Reflexión orante a la muerte de mi hermano Bartolomé

foto de BartolomeLa vida es un regalo de Dios, un signo claro de su ternura hacia la persona que recibe directamente este don, y hacia las personas que lo comparten con ella.

Por eso, yo invito a todos, amigos y conocidos de Bartolomé, más allá de la pena que sentimos por su partida hacia la casa del Padre, a dar gracias a Dios por el regalo enorme que nos hizo en su persona. En su caso, no tenemos que apelar al concepto genérico de que todos somos buenos a nuestra manera, de que, en el fondo, aún las personas menos agraciadas, si escarbamos en el fondo de su ser, descubrimos un corazón de niño bueno…

No, él ha sido y sigue siendo para todos nosotros, que le hemos conocido a fondo, una persona buena de verdad, de corazón abierto, sensible como pocos a las carencias y necesidades de los demás. Nada de lo suyo fue propiedad privada. Él compartía su tiempo, su inteligencia, su bondad, con cualquiera que se acercaba a él con rostro de indigente.

Dios lo probó a lo largo de su vida con una enfermedad que la ciencia no ha sabido descifrar todavía, una enfermedad que hace sufrir más que el dolor físico más intenso… Una enfermedad que sólo los especialistas muy especializados se atreven a describir, entre sombras e incógnitas… Esa enfermedad le hizo sufrir lo indecible, y nos hizo sufrir a todos los que le acompañamos de cerca. Pero el Señor lo purificó a través de ese sufrimiento; fue como otro Cirineo, acompañando a Jesús a llevar su cruz; una de esas personas que hacen más llevadero el sufrimiento de los demás, cargando con su propia cruz en actitud de ofrenda.

Y supo confiar en los que podíamos ayudarle. Nunca se dejó arrastrar por la tentación fácil de la desesperación. No dudó en recurrir a las personas cercanas que podíamos ayudarle, rompiendo protocolos y vergüenzas sin sentido.

Al final, Dios le ha concedido el don de la buena muerte, una muerte rápida, sin apenas dolor, sin apenas tiempo para interiorizar su sufrimiento interior.

Fue un consuelo para mí, y para los que creemos en el Dios de la vida, el poder administrarle la Santa Unción en la penumbra entre la muerte de los sentidos y la vida profunda del interior de la conciencia.

Con mi hermano Barto

El Señor todavía nos ha concedido otra gracia. Aletargados por el trajín de la vida, nadie entre nosotros había pensado en la donación de sus órganos. Cuando la enfermera delegada nos explicó la posibilidad de donar sus órganos, sus hijos, Arantza y Germán, y yo mismo, nos miramos a la cara, y en esa mirada expresábamos nuestro total acuerdo: “Si a Bartolomé le hubiéramos hecho en vida esa pregunta sobre la donación de sus órganos, no lo hubiera dudado”. Porque nunca negó nada a nadie que pudiera beneficiar a otro.

¿No podemos pensar que prolongar la vida de otras personas a través de la donación de sus órganos, es como un anticipo de esa vida sin fin que esperamos? ¿No es un ensayo, aunque sea imperfecto, de la vida sin fin que esperamos en la resurrección de los muertos?

Por todo ello, damos gracias a Dios. El Señor nos los dio, el Señor nos lo quitó. Tenía sólo 76 años. Cargado de ilusiones y esperanzas. Cargado de vidas ¡Bendito sea su santo Nombre!

Honremos la memoria de Bartolomé con nuestro recuerdo y con nuestra oración, pero, sobre todo, tratando de llevar a nuestras vidas lo mejor que él nos ha legado: su bondad innata, su servicialidad, su entrega generosa al trabajo… Y todo esto en la esperanza cierta, que garantiza nuestra fe, de que un día nos encontraremos con él en la casa del Padre.

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Su vida y su muerte nos interrogan. ¿Qué queremos hacer con nuestra vida? ¿Qué queremos hacer de nuestras muertes? Saber vivir bien implica saber morir bien, día a día, dando vida a otros.

Tal vez hay entre nosotros, más de un Tomás, el dubitativo, “el realista”, el que necesitaba ver y tocar para creer. Tal vez, alguna vez en nuestra vida, nos haya asaltado la duda, real o virtual, de que “es posible que Dios no exista” Algunos, en nuestra sociedad iconoclasta de los valores tradicionales, lo ha expresado abiertamente, hasta en eslóganes publicitarios. Que nadie se asuste, ni reniegue de su propia fe por hechos inconsistentes. Hasta los Santos, los místicos, han pasado por noches oscuras… El mismo San Vicente de Paúl tuvo una terrible noche oscura que le duró tres años. Es propio de la razón imperfecta, titubeante, del ser humano. Pero, más allá de la limitación de la propia razón, está la fuerza arrolladora de Jesús Resucitado, que nos dice, con contundencia: “Yo soy la Resurrección y la Vida”. “Quien venga a mí no morirá para siempre”. “Venid, benditos de mi Padre, porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, estuve enfermo, en la calle, en la cárcel, en apuros… y siempre estuvisteis a mi lado”. ..

Seguro que nuestro hermano Bartolomé ha escuchado ya estas palabras dulces del Buen Pastor, y del Padre que lo envolvió en su amor, a lo largo de su vida, y lo recibe ahora con los brazos abiertos…

Yo creo en la Resurrección, creo que nuestro hermano Bartolomé está ya en la casa del Padre, que nos espera con los brazos abiertos, para darnos a todos el abrazo definitivo que esperamos.

Mientras tanto, recemos por él, y que él interceda por nosotros.

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