Unum Corpus, unus Spiritus in Christo

I. Finalidad de estas consideraciones

El lema de la Asamblea General de 1986 fue «Un cuerpo, un espíritu en Cristo«. A la luz de este lema, la Asamblea fue convocada, preparada y se celebró. En las Líneas de Acción se afirma: «El motivo inspirador de la Asamblea era buscar la unidad en la diversidad».

Nosotros, el Superior General y el Consejo General, siguiendo las orientaciones de la Asamblea y guiados por su lema, centramos estas consideraciones sobre la unidad de la Congregación, conven­cidos de la importancia que la unidad tiene para fortalecer su vida interna y vigorizar su apostolado.

Pero, ¿de qué unidad se trata? En el Documentum Laboris, en las intervenciones del Superior General y en las Líneas de Acción encontramos frecuentes alusiones a la unidad de la Congregación. Sin embargo, no se ha estudiado ni discutido el tema de la uni­dad para saber de qué unidad se trata cuando nos referimos a la unidad de la Congregación. Se han expuesto ideas, se han manifes­tado aspiraciones, se han señalado criterios, se han indicado medios, per en ninguna parte se ha dicho lo que se entiende en con­creto por unidad de la Congregación. Posiblemente, la Asamblea supuso que los asambleístas sabían de qué unidad se trataba, que apreciaban su valor y que creían ser suficiente entrar más de lleno en el marco constitucional para gozar plenamente de ella.

Lo que nosotros pretendemos con nuestras reflexiones es: ayudar a comprender mejor lo que es la unidad de la Compañía; cumplir lo que la Asamblea pidió al Superior General y a su Consejo: «Propongan cada año un tema de reflexión que sirva para robustecer la unión entre las Provincias».

Los valores de la unidad

Son conocidos los valores de la unidad: fuerza, eficacia, cla­ridad de imagen, armonía en la diversidad, fidelidad en lo funda­mental y libertad en lo secundario.

Si del orden social pasamos al teológico, la unidad es fruto y exigencia de la caridad; testimonio evangelizador: «para que el mundo crea» (Jn. 17, 21); fidelidad al carisma y al espíritu propio y comunión.

En el orden institucional, la unidad supone vivir y actuar cohe­rentemente según lo establecido en el ordenamiento constitucional.

Cuando hablamos de promover la unidad de la Congrega­ción nos referimos a la adquisición y logro de todos sus valores y en todos los órdenes. Partimos de los elementos constitutivos de la unidad, que se identifican con la identidad de la Congregación y destacamos los elementos dinámicos en una doble dirección:

hacia dentro, exigiendo el esfuerzo de ser fieles al fin pro­pio dentro de los campos que el Fundador señaló y según el espí­ritu que él legó a la Congregación, conforme a las actuales Consti­tuciones; hacia fuera, mostrando ante el Pueblo de Dios la coherencia entre lo que somos y lo que hacemos y con qué espíritu lo hace­mos, ofreciendo la imagen verdadera de nuestra identidad.

La promoción de la unidad reclama también cautela y resis­tencia ante los posibles peligros, cuyo origen puede estar en las interpretaciones incorrectas del pensamiento de San Vicente o de los textos normativos, en la sobrevaloración de algunos aspectos  de la historia de la Congregación, en la lectura de los signos de los tiempos desde ideologías contrarias al espíritu vicenciano, total o parcialmente. Tales fallos pueden llevar a una pluralidad excesiva de ministerios, a estilos de vida muy individuales y a la deficiente aplicación de los principios de descentralización y subsidiariedad.

Lo que sugiere el lema

El lema «UNUM CORPUS, UNUS SPIRITUS IN CHRISTO» inspira otras ideas que enriquecen el sentido de la unidad en la Con­gregación.

Está tomado de la tercera Plegaria Eucarística: Pedimos al Padre: «para que fortalecidos con el Cuerpo y Sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu». En él percibimos resonancias paulinas. Recorde­mos el capítulo 4, 1-7 de la carta a los Efesios. San Pablo hace una sentida llamada a la unidad: «Un solo Cuerpo y un solo Espíritu…» para hacer frente a tres posibles peligros de desunión en la Igle­sia: la discordia entre los cristianos, la necesaria diversidad de ministerios y las doctrinas heréticas.

