

VI. «ALIAS NOS»: EL ESTATUTO FUNDAMENTAL DE POBREZA (1659)

Hasta casi el final de la vida de san Vicente el contenido del voto de pobreza siguió siendo un problema discutido. Como en virtud del breve «Ex commissa nobis» los miembros de la Congregación no eran religiosos y no hacían votos solemnes que supondrían la renuncia a toda propiedad, podrían poseer propiedades personales. Esta solución tan sutil podría ser causa de división en la comunidad. Con vistas a fomentar la vida comunitaria y la misión, san Vicente presentó a la Santa Sede un estatuto acerca de la pobreza. El papa Alejandro VII aprobó con el breve «Alias nos» el Estatuto Fundamental de la Pobreza, que reconocía el derecho de los misioneros a poseer bienes, pero restringiendo su uso.

VII. LA HISTORIA POSTERIOR

A finales del siglo XVII y principios del XVIII hubo problemas acerca de la reserva al papa y al superior general de la dispensa de los votos. Hubo quien dejaba la Congregación alegando que su confesor le había concedido dispensa de ellos. Otras varias razones se alegaban para dejar la Congregación. En 1670, por el breve «Alias felicis recordationis», Clemente X declaraba que ningún confesor podía dispensar de los votos de la Congregación de la Misión. Benedicto XIV vino a confirmar el carácter reservado de la dispensa de los votos con la bula «Quo magis uberes» de 1742.

En el siglo XX la Congregación tuvo que encontrar nuevas maneras de formular los votos en consonancia con los cambios en derecho canónico. Las Constituciones de 1954, que trataron de poner en armonía nuestra legislación propia con el Código de Derecho Canónico de 1917, calificaba nuestros votos como privilegiados, no públicos, simples y perpetuos (Art. 161 §1). Se describían en detalle las consecuencias morales de los votos, así como los requisitos para su validez (arts.161,162 y cap.3-4). Acomodándose a la tendencia del Código de Derecho Canónico y de la curia romana de aquellos años a hacer semejantes a los religiosos a todas las instituciones, las Constituciones de 1954 añadieron la práctica de hacer votos temporales.

La asamblea general de 1968-1969 comenzó a adaptar nuestras normas, así como la vida de la Congregación, a las orientaciones del Concilio Vaticano II y a otros documentos posteriores de la Iglesia. Este trabajo llegó a su fin en la asamblea general de 1980. La Congregación de Religiosos y de Institutos Seculares, teniendo en cuenta el nuevo Derecho Canónico, aprobó las nuevas constituciones el 29 de junio de 1984.

Las Constituciones actuales definen nuestros votos como «perpetuos, no religiosos y reservados, de manera que sólo el papa o el superior general pueden dispensar de ellos» (C 55 §1). Esta nueva formulación suprime la clasificación de nuestros votos como no públicos, privilegiados y simples, atribuyéndole una nueva: no religiosos. Aunque esta calificación es negativa, quiere diferenciar claramente nuestros votos de los votos religiosos.


CAPÍTULO VII

ASPECTOS CANÓNICOS DE LOS VOTOS DE LA CONGREGACIÓN DE LA MISIÓN

I. NATURALEZA DE LOS VOTOS

El sentido más profundo de los votos en la Congregación de la Misión brota de su relación con la misión, pues están ordenados a evangelizar a los pobres. Los aspectos canónicos de los votos intentan definir en términos jurídicos esa intuición fundamental de san Vicente.

La legislación de la Iglesia permite a las Sociedades de Vida Apostólica escoger el vínculo en virtud del cual asumen la práctica de los consejos evangélicos (canon 731 §2).

