San Vicente de Paúl y los niños

I.- Introducción

La imaginación popular ve a san Vicente desempeñando la función que parece atribuirle la estatuaria tradicional: teniendo a un niño cogido por la mano, y a otro en brazos. El agradecimiento le ha concedido el nombre de Padre de los pobres, y tam­bién de Padre de la Patria. Pero es exaltando, por medio de la imagen, su actuación ayudando a la infancia desgraciada como ha grabado en las memorias el carácter paternal de su bondad.

Sin embargo, su obra entre los niños abandonados sólo se impuso cuando ya era abuelo, a los 58 años, y únicamente fue uno de tantos sectores, en los que su actividad multiforme se permitió actuar con plena libertad. Pero en el desvelo que se tomó por los niños, en los cuidados previsores que tenía por ellos, en las recomendaciones que hace a propósito de ellos, y hasta en la forma como habla de ellos, vemos desplegarse en él, como una flor de otoño, una ternura inesperada en un hombre de acción como él.

Pero san Vicente es un hombre de su siglo. Sus contemporáneos sólo ven en el niño el adulto pequeño obligado muy pronto, por necesidad, a desempenar el papel de adulto. Si llega a una familia como una boca más que alimentar, dispone muy pronto de dos brazos para trabajar o, cuando menos, una mano para mendigar. La infancia no está considerada como un estado en sí mismo, sino simplemente como el inicio de una existencia que, por término medio, no pasará de los treinta arios. Los nacimientos son numerosos, pero también son numerosas las defunciones en la pri­mera edad, llegando a veces a morir uno de cada tres niños o hasta uno de dos. El tra­bajo empieza muy pronto, el pequeño zagal de las riberas del Adour tiene experien­cia de ello. Para darle más posibilidades futuras al niño, se le ha de enseñar a leer y se lo ha de poner de aprendiz. El joven Vicente, después de haber estudiado los rudi­mentos del saber, llegará a ser, a su vez, preceptor de otros niños. Es esa función de preceptor la que va, como consecuencia, a introducirlo en casa de los Gondi y la que hará poner, en cierto modo, el pie en el estribo.

Después de haberse ocupado de otras miserias, san Vicente descubre, sólo al decli­nar su edad, al niño que fue él, a los niños de los que se ocupó. Lo descubre como uno de los más pobres entre los pobres, sin voz, sin defensa, sin ni siquiera conciencia de su miseria: el niño abandonado como una cosa que estorba, del que hay que desembarazarse. Se le encoge el corazón, pero para salvar a esos niños, va a usar de todos los medios, a inventar todos los recursos, a prever todos los detalles de su mantenimiento, de su educación.

Es una obra de mucho empeño, de costosa financiación y también esfuerzo diario. Debe levantar sin cesar los ánimos de las Hermanas encargadas de ellos: esos niños son la misma imagen de Jesucristo, son hijos de Dios, que hay que amar y respetar, exactamente igual que se respeta, como a un rey, al hijo del rey. Porque «también Dios se complace con sus balbuceos, con sus pequeños gritos y lloros». También san Vicente seguramente se complació de forma parecida al oírlos.

Cuando la generosidad de las Damas llega a reducirse, hasta el punto de poner en peligro la obra de los Niños Abandonados, san Vicente, para salvarlos, hará de mendigo trágico: «…su vida y su muerte están en manos de ustedes; voy a recoger ahora sus votos y sus opiniones… la experiencia no nos permite dudar de ello» (X, 943).Las lágrimas y los sufrimientos de esos pequeños pesan más en la balanza de Dios que los diamantes, el oro y las joyas que se pueden poner en el otro platillo.

La obra había comenzado con pocos niños. A la muerte de san Vicente alimenta-ba y educaba a más de 400, hasta la edad de 12 años para los niños y de 15 para las niñas. Esta obra perdura todavía y hasta se ha desarrollado en una potente administración, la Asistencia Pública, convertida en Ayuda Social a la Infancia, que, a pesar de todo, guarda siempre el recuerdo de su padre y fundador.