Los contextos del lema, el inmediato o eucarístico y el remoto o eclesial, nos introducen: en el misterio de la unión íntima que la Eucaristía realiza entre nosotros con Cristo, su persona y su misión y, mediante Cristo, entre todos nosotros; en el misterio de la Iglesia, sacramento de salvación, una de cuyas notas es la unidad.

Si contemplamos la unidad de la Congregación a la luz de la Eucaristía y de la Iglesia, bebemos en las fuentes más puras de la unidad, de donde dimanan la caridad mutua, el celo apostólico en la misión común, la solidaridad y la fidelidad a una misma voca­ción, dada por Dios y reconocida por la Iglesia. Todo esto toca en lo más vivo del corazón de la unidad de la Congregación.

El lema alude también a otros tres aspectos importantes: a la unidad del «cuerpo»: «UN SOLO CUERPO…».

La Con­gregación tiene su «corporeidad» en la Iglesia y en el mundo; la unidad del «espíritu»: «UN SOLO ESPIRITU…», el alma del cuerpo, la que le da vida y pujanza y como dice San Pablo, «viene de Dios y así conocemos a fondo los dones que Dios nos ha dado» (1 Co. 2, 12); a Cristo como centro de unidad: «IN CHRISTO». Podemos aplicar a la Congregación lo que el Apóstol dijo de la Iglesia: «De él viene que el cuerpo entero, compacto y trabado por todas las jun­turas que lo alimentan, con la actividad particular de cada una de las partes, vaya creciendo como cuerpo, construyéndose él mismo por el amor» (Ef. 4, 16).

El vigor de la unidad dependerá de la simbiosis entre el «cuerpo» y el «espíritu» de la Compañía y del poder vivificador de la presencia de Cristo. En otros términos: de la disponibilidad del «cuerpo» para dejarse animar por el «espíritu»; de la capaci­dad del «espíritu» para revitalizar el «cuerpo» y de la fuerza que Cristo, evangelizador de los pobres, genere en el alma de los misio­neros y en las instituciones de la Congregación.

II. La misión, punto clave de la unidad de la Congregación

En todo el proceso de la preparación de la Asamblea Gene­ral, el término Misión fue determinante: la evangelización, la comu­nidad y la formación estaban referidas a la misión.

En el número 3 de las Líneas de Acción se afirma: «la Congre­gación existe en la Iglesia a causa de la misión…»; «la misión otorga unidad dinámica a las líneas de acción».

Existen otras afirmaciones, v.g., en el número 4: «El camino recorrido en los últimos años por la Congregación de la Misión en el terreno de la evangelización de los pobres ha sido prometedor. Su característica más importante es haber descubierto un nuevo sen­tido de la Misión. Hacia ese descubrimiento confluye la generali­dad de las Provincias».

El P. General valoró el trabajo de la Asamblea desde la pers­pectiva de la misión: «Las Líneas de Acción que la Asamblea ha apro­bado proceden del hondo sentido y conciencia que tenemos de la importancia de la misión. Este vocablo ha sido el punto clave en nuestra Asamblea como lo fue en el pensamiento y experiencia vital de Jesús».

Nadie entre nosotros duda de que todo en la Compañía está referido a la misión: el «cuerpo», el «espíritu» y las institu­ciones. Las Constituciones mantienen constantemente este princi­pio.

La cuestión que se plantea es comprender lo que ese la MISION VICENCIANA. El análisis de los textos antes citados nos permite ver que no siempre se toma el término «misión» en el mismo sen­tido. La tarea de concretarlo no es fácil, porque la misión es, ante todo, un don del Espíritu, cuyo contenido supera toda formulación. No obstante, nos atrevemos a indicar algunos criterios:

1° Origen

La misión vicenciana, como toda otra misión que se entron­que en la de Cristo, tiene su origen en la del Padre, quien envió a su Hijo para salvar al mundo. San Vicente dijo con frecuencia a los misioneros: Dios es el autor de la Compañía; desde toda la eternidad pensó en ella para que continuara la misión evangeliza­dora de Cristo a los pobres.