La Congregación de la Misión ha escogido los votos (C 3 §3). Las Constituciones describen nuestros votos como «perpetuos, no religiosos y reservados, de modo que sólo el papa o el superior general pueden dispensarlos» (C 55 §1). El adjetivo perpetuos no necesita ninguna explicación; en cuanto a no religiosos habría que tener en cuenta lo que sigue. El Código de Derecho Canónico define a los institutos religiosos como «sociedades, cuyos miembros, según su derecho propio, pronuncian votos públicos…» (canon 607 §2). El voto público se define así en el canon 1192 §1: «El voto es público si es aceptado por el superior legítimo en nombre de la Iglesia». En la profesión religiosa el candidato se ofrece a sí mismo a una comunidad aprobada como instituto religioso y hace votos públicos. El superior recibe a la persona como miembro religioso y recibe sus votos en nombre de la Iglesia. Todo esto quiere decir que estos votos se emiten en una congregación religiosa aprobada como tal por la Iglesia. La naturaleza y los efectos de estos votos vienen definidos por la ley universal de la Iglesia.

Los votos de la Congregación de la Misión no son públicos, lo que quiere decir que nadie los acepta en nombre de la Iglesia. En este tema hay que señalar la distinción jurídica entre los institutos apostólicos y los institutos religiosos. La naturaleza no pública del voto no depende del número de personas que estén presentes cuando el misionero emite los votos, ni tampoco significa que sus votos sean un asunto meramente privado. Lo que la terminología intenta en este caso es distinguir claramente entre nuestros votos y los votos religiosos. Por lo que a nosotros se refiere, la Iglesia reconoce que los efectos y el significado de nuestros votos son determinados por nuestra legislación propia, y no por la ley universal pública de la Iglesia.

El hecho de que nadie reciba nuestros votos en nombre de la Iglesia no quiere decir que la Iglesia no aprueba nuestros votos, o que no reconozca a la Congregación. La Iglesia ha aprobado oficialmente a la Congregación en la bula «Salvatoris nostri», y sus votos en «Ex commissa nobis». Lo que se quiere decir es que la Iglesia no aprueba nuestros votos como votos religiosos en un instituto religioso; sino que los aprueba como otro tipo de votos tal como se definen en «Ex commissa nobis» y en nuestras Constituciones.

Se echaría algo de menos si nuestros votos fueran definidos solamente en términos negativos en comparación con los institutos religiosos. Las Constituciones recomiendan que se interpreten los votos en conformidad con la intención de san Vicente y tal como fueron aprobados por Alejandro VII en «Ex commissa nobis» y en «Alias nos» (C 55 §2). De modo que las fuentes para una comprensión positiva de nuestros votos son la intención de san Vicente y esos dos documentos.

Siempre que hablaba de los votos san Vicente indicaba con claridad que no eran votos religiosos que se hicieran en una orden religiosa. Las congregaciones de carácter apostólico habían comenzado a aparecer alrededor del siglo XVII, y por ello no se había desarrollado aún una práctica y una terminología canónica para describir esa forma nueva de vida apostólica. Por eso insistía san Vicente en que nuestros votos se hacían en una congregación «secular» dedicada a la misión. Le preocupaba el problema de evitar algunos elementos esenciales de la vida religiosa que serían un obstáculo para la evangelización de los pobres. Pero también quería expresar en el lenguaje de su tiempo el carácter esencial de la vocación vicenciana como misión y como llamada a la santidad en y para el mundo. El término «secular», usado en nuestra tradición desde la fundación misma, no quiere decir que somos sacerdotes diocesanos que viven en comunidad. Significa que somos sacerdotes y hermanos que vivimos en comunidad permaneciendo a la vez en contacto vivo con las necesidades del mundo, sobre todo con las necesidades de los pobres.

Los cánones que se refieren a las Sociedades de Vida Apostólica (CIC 731-746) ofrecen un marco claro y bien definido para entender la naturaleza de la Congregación de la Misión y de sus votos propios. Destacan esos cánones el fin apostólico de las Sociedades de Vida Apostólica y a la vez dejan amplio espacio para que desarrollen estructuras que les faciliten el cumplimiento de su misión. Los votos propios de la Congregación de la Misión, que es una sociedad de vida apostólica (C 3 §1), son votos para la misión.