Los niños abandonados eran los más de lamentar, pero la infancia popular, los niños de los pobres, atrajeron la atención y los cuidados de san Vicente. La primera Hija de la Caridad que se le presentó, Margarita Naseau, había hallado su vocación actuando improvisadamente como maestra de escuela. También las escuelitas para los pobres fueron una de las obras de la compañía de las Hijas de la Caridad desde sus orígenes, obra por la que san Vicente prodiga a sus Hijas instrucciones y consejos.

No fue el único que promovió la educación popular. Por no citar más de dos nombres, antes que él, san Pedro Fourier, el inventor del encerado, había multiplicado en Lorena las escuelitas rurales, y después de él, un canónigo de Reims, Juan Bautista de la Salle, creó un Instituto de maestros de escuela, que ha demostrado sus aptitu-des a lo largo de tres siglos.

Para san Vicente, la educación forma parte de un conjunto: no basta con evangelizar a los pobres y socorrerlos, también hace falta proporcionar a los niños los medios para salir de su estado: la educación y la alfabetización forman parte de él.

Pensamos que nuestro siglo ha hecho enormes progresos al desarrollar la instrucción para todos, reconociéndola como un derecho, haciendo del niño el pequeño dios de la familia. Para proporcionarle salud y placer, ningún sacrificio resulta demasiado pesado, mientras que frecuentemente, por una especie de renuncia, su educación moral queda abandonada.

Nos escandalizamos al leer la descripción de la suerte de los niños abandonados ante las puertas de las iglesias en tiempos de san Vicente, pero eso es bien poca cosa en comparación con la situación miserable de tan gran número de niños del Tercer Mundo. Somos incapaces de asegurarles el pan o el arroz diario, y no llegarán hasta la alfabetización, porque no habrá para ellos un sitio en los bancos de una escuela, o porque ni siquiera se planteará el problema: estarán ya muertos antes de alcanzar la edad escolar. La desaparición de todos los niños de menos de cinco años en Cambo­ya, víctimas de las rivalidades entre las capillitas del mismo totalitarismo, es la ver­güenza de nuestro universo.

Un contemporáneo de san Vicente, el pintor Jorge de la Tour, en un cuadro admi­rable, nos presenta, a la humilde luz de una llama titubeante, a un bebé fajado, rode­ado de las miradas y del afecto de toda una familia humana que adora en él al Hijo de Dios. San Vicente nos recuerda, como lo hace el cuadro, que todo niño, por muy pobre que sea, por muy marcado que esté por la miseria o también por el vicio, es para nosotros la imagen viviente de aquél que, para hacerse pobre entre nosotros, quiso aparecer primero bajo los rasgos de un niño.

II.- San Vicente y los niños

En 1617 (Folleville-Chatillon), san Vicente decide consagrar toda su vida y todas sus fuerzas a la evangelización y al servicio de los pobres. De momento, los más abandonados le parece que son las pobres gentes del campo y los enfermos, y orien­ta su itinerario por ese lado.

Pero muy pronto, se le imponen otras numerosas situaciones de miseria y, entre ellas, las de los niños pobres y abandonados.

Es curioso destacar que la actividad educativa fue la primera experiencia profe­sional y pastoral de san Vicente. Desde el momento en que se traladó al colegio de los franciscanos de Dax, sólo tiene 15 años, residiendo en casa del Sr. de Comet, actúa como pasante. Siendo estudiante de la universidad de Toulouse, se encarga de la dirección de una pequeña pensión en Buzet (Tarn). Yen 1613, se convierte en pre­ceptor de la familia de los Gondi; allí residírá hasta 1617.

En cada una de estas ocasiones se trata de niños de familias acomodadas. Estas experiencias, no podemos dudar, le permitirán comprobar mejor, por contraste, el abandono de los niños pobres. Un día dirá a las Hijas de la Caridad, a propósito de los niños expósitos:

«Hijas mías, si fuesen hijos del mundo, esto es, de familias honorables, os darían también mucho trabajo, quizás más todavía que el que éstos os dan; y ¿qué recompensa? Salarios muy pequeños, y seríais consideradas como sirvientas. Pero por haber servido a estos pobres niños abandonados del mundo, ¿qué recibiréis? A Dios en su eternidad. Hijas mías, ¿hay comparación posible?» (IX, 140).