El P. General expresó muy bien esta idea cuando afirmó que «la convicción de haber sido enviados por Dios palpita en el cora­zón de la misión». «Jesús vivió conscientemente de que no sólo importaba trasmitir la Buena Nueva a los pobres, sino también de que cumplía la voluntad del Padre, del mismo modo corresponde a nosotros, no sólo ser conscientes de nuestra dedicación a los pobres, sino, además, tener sentido de misión. He ahí que el concepto de misión suponga, como supuso para Cristo, venir e ir. Procedentes de Dios, somos enviados por él a los pobres».

2° Finalidad

Si el origen de la misión destaca su faceta divina, la finali­dad pone de relieve la histórica. La misión vicenciana tiene como fin «seguir a Cristo evangelizador de los pobres» y continuar en el mundo su misión: «Sí, — dijo San Vicente — Nuestro Señor pide de nosotros que evangelicemos a los pobres; es lo que El hizo y lo que quiere seguir haciendo por medio nuestro».

La realización histórica de la finalidad de la misión vicenciana es uno de los aspectos más visible y valorable y, por tanto, uno de los criterios más lúcidos para comprenderla. Los textos constitu­cionales la tienen en cuenta y nuestras instituciones están conce­bidas para hacer realidad palpable el seguimiento de Cristo evan­gelizador de los pobres.

3º Ejemplo y doctrina de San Vicente

El sentido de la misión vicenciana, tanto mejor se compren­derá cuanto más se ahonde en la vida y doctrina del Fundador y mayor sea la fidelidad a su carisma y a sus inspiraciones e intui­ciones.

«El carisma del Fundador» — enseña Mutuae Relationes se revela como una experiencia del Espíritu trasmitida a los pro­pios discípulos para ser por ellos vivida, custodiada, profundizada y desarrollada constantemente en sintonía con el Cuerpo de Cristo en crecimiento perenne». La mirada a la vida y doctrina del Funda­dor, con el discernimiento necesario, debe ser constante para no perder la «genuina novedad en la vida espiritual y apostólica de la Iglesia, así como la peculiar efectividad».

La misión vicenciana tiene su propio carácter y su particular estilo de vida espiritual y apostólica, creados por el Fundador y transmitidos por la sana tradición. Es imprescindible leer y estu­diar continuamente la vida y doctrina de San Vicente para evitar estar en la Iglesia de una manera descolorida y, como nos advierte también el Mutuae Relationes: «Es necesario que en las actuales circunstancias de evolución cultural y de renovación eclesial, la iden­tidad de cada instituto sea asegurada de tal manera que pueda evi­tarse el peligro de la imprecisión con que los religiosos, sin tener suficientemente en cuenta el modo de actuar propio de su índole, se inserten en la vida de la Iglesia de una manera vaga y ambi­gua».

4° Mensaje

La visión vicenciana no tiene otro mensaje que el de Cristo evangelizador de los pobres. El misionero vicenciano, por sí mismo o por otros, directa o indirectamente, debe hacer eficaz la salva­ción de Jesucristo a los pobres.

Pero, ¿cuál es el contenido de la evangelización vicenciana? Existe una frase de San Vicente que, aún sacada del contexto inme­diato, es muy significativa: «Puede decirse que venir a evangelizar a los pobres no se entiende solamente enseñar los misterios nece­sarios para la salvación, sino hacer todas las cosas predichas y figu­radas por los profetas, hacer efectivo el evangelio».

Quizás San Vicente pensó en Jesús, cuando se aplicó a sí mismo la profecía de Isaías: «Me ha ungido para que dé la Buena Noticia a los pobres. Me ha enviado para anunciar la libertad a los cautivos y la vista a los ciegos, para poner en libertad a los oprimidos, para proclamar el año de gracia … Hoy en vuestra presencia se ha cum­plido este pasaje» (Lc. 4, 18).

El anuncio de la Buena Nueva del Reino de Dios a los pobres es la manifestación de la justicia y de la misericordia divinas que caracterizan el ejercicio de la realeza de Dios en el mundo.