II. INCORPORACIÓN

Por la incorporación los miembros admitidos adquieren todos los derechos y obligaciones que aparecen en las Constituciones, Estatutos y Normas Provinciales (C 59 §2). Esta pertenencia plena a la Congregación crea una relación mutua permanente entre el misionero incorporado y la comunidad. El candidato se ofrece a sí mismo a la Congregación para participar plenamente en su vida y en su misión. A su vez, la Congregación incorpora al misionero y se compromete a ayudarle.

La incorporación tiene lugar en el momento de hacer los votos, previa petición del candidato a un superior mayor que le concede permiso para hacerlos (C 57 §1). Los votos y la incorporación tienen lugar al mismo tiempo, pero son dos cosas diferentes. Hablando con precisión, lo que produce la incorporación es el permiso del superior para hacer los votos. Pero la incorporación tiene lugar en el momento mismo en que se emiten los votos.

Los miembros incorporados tienen el derecho de voz activa (es decir, de votar) en la Congregación (C 60). Para tener voz pasiva (poder ser votado para varios oficios y obligaciones) el misionero debe llevar tres años incorporado y tener al menos veinticinco años de edad (C 61).

III. ADMISIÓN A LOS VOTOS

El derecho de admitir a un candidato a los votos corresponde :

1. «Al superior general, con el consentimiento de su consejo y consultados los moderadores del candidato, para toda la Congregación» (C 56 §1);

2. «al visitador con el consentimiento de su consejo y consultados los moderadores, para su provincia» (C 56 §2).

IV. CONDICIONES PARA LA ADMISIÓN A LOS VOTOS

El canon 735 §1 establece este principio general: «La admisión, prueba, incorporación y formación de los miembros las determinan las normas propias de cada instituto». El derecho universal no dice nada acerca de la incorporación, ni tampoco acerca de la admisión a los votos en cuanto se refiere a las Sociedades de Vida Apostólica tal como lo es la Congregación. Aunque algunas de ellas no se dicen explícitamente, deben tenerse en cuenta las condiciones siguientes:

. la petición de los votos no debe estar motivada por la fuerza, el temor grave o el engaño (canon 656, 4º);

. haber hecho válidamente el seminario interno;

. un mínimo de dos años y un máximo de nueve después del día de la admisión, y haber hecho los propósitos un año después de ingresar en el seminario interno (C 54 §1,§2);

. permiso para hacer los votos por parte del superior competente (C 56);

. emisión de los votos en presencia del superior o de otro misionero delegado por él (C 58 §1);

. uso de una de las fórmulas que aparecen en el art. 58 de las Constituciones, o bien de otra fórmula en conformidad con el Estatuto 24.

Nada se dice en nuestro derecho particular acerca del momento adecuado para la emisión de los votos, aunque tradicionalmente ha tenido lugar durante la celebración de la Eucaristía (XIII, 285/ X, 348).

V. CERTIFICACIÓN DE LA EMISIÓN DE LOS VOTOS

Los votos y la incorporación a la Congregación no son asuntos exclusivamente de interés personal. La incorporación, que tiene lugar en el momento de la emisión de los votos, afecta a toda la Congregación y crea una situación de compromiso mutuo entre el misionero y la comunidad. Por eso el art.58 §2 de las Constituciones establece que la petición de los votos debe hacerse por escrito, y que debe haber una certificación escrita de la emisión de los votos. El mismo artículo pide que se notifique al superior general del hecho de la emisión de los votos.

VI. DISPENSA DE LOS VOTOS

Los votos de la Congregación de la Misión son reservados, de modo que sólo el papa o el superior general pueden dispensarlos. El superior general puede dar un indulto de salida de la Congregación a un miembro incorporado, por razones graves y con el consentimiento de su consejo. Junto con el indulto de salida le concede la dispensa de los votos (C 71). Si el misionero que solicita la dispensa es sacerdote o diácono, el superior general puede concederla sólo teniendo en cuenta el canon 693, una vez que el clérigo consiga un «obispo benévolo».