2.1.- Un pobre entre los pobres

Ante las innumerables formas de pobreza, la experiencia lleva progresivamente a san Vicente a considerar como los más pobres a quienes no tienen ningún medio para bastarse a sí mismos, y por esa razón el niño pobre es para él «un pobre entre los más pobres». Esta pobreza, también la ha vivido el joven Vicente durante sus quince primeros años, participando, desde su más tierna edad, en los trabajos de la pequeña casa de campo.

2.2.- «Soy hijo de un labrador»

«Si dijera la verdad sobre mí, habría que decir que soy hijo de un labrador, que guardé puercos y vacas, y añadir que esto no es nada en comparación con mi ignorancia y mi maldad»» (IV, 210)

«Hijas mías, procedemos de familias humildes, vosotras y yo. Yo soy hijo de un labrador, me han educado muy pobremente, ¿y voy a querer distinguirme ahora y verme tratado como un monseñor por el hecho de ser ahora superior de la Misión? Hijas mías, acordémonos de nuestra condición y veréis cómo encontramos muchos motivos para alabar a Dios» (IX, 923).

Infancia laboriosa y sin ninguna distracción, pero infancia feliz debido al hecho del ambiente familiar y del afecto de sus padres, hermanos y hermanas. Hallamos indudablemente el eco de ello en ciertas evocaciones:

2.3.- «De que ama a ese niño»

«¿No habéis visto alguna vez a un padre, que tiene un niño pequeño al que ama mucho? Le deja hacer a este niño todo lo que quiere y hasta llega a decirle: «Muérdeme, hijo mío». ¿De qué proviene todo esto? De que ama a ese niño. Pues lo mismo se porta Dios con nosotros, hermanos míos» (XI, 272).

Estos remordimientos confesados por el Sr. Vicente al fmal de su vida son quizás el más hermoso testimonio de su afecto filial:

2.4.- «Me daba vergüenza de ir con él»

«Recordaba hace unos momentos que, cuando era un muchacho, cuando mi padre me llevaba con él a la ciudad, como estaba mal trajeado y era un poco cojo, me daba vergüenza de ir con él y de reconocerlo como padre. ¡Miserable de mí! ¡Qué desobediente he sido! Le pido perdón a Dios; y también os lo pido a vosotros y a toda la Compañía, por todos los escándalos que os he dado, y os conjuro que recéis a Dios por mí, para que me perdone y me dé cada vez más pesar de ello en mi corazón» (Xl, 693).

2.5.- «Han sido abandonados por sus padres y por sus madres»

Desde entonces se comprende que para san Vicente la peor pobreza es la privación de los padres:

«Esos niños se encuentran en necesidad extrema, o casi extrema, puesto que sin vuestra ayuda se morirán todos. Han sido abandonados por sus padres y sus madres y por todo el mundo. Entonces, ¿cuál puede ser la solución? La muerte» (X, 925).

III.- Las escuelitas

Después de quince años de trabajo y de vida de familia, san Vicente tiene la suer­te de entrar en el colegio de los franciscanos de Dax y después, de proseguir estudios superiores en la Universidad de Toulouse. Se convence de la necesidad de la instruc­ción para la promoción de los pobres.

En 1630 se encuentra con la que iba a llegar a ser la primera Hija de la Caridad, Margarita Naseau. También ella tiene la misma experiencia:

«No era más que una pobre vaquera sin instrucción. Movida por una fuerte inspiración del cielo, tuvo el pensamiento de instruir a la juventud, compró un alfabeto, y, como no podía ir a la escuela para aprender, fue a pedir al Sr. Párroco o al Vicario, que le dijese qué letras eran las cuatro primeras; otra vez les preguntó sobre las cuatro siguientes, y así con las demás. Luego, mientras seguía guardando sus vacas, estudia­ba la lección. Veía pasar a alguno que daba la impresión de saber leer, y le pregunta­ba: «Señor, ¿cómo hay que pronunciar esta palabra?». Y así, poco a poco, aprendió a leer; luego instruyó a otras muchachas de su aldea. Y entonces se resolvió a ir de aldea en aldea, para enseñar a la juventud con otras dos o tres jóvenes que había formado» (IX, 89).