El mensaje de la misión vicenciana concuerda con lo que Pablo VI ha dejado escrito en la Evangelii Nuntiandi. Por la fideli­dad al propio carisma y por la situación del pobre a quien se evan­geliza, la misión vicenciana acentuará unos aspectos u otros. Como exigencia de esta fidelidad y adaptación, la Asamblea ha pedido a los misioneros, con palabras del Papa, que busquen «más que nunca y con audacia, humildad y competencia las causas de la pobreza (per­sonales, sociales, estructurales) y alienten a corto y largo plazo solu­ciones concretas, flexibles y eficaces».

La sensibilidad ante los problemas de la justicia, primer paso de la caridad, es consideraba hoy como un signo de los tiempos. La Iglesia se ha uncido a esa aspiración. Después del Vaticano II y de la Evangelii Nuntiandi, no se concibe la evangelización sin la promoción de la justicia. «A imitación de San Vicente, la Congre­gación debe empeñarse cada vez más en responder a las esperan­zas de la Iglesia».

5° Destinatarios

Son los pobres, aquellos a quienes todo el mundo llama pobres dentro del contexto cultural en el que ellos viven. Conviene, sin embargo, tener en cuenta la opción que se indica en el artículo 1, 1° de las Constituciones: «sobre todo los más abandonados», según lo que San Vicente dijo a los misioneros: «…vayamos y ocu­pémonos con amor nuevo en el servicio de los pobres y busquemos incluso a los más pobres y abandonados…».

6° Talante

Entendemos por talante del misionero su disposición de ánimo, su voluntad y aspiraciones, sus gustos y estilo de vida, su espíritu. Las raíces del talante del misionero están en la compren­sión y práctica de las cinco virtudes que le caracterizan y son las potencias de su alma; en la comprensión y práctica vicenciana de la pobreza, castidad y obediencia, las armas de Jesús según San Vicente, de las que nos debemos armar: «para evangelizar a los pobres, utilizando sus mismas armas».

El talante del misionero es el que, al fin, más impresiona y llama la atención, lo que más atrae o repele e, incluso, por el que se juzga todo lo demás. Por esto conviene tener presente lo que Juan Pablo II nos ha dicho en su saludo a los asambleístas: «¡Que vues­tros huéspedes y los que habitan en vuestras residencias, sean testi­gos, más aún me atrevo a decir, trasmisores, de vuestra sencillez de vida, de vuestro digno comportamiento, de vuestra pobreza, de vues­tra alegría, de vuestra comprensión de los problemas de este tiempo y de vuestro ardor apostólico».

En relación con el talante del misionero, es bueno recordar lo que el documento Mutuae Relationes nos dice al final del número 12: «Cada miembro del instituto tiene también sus propios dones que el Espíritu suele dar precisamente para enriquecer, desarrollar y rejuvenecer la vida del instituto en su cohesión comunitaria y en su testimonio de renovación. Pero el discernimiento de tales dones y de su utilización deben tener como medida la congruencia de los mismos con el estilo comunitario del instituto y las necesidades de la Iglesia a juicio de la legítima autoridad».

7° Instituciones

Cuando hablamos de instituciones, entendemos los medios dados por el Fundador o creados por la Congregación a fin de alcan­zar las metas de la vocación. Tales instituciones son, por ejemplo, la vida comunitaria, la formación, el sistema de gobierno y la admi­nistración de bienes.

Hay que tener presente algunos aspectos:

Hay instituciones necesarias. En la Congregación son nece­sarias la vida en común para la misión, todo el sistema de aposto­lado y de gobierno. Otras instituciones son de segundo orden y no absolutamente necesarias, como puede ser, la figura del oficio de Asistente provincial o local.

Todas las instituciones de la Congregación deben estar en función de la misión. Por tanto, deberán ser adaptadas, si llega el caso, a las circunstancias de lugares y personas, para que sean efi­caces y no peso muerto.

Las instituciones encarnan el ser y la existencia de la Con­gregación en la Iglesia y en el mundo. Es de suma importancia la armonía entre las instituciones y la misión. Por eso, San Vicente exhortó con ahínco a la observancia de las Reglas y Constitucio­nes.