Las Constituciones no mencionan las causas graves que justificarían la salida de la Congregación y la dispensa de los votos. Tampoco el Código de Derecho Canónico contiene norma alguna que se aplique expresamente a las Sociedades de Vida Apostólica. Sin embargo el canon 691 §1 ofrece una orientación fundamental: «Quien haya emitido los votos perpetuos no debe buscar el indulto para abandonar su instituto sin razones muy graves ponderadas en la presencia del Señor…»

En casos de expulsión, sea ésta automática, tal como se expresa en C 73, o en los casos que se mencionan en C 74, no es necesaria una dispensa explícita de los votos, pues éstos cesan por la expulsión legítima. Todo decreto de expulsión necesita confirmación de la Santa Sede a tenor del art. 75 de las Constitucioones, salvo los casos indicados en el art. 73 de las mismas. Una vez confirmado el decreto de expulsión, debe ser dado a conocer de inmediato al interesado. Este, por su parte, tiene siempre el derecho de apelar a la Santa Sede (C 75).

Con la salida legítima y la dispensa de los votos cesan todos los derechos y obligaciones entre el interesado y la Congregación. Si bien los que han salido de la Congregación no tienen base legal para reclamar compensaciones por el trabajo que hubieran hecho durante su permanencia en ella, la comunidad debe tener en cuenta la equidad y la caridad evangélica hacia los que fueron miembros suyos (C 76).

FÓRMULAS DE LOS VOTOS

1. Fórmula directa:

Señor, Dios mío, yo, N. N., en presencia de la Bienaventurada Virgen María, hago voto de dedicarme con fidelidad a evangelizar a los pobres todo el tiempo de mi vida en la Congregación de la Misión, siguiendo a Cristo evangelizador. Y por eso, hago también voto de castidad, pobreza y obediencia conforme a las Constituciones y Estatutos de nuestro Instituto, con la ayuda de tu gracia.

2. Fórmula declarativa:

Yo, N. N., en presencia de la Bienaventurada Virgen María, hago voto a Dios de dedicarme con fidelidad a evangelizar a los pobres todo el tiempo de mi vida en la Congregación de la Misión, siguiendo a Cristo evangelizador. Por eso hago también a Dios voto de castidad, pobreza y obediencia conforme a las Constituciones y Estatutos de nuestro Instituto, con la ayuda de la gracia divina.

3. Fórmula tradicional:

Yo, N. N., indigno (sacerdote, clérigo, hermano) de la Congregación de la Misión, en presencia de la Bienaventurada Virgen María y de toda la corte celestial, hago voto a Dios de pobreza, castidad y obediencia a nuestro superior y a sus sucesores, conforme a las Reglas o Constituciones de nuestro Instituto; hago voto además de entregarme a la salvación de los pobres del campo todo el tiempo de mi vida en dicha Congregación, ayudado de la gracia del mismo Dios Omnipotente, a quien para este fin humildemente invoco.

  1. «En circunstancias particulares, la asamblea provincial puede proponer a la aprobación del superior general, con el consentimiento de su consejo, una fórmula propia, tanto para la emisión de los propósitos como para la de los votos, conservando no obstante los elementos esenciales de las fórmulas fijadas» (E 24).


CERTIFICACIÓN DE LA EMISIÓN DE LOS VOTOS

Yo ………………………………………………… indigno ……………………. de la Congregación de la Misión, nacido en ……………………………………………………………. de la Diócesis de ……………………………….. el día …………….. del mes…………………….. del año …………….. hijo de …………………………………………….y de ………………………………………….; admitido en el Seminario de ………………………………………………………………………………………………….. el día …………….. del mes de ……………………………………. del año…………………………………………………, hice los votos de la misma Congregación conforme a las Constituciones de la misma por mí bien entendidas en ………………………………………………………………… el día ……………. del mes de ……………………… del año ………………, estando presente el señor N. N., ……………………………………………………….., miembro de la misma Congregación.