Desde las primeras Caridades, el Sr. Vicente se preocupa de la instrucción de los niños pobres, particularmente de las niñas (efectivamente, de cada cien escolarizados, sólo había un 10% de niñas alfabetizadas).

3.1.- «Que haya una maestra de escuela»

«Finalmente, las señoras de la Caridad tendrán una gran preocupación y deseo de la sal­vación de las almas de los pobres, ayudándoles tanto con sus oraciones como con sus pequeñas instrucciones; harán todo lo que puedan, para que de este modo Dios sea honra­do también en las otras familias de la parroquia, y que, a ser posible, haya también una maestra de escuela encargada de enseñar convenientemente a los pobres» (X, 670).

3.2.- «Los pobres no pueden ir allí»

«Vuestra Compañía, mis queridas Hermanas, tiene también la finalidad de instruir a los niños en las escuelas en el temor y amor de Dios, y esto lo tenéis en común con las Ursu­linas. Pero como ellas tienen casas grandes y ricas, los pobres no pueden ir allá y han acu­dido a vosotras» (IX, 535)

3.3.- «Con la condición de que los pobres sean siempre los preferidos»

«Sabrá también (la Hermana) que no debe admitir a toda clase de niñas indistintamente en su escuela, sino solamente a las pobres; mas si la Providencia y la obediencia la desti­nan a alguna parroquia, donde no hubiese maestra para la instrucción de las ricas, y sus padres la instan mucho para que las reciba como discípulas, en ese caso, podrá admitir­las, pero a condición de que siempre las pobres sean preferidas a las ricas, y que éstas jamás desprecien a aquéllas». («Reglas particulares para la maestra de escuela», n.° 20, p. 121. Renato Alméras).

IV. Los niños abandonados

El drama de los niños expósitos lleva a san Vicente a enfrentarse a la peor de las miserias humanas. La describe de este modo a las Damas de la Caridad:

«Y he aquí los motivos que se les presentaron: ¡Que nos habían informado que esos niños estaban mal atendidos: ¡una nodriza para cuatro o cinco niños!

Que se les vendía a los mendigos a ocho sueldos la pieza; que les rompían los brazos y las piernas para excitar la piedad de la gente y que les diesen limosna, y los hacían morir de hambre.

Que algunas mujeres que carecían de hijos, por no dárselos sus maridos o los miserables que las mantenían, los tomaban y los consideraban como propios; efectivamente, desde hace dos arios hemos encontrado a tres o cuatro de esa clase.

Que les daban pildoras de láudano, que son un veneno, para hacerles dormir; y es cierto que se ha hecho así.

Que desde hacía cincuenta años, ninguno de ellos ha logrado sobrevivir, a no ser algunos de los adoptados como hijos supuestos.

Y, finalmente, para colmo de males, que muchos de ellos morían sin ser bautizados» (X, 941).

4.1.- «Bien, Señoras»

A propósito de la obra de los Niños Abandonados hallamos las exhortaciones más patéticas de san Vicente:

«Bien, señoras la compasión y la caridad les han hecho adoptar a estas pequeñas criaturas como hijos suyos; ustedes han sido sus madres según la gracia desde que los abandonaron sus madres según la naturaleza. Dejen ahora de ser sus madres para convertirse en sus jueces; su vida y su muerte están en manos de ustedes; voy a recoger ahora sus votos y sus opiniones; va siendo hora de que pronuncien ustedes su sentencia y de que todos sepamos si quieren tener misericordia con ellos. Si siguen ustedes ofreciéndoles sus caritativos cuidados, vivirán; por el contrario, si los abandonan, morirán y perecerán sin remedio; la experiencia no nos permite dudar de ello» (X, 943).