Descentralización, subsidiariedad y unidad

El Sínodo extraordinario de 1985 ha recomendado estudiar el principio de subsidiariedad para saber cómo aplicarlo bien en la Iglesia. Podemos aceptar nosotros dicha recomendación y aplicarla a nuestro caso. Con frecuencia se alude, de una manera más o menos explícita, a los principios de subsidiariedad, descen­tralización y unidad de la Congregación en los documentos prepa­ratorios de la Asamblea, en las alocuciones del Superior General y en las Líneas de Acción.

El Superior General propuso las siguientes preguntas:

  • «¿Cómo puede el principio de solidaridad informar al de sub­sidiariedad para que la Congregación sea Un Cuerpo, un Espíritu en Cristo?»
  • «¿Qué significa que el Superior General sea el principio de unión y coordinación de las Provincias?». La pregunta surge cuando se piensa en la aplicación del principio de descentraliza­ción.

No es el momento de explicar estos principios. Basta saber que están recogidos en los textos normativos de la Congregación. Las ventajas de su introducción son el acercarse más a las personas y a los problemas; evitar mediaciones inútiles; dar cauce a la creatividad y respetar la dignidad de las personas. Sin embargo, en la formulación de los textos constitucionales o se hace una lla­mada a la unidad como complemento y toque de atención o se pro­ponen otros medios a fin de evitar posibles perjuicios a la unidad, como es la intervención de las instancias superiores. Si tales prin­cipios se aplican bien con las exigencias de la unidad, los resulta­dos necesariamente serán buenos, armónicos, eficaces y un bello ejercicio de justicia y caridad. En cambio, si su aplicación es incor­recta, la unidad de la Congregación, su imagen y fuerza, pueden verse comprometidas o, como se dice en el número 13 de las Líneas de Acción: «Con todos estos fallos sufren las personas y sufre la misión».

Al estudiar y al aplicar los principios de la descentraliza­ción y de la subsidiariedad, deben tenerse muy presente los aspec­tos que Pablo VI consideró como el «espíritu de la evangelización»: buscar la unidad; servir a la verdad y dejarse animar por el amor. Sería útil leer lo que Pablo VI escribió en los nn. 76 al 79 de la Evan­gelii Nuntiandi sobre la unidad en la evangelización para esclare­cer la unidad de la Congregación de la Misión, cuyo núcleo, como hemos dicho, es la misión.

Un detalle digno de tenerse en cuenta es que el P. General menciona los principios de corresponsabilidad, solidaridad y sub­sidiariedad a la luz de la «communio o koinonía», noción clave del último Sínodo extraordinario.

La «communio o koinonía» solamente se da cuando hay diver­sidad de responsabilidades íntimamente unidas, que quieren ayu­darse y completarse mutuamente. La Iglesia es «communio o koi­nonía»; está dentro de un mundo al que quiere servir; en su seno existen otras iglesias locales, otras communidades eclesiales, sus propias instituciones y sus miembros con los que quiere estable­cer relaciones, sin dejar de ser una y sin olvidar que la «commu­nion o koinonía» no tiene un único sentido: es dar y recibir. La Igle­sia es una y múltiple, es misterio de salvación y es también salvada; es evangelizadora y evangelizada. Lo mismo se puede decir de la Congregación: desde su unidad quiere ser «communio o koino­nía» con la diversidad que la rodea y con la que lleva en su inte­rior.

Posibles peligros contra la unidad

Existen posibles amenazas contra la unidad de la Congre­gación. Tales pueden ser:

1° Falta de referencia al «espíritu’

San Vicente apeló al espíritu, no sólo para fomentar la unidad de los corazones, crear aspiraciones y encender el celo apostólico, sino también, para discernir qué obras y qué instituciones estaban o no conformes con la identidad de la Compañía. La unidad de la Congregación podría quebrarse si, ante la avalancha de ideas y de ofertas pastorales, no se disciernen a la luz del propio espíritu.

Es propio del espíritu: * impulsar la creatividad, abrir la Congregación a nuevas tareas apostólicas, aumentar su disponibilidad y el celo de sus miembros; * impedir que se introduzcan elementos espirituales, apostó­licos y jurídicos contrarios a la identidad de la Congregación.