(Firma del que hace los votos) ……………………………………………………………………..

(Firma del testigo) …………………………………………………………………………………….


BIBLIOGRAFÍA SOBRE LOS VOTOS DE LA CONGREGACIÓN DE LA MISIÓN

FUENTES

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ÍNDICE GENERAL

INTRODUCCIÓN

CAPÍTULO I: JESUCRISTO ES LA REGLA DE LA MISIÓN

1. San Vicente de Paúl: el descubrimiento de Cristo en los pobres y de los pobres en Cristo.

2. Jesucristo es la Regla de la Misión.

3. En fidelidad a san Vicente.

Textos para la meditación.

CAPÍTULO II: ESTABILIDAD: FIDELIDAD EN LA EVANGELIZACIÓN DE LOS POBRES

1. Introducción.

2. La situación actual.

3. El voto de estabilidad.

4. La virtud de la fidelidad.

5. Cómo vivir la estabilidad.

Textos para la meditación.

CAPÍTULO III: CASTIDAD: AMOR EN CELIBATO

1. Introducción.

2. La situación actual.

3. El voto de castidad: amor en celibato.

4. Amor en celibato.

5. Cómo vivir la castidad.

Textos para la meditación.

CAPÍTULO IV: POBREZA: SOLIDARIDAD CON LOS POBRES

1. Introducción.

2. La situación actual.

3. El voto de pobreza.

4. La virtud de pobreza.

5. El Estatuto Fundamental de la Pobreza.

6. Cómo vivir la pobreza.

Textos para la meditación.

CAPÍTULO V: OBEDIENCIA: DISCERNIMIENTO PARA LA MISIÓN

1. Introducción.

2. La situación actual.

3. El voto de obediencia.

4. La virtud de la obediencia.

5. Cómo vivir la obediencia.

Textos para la meditación.

CAPÍTULO VI: BREVE HISTORIA DE LOS VOTOS EN LA CONGREGACIÓN DE LA MISIÓN

1. La experiencia del fundador y de los primeros misioneros.

2. Años de búsqueda y de clarificación (1639-1640).

3. Ordenanza del arzobispo de París (1641)

4. La asamblea de 1651.

5. «Ex commissa nobis»: la aprobación papal de los votos (1655).

6. «Alias nos»: el Estatuto Fundamental de la Pobreza (1659)

7. La historia posterior.

CAPÍTULO VII: ASPECTOS CANÓNICOS DE LOS VOTOS DE LA CONGREGACIÓN DE LA MISIÓN

1. La naturaleza de los votos.

2. Incorporación.

3. Admisión a los votos.

4. Requisitos para la admisión a los votos.

5. Certificación de la emisión de los votos.

6. Dispensa de los votos.

FÓRMULAS DE LOS VOTOS.

CERTIFICACIÓN DE LA EMISIÓN DE LOS VOTOS.

BIBLIOGRAFÍA.
ABREVIATURAS

C – Constituciones de la Congregación de la Misión.

CIC – Código de Derecho Canónico.

RC – Reglas Comunes de la Congregación de la Misión.

PC – Perfectæ Caritatis.

E – Estatutos de la Congregación de la Misión.

Las citas de san Vicente se refieren a la edición de P. Coste (París, Gabalda, 1920-1925). Los números romanos se refieren al tomo correspondiente, y los arábigos a la página. Juntamente con ellas se dan las referencias a la edición castellana Sígueme-Ceme, Salamanca, 1972-1986.

Mitxel Olabuénaga, C.M.

Sacerdote Paúl y Doctor en Historia. Durante muchos años compagina su tarea docente en el Colegio y Escuelas de Tiempo Libre (es Director de Tiempo Libre) con la práctica en campamentos, senderismo, etc… Especialista en Historia de la Congregación de la Misión en España (PP. Paúles) y en Historia de Barakaldo. En ambas cuestiones tiene abundantes publicaciones. Actualmente es profesor de Historia en el Colegio San Vicente de Paúl de Barakaldo.

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