4.2.- «Dios siente un gran placer»

«Una segunda observación, mis queridas Hermanas, es que esos niñ’os pertenecen a Dios de una manera especialísima, ya que están abandonados por su padre y su madre, y sin embargo, tienen almas racionales, creadas por la omnipotencia de Dios. Solamente le pertenecen a Dios, que les hace de padre y de madre, y vela por sus necesidades.

Ved, Hijas mías, lo que Dios hace por ellos y por vosotras. Desde toda la eternidad ha fijado este tiempo para inspirarles a muchas damas el deseo de cuidar de estos niños, a los que considera como suyos; desde toda la eternidad, os ha escogido, Hijas mías, para el servicio de ellos. ¡Qué honor para vosotras! Si las personas del mundo se consideran muy honradas por servir a los hijos de los grandes, ¡cuánto más vosotras, por haber sido llamadas a servir a los hijos de Dios!

Estuve últimamente en un lugar por donde se paseaba el rey. «Señor, —le dijo su señora ama, al ver al Sr. Canciller que entraba-, Señor, dad vuestra mano al Sr. Canciller». ¡Dios mío!— exclamó el Sr. Canciller haciendo una gran reverencia—, soy indigno de tocar la mano del rey;… él es rey, y si el Sr. Canciller, que es uno de los primeros oficiales de su corona, no se atreve por respeto a tocarle la mano, ¡qué sentimientos tenéis que tener voso­tras, al servir a esos niños, que son hijos de Dios! Hijas mías, entregaos a Dios para ser­virle con gran caridad y mansedumbre, y tomad la costumbre de ver a Dios en esto y de servirles en Dios y por su amor. ¡Qué motivo tan poderoso es éste, hijas mías! ¡Tenéis que concluir que Dios siente un gran placer viendo el servicio que le hacéis!

Otro motivo, hijas mías, es la gran complacencia que Dios siente por el servicio que hacéis a estos niños, así como se cuida de sus balbuceos, e incluso de sus gritos y de sus llantos. Cada uno de esos gritos llena el corazón de Dios de confusión. Y vosotras, mis queridas Hermanas, cuando procuráis calmar sus gritos, haciéndoles los servicios que necesitan por amor de Dios, y por honrar la infancia de nuestro Señor, ¿no estáis dando consuelo a Dios?, ¿y Dios no se siente honrado por el llanto de esos niños? ¡Ánimo!, ¡ánimo, pues, Hijas mías! Apreciad mucho el servicio de estos niños, por cuya boca Dios recibe una perfecta alabanza. No soy yo quien lo digo, Hermanas mías, es el profeta: «Ex ore infantium et lac­tentium perfecisti laudem tuam». Son unas palabras latinas y significan: “En la boca de los niños que maman leche es perfecta tu alabanza» Hijas mías, es verdad, porque lo afirma la sagrada Escritura.

Ved, cuán felices sois por servir a estas pequeñas criaturas que dan a Dios una alabanza perfecta y en las que la bondad de Dios se goza tanto, un gozo que en alguna forma se parece al de las madres, que no sienten mayor consuelo que el de ver lo que hacen sus hijos. Ellas lo admiran todo y les gusta todo. Así también Dios, que es su Padre, siente gran placer ante todo lo que hacen. Haced lo mismo vosotras, mis queridas Hermanas; pensad que sois sus madres. ¡Qué honor estimarse madres de unos hijos cuyo padre es Dios! Y como tales, sentid mucho gusto en servirles, en hacer todo lo que podáis por su conservación. En esto, Hijas mías, os pareceréis en cierto modo a la santísima Virgen, ya que seréis madres y vírgenes a la vez. Acostumbraos a mirar de esta forma a los niños, y esto facilitará la fatiga que sintáis junto a ellos, porque sé muy bien que no os faltará. Está también el amor que las buenas madres sienten por sus hijos. Hijas mías, ellas se expon­drán a toda clase de males por salvarlos de una ligera molestia» (IX, 136-138).