2° Falta de referencia al «cuerpo»

«Todos somos misioneros y no hay más que un cuerpo», dijo San Vicente. La Congregación es una. Sin embargo, la disper­sión geográfica, las distintas culturas, las varias tradiciones y las múltiples obras pueden crear la diversidad que, si se une a la falta de una mutua y adecuada comunicación, pueden poner en peligro a los misioneros de no tener más horizontes que los de las propias provincias, casas y ministerios. Corren el riesgo de perder el sen­tido de «cuerpo». En este caso, es inútil apelar a la solidaridad, a la corresponsabilidad y a la subsidiariedad.

Otro peligro es el modo incorrecto de usar los espacios de autonomía que conceden las Constituciones. La autonomía se ha concedido a las provincias y a las casas para que respondan mejor, espiritual y apostólicamente, a las propias situaciones. Sería peli­groso no tener en cuenta el todo: Congregación, provincia, casa u obra y no saber sacrificar ciertas particularidades en aras de una imagen más unitaria en el estilo de vida, trabajo y gobierno. El P. General hizo esta observación en uno de los saludos que dirigió a la Comisión preparatoria: ‘La comunidad local es una parte viva de la Congregación. Tiene su independencia, pero no tanta que pierda toda relación con la Congregación de la que recibe, o puede recibir, algunos estímulos. Lo que es verdad para la comunidad local, lo es para la provincia. De ahí que la vitalidad de la Congregación dependa de su unidad. Promover la unidad de la Congregación es promover su vitalidad».

3° El particularismo

En el n. 13 de las Líneas de Acción se denuncia: «los exce­sos de los particularismos o de la autonomía a la hora de tomar deci­siones».

Siempre fue difícil resolver el problema entre la persona y la comunidad (personas e instituciones). El art. 22 de las Constitucio­nes ofrece los criterios: «…disciérnanse los proyectos individuales a la luz del fin y espíritu de la Misión. De esta forma, la diversidad y los carismas de cada uno contribuyen a acrecentar la comunión y a hacer fructífera la misión».

Interesa conocer las causas de los particularismos. Se ori­ginan, a veces, por la atonía de los proyectos de vida y de aposto­lado. Es sabido que, cuando una comunidad no ofrece proyectos atrayentes o no da seguridad ni para el presente, ni para el futuro, aparecen los individualismos buscando la propia realización.

4° El «juridismo»

Se puede pecar de «juridismo» de muchas maneras. Señalamos dos:

  • La sobrevaloración de la ley: «a veces, el acento se pone sobre la exterioridad de la vida común y regular …, lo que impide la dimen­sión profética de la comunidad».
  • El afán desmedido de crear normas sin que respondan a las verdaderas necesidades. Se cae con frecuencia en la adoración de los principios de participación, descentralización y autonomía, sin parar mientes en toda la Congregación y en su bien común. Poco a poco, la diversidad en la normativa entre las provincias irá creando tales diferencias que resultará difícil conocer la unidad de toda la Congregación. La Congregación no es una confederación de provincias.

5° La desorganización

«La falta de organización» frena el desarrollo normal de la comunidad vicenciana para la misión. Así está escrito en el n. 13 de las Líneas de Acción.

La organización es fruto de un buen gobierno, fruto de una cola­boración entre el Superior y la comunidad que lo secunda. Por tanto, al hablar de la organización, hay que tener en cuenta a ambos.

La animación se considera hoy como el quehacer principal del Superior. Las Líneas de Acción lo confirman en los números 17 y 20. Una buena animación desemboca en una aceptable organiza­ción. Esta es orden, unidad de metas, de motivos y de medios. La desorganización, en cambio, es desorden, fuente de tensiones, caren­cia de la unidad más elemental.

Empero, no todo depende del Superior, cuya autoridad se reconoce como necesaria; se requiere la colaboración de la comu­nidad. El Papa exhortó a armonizar las responsabilidades cuando advierte que la corresponsabilidad comunitaria hay que entenderla bien. La comunidad no puede reducir el quehacer del Superior a que éste subscriba todo lo que ella propone. Tiene que ayudarle a mantener bien y con paciencia la orientación de la comunidad hacia las exigencias vicencianas. La buena organización hace posible que todos, Superior y miembros de la comunidad, unidos, proyecten, ejecuten y evalúen lo que todos juntos en colaboración programaron.