4.3.- «Vivan muchos de esos niños»

«Otro medio, mis queridas hijas, es representaros muchas veces la gracia que Dios os ha concedido al llamaros a que le sirváis en la persona de estos niños. Desde que empezasteis a asistirles, su múmero ha sido de más de doscientos, poco más o menos; todos han reci­bido el santo bautismo y quizás, si no hubieseis cuidado de ellos, hubieran muerto todos sin bautismo, y hubieran quedado privados de la visión de Dios por toda la eternidad, que es la mayor pena de los condenados. Hijas mías, ¡qué felicidad para vosotras el poder con­tribuir a tan gran bien, y cómo tenéis que sentiros muy honradas por haber tenido esta gra­cia, y también la de que por vuestros cuidados vivan muchos de estos niños! Si esto con­tinúa, dentro de diez años habrá por lo menos setecientos u ochocientos; y los que mueran bautizados irán a glorificar a Dios por toda la eternidad. Hijas mías, ¡qué felicidad! Tenéis parte en las alabanzas que ellos dan a Dios; presentan a Dios el amor que con ellos habéis tenido y todos los trabajos que os han dado, Será una grandísima ayuda para conseguir vuestra salvación esa caridad ejercida con esas pobres criaturitas, a las que les dais la vida, o mejor dicho, les conserváis la que Dios les ha dado por el cuidado que de ellos tenéis.

¡Hijas mías, qué felicidad! Reconoceos muy indignas de esta gracia, y procurad haceros dignas de ella, por temor de que Dios no os la quite para dársela a otras, que harían mejor uso de ella y estarían más agradecidas a su bondad.

Además del mérito y de la recompensa que Dios da por servir a esos niños, motivos suficientemente poderosos para servirles con cuidado y diligencia, está algunas veces la satisfacción que se siente, y yo estoy convencido que sentís muchas veces gran cariño para con ellos. Hijas mías, nunca os lo diré demasiado, estad seguras de que nunca lo ofenderéis amándolos mucho; son sus hijos y el motivo que os ha hecho ponerse a su servicio es su amor. No sería lo mismo si fuerais madres en el mundo, ya que muchas veces el amor natural de las madres a sus hijos es ocasión de pecado; además, ellas tienen no pocas penas y sufren mucho con este motivo. Pero vosotras, Hijas mías, seréis madres razonables, si velais por las necesidades de esas criaturas, las instruís en el conocimiento de Dios, y las corregís con justicia acompañada de mansedumbre. Así es como seréis verdaderas y buenas madres» (IV, 142-143).

4.4.- «Al servir a esos niños»

«Al servir a estos niños, al servir a los pobres enfermos, yéndolos a buscar, hacéis a Dios el mayor servicio que se le puede hacer, contribuís con todo vuestro esfuerzo a que la muerte del Hijo de Dios no sea inútil, honráis la vida de nuestro Señor Jesucristo, que muchas veces ha hecho esto mismo y, al servir a los galeotes, honráis los sufrimientos y las calumnias que el Hijo de Dios sufrió en la cruz. Hijas mías, seríais las más ingratas de la tierra, si despreciaseis la gracia que Dios os ha hecho por una vocación tan santa. Pero tened cuidado, tened cuidado, os lo pido, de ser fieles a ella. ¡Qué desgracia! La felicidad de las que sean fieles será tan grande como la desgracia de las que no lo sean, porque no es razonable que se reciba el precio del trabajo que no se ha hecho. El ejemplo de Judas y de otros muchos tiene que ser para nosotros un motivo poderoso para perseverar.

Dad gracias a Dios, Hijas mías, por haber sido escogidas para una vocación tan perfecta; rogadle que os dé todas las gracias necesarias para serle fieles. Yo se lo suplico de todo mi corazón, y le pido para vosotras la gracia de imitar a la santísima Virgen en el cuidado, vigilancia y amor que tenía para con su Hijo, a fin de que, como ella, verdaderas madres y vírgenes a la vez, eduquéis a estos niños en el verdadero temor y amor de Dios, para que puedan con vosotras glorificarlo eternamente. Es lo que deseo con todo mi corazón, hijas mías, rogándole a Dios que os bendiga. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén» (IX, 144-145).

4.5.- «Allí se nececitan las más virtuosas»

«Sobre todo en los Niños, Hijas mías, allí es donde se puede cometer un grave escándalo. Las que trabajáis allí, habéis de saber que lo peor que os podía pasar sería escandalizar a esos pobres niños, haciendo o diciendo algo malo delante de ellos. Si la señorita Le Gras pudiera tener ángeles, tendría que darlos para servir a esos inocentes. Ha corrido el rumor de que sólo se enviaba allá a las que no valían para otros sitios. Todo lo contrario; allí se necesita a las más virtuosas; pues como sea la «tía» (así es como os llaman), así serán los niños. Si es buena, serán buenos; si es mala, serán malos; pues hacen fácilmente lo que hacen sus «tías»: Si tenéis mal genio, ellos tendrán mal genio; si cometéis alguna ligereza ante ellos, ellos las harán; si murmuráis, murmurarán; y si se condenan, se quejarán de vosotras, no tengáis duda, pues vosotras habréis sido la causa de ello» (IX, 687).

4.6.-«¿Tenemos mejores Hermanas que las que están allí?»

«Tenéis una casa para los niños expósitos y se ha corrido entre vosotras un rumor, que debéis atribuir al espíritu del diablo, que, cuando una Hermana no vale para una parro­quia ni para otro sitio, la ponen allí como en la cárcel. Sabed, Hermanas mías, que nunca ha sido ése el pensamiento de la señorita Le Gras; al contrario, se quiere que sir­váis a esos pobres niños y que seáis como su padre y su madre. Fijaos en la malicia del diablo, que ha metido ese pensamiento en vuestra cabeza, y el mal tan grande que es hacer que corra ese bulo. ¡Cómo, Hijas mías! ¿Tenemos Hermanas mejores que las que hay allí, Hermanas que se sacrifiquen tanto por el amor que tienen a Dios, a quien sir­ven en la persona de esos niños, a pesar de que no valen para otro sitio? No es verdad, y no veo ninguna mejor en ningún otro sitio. Por eso, Hijas mías, quitad esa idea de vuestra mente y sabed que murmurar de esto, tener afecto a seguir ese lenguaje y vivir con esos sentimientos es un pecado venial. Y el mero afecto al pecado venial os hace indignas de ganar el jubileo» (IX, 841-842).

III.- Cuestiones para la reflexión y el diálogo

1.- Nuestro trato con los niño. Evoquemos esos tratos:

  • ¿Con qué cara, en concreto, se presentan ante nosotros?
  • ¿Qué cara les ponemos?
  • ¿Cómo acogemos sus preguntas, su visión de los adultos y del mundo?
  • ¿Qué importancia le damos a su manera original de ser en nuestra sociedad.
  • ¿Aceptamos que sean diferentes de lo que fuimos nosotros a su edad?

2.- Comos animadores, educadores, catequistas, capellanes.

  • ¿Cuál es nuestro proyecto?
  • ¿Qué lugar les dejamos a las iniciativas de los niños para crear un mundo en el que sean felices?
  • ¿Qué preocupación efectiva tenemos de los que están faltos de amor, de segu­ridad, de todos los que lo están pasando mal?
  • ¿Cómo ayudamos a sus padres, a menudo perplejos, desorientados ante los problemas de la educación, para vivir con sus hijos, que evolucionan, cambian, se transforman?

3.- «Si os hacéis como niños»:

  • ¿Qué significa para vosotros esta palabra de Jesús?
  • ¿Cómo la integramos en nuestra experiencia espiritual?

Tomado de “En tiempos de Vicente de Paúl y Hoy”

David Carmona, C.M.

David Carmona, Sacerdote Paúl, es canario y actualmente reside en la comunidad vicenciana de Casablanca (Zaragoza).

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