III. Motivos para promover la unidad de la Congregación

En este apartado nos preguntamos sobre las motivaciones que nos impulsan a trabajar por conservar, acrecentar y fortale­cer la unidad de la Congregación.

La lista de motivaciones es larga. Mencionamos solamente algu­nas, bien porque las consideramos importantes y más vicencianas, bien porque se expusieron explícitamente mientras la Asamblea General se preparó y se celebró.

Los motivos principales son los que dimanan del mismo ser de la Congregación. La Congregación es, como ya hemos dicho, un don de Dios a la Iglesia y a los pobres; es «un cuerpo, un espíritu en Cristo». Su fin es seguir a Cristo evangelizador de los pobres; está fundada para continuar la misión de Cristo y existe a causa de la misión. La fidelidad a estos elementos exige amor mutuo, soli­daridad, interés de todos por toda la Congregación y aceptación de las instituciones creadas para conservar y aumentar la unidad, en todos los órdenes y en todos los niveles: general, provincial, doméstico y dentro de cada obra misionera.

A estas motivaciones podemos añadir otras de orden dis­tinto, v.g., los modelos y deseos de unidad. En este sentido, las Líneas de Acción proponen como ejemplo de unidad a la Santísima Trinidad: «San Vicente se preocupó de que nuestras convicciones comunitarias se enraizaran en el misterio de la Trinidad y en la Pala­bra de Dios. Haciéndose eco de aquel pasaje evangélico: ‘Que todos sean uno para que el mundo crea, dijo a los misioneros: ‘… ¿cómo podréis atraer las almas a Jesucristo si no estáis mutuamente uni­dos a El?’ La unión fraterna ‘a modo de amigos que se quieren bien’ y la unión con Jesucristo, son signos y medios de la evangelización de los pobres».

La cita es un mosaico, pero fácilmente podemos ver en ella motivos de unidad: La Santísima Trinidad. San Vicente dijo: «En la Trinidad está el origen de nuestra perfección y modelo de nuestra vida». La Palabra de Dios que nos une al escucharla, al meditarla y cuando la ponemos en práctica. El valor testimonial de la unidad: «para que el mundo crea» (Jn. 17, 21). La unión fraterna «a modo de amigos que se quieren bien» (CR VIII, 2). Todo se reduce a que la unidad, causa y testimonio del amor fraterno, hace creíble la evangelización.

La unidad de la Iglesia y la unidad de la Congregación

Nuestras reflexiones sobre la unidad de la Congregación se enriquecen si las referimos a la unidad de la Iglesia.

La Congregación no es una isla; su unidad no es un muro de incomunicación; está en el mundo, es parte de la Iglesia. La Igle­sia, a su vez, garantiza la unidad de la Congregación; también es fuente de inspiración.

El P. General se inspiró en la eclesiología de la comunión, exi­gencia y consecuencia de la unidad de la Iglesia, para ofrecernos algunas consideraciones, v.g., sobre la mejora de la calidad de la vida comunitaria, que debe dar «color y tono a la misión»; sobre el cercenamiento de los individualismos y el cultivo del deseo de trascenderse a sí mismos y a las propias preferencias para reali­zar más plenamente el «un solo Cuerpo, un solo Espíritu en Cristo».

El Sínodo extraordinario de 1985 puso de relieve la ecle­siología de la «communio o koinonía», cuyo fundamento es la uni­dad de la fe, de sacramentos y de jerarquía, sobre todo con el ser­vicio de Pedro, centro de unidad.

La Congregación, como parte viva de la Iglesia, está dentro del dinamismo de la «communio o koinonía». Desde ella, y por la misión, asume las diversidades y se abre a todas las iniciativas.

IV. Medios para conservar y acrecentar la unidad en la Congregación

La tarea en favor de la unidad debe contemplarse princi­palmente desde la perspectiva de la animación de la Congregación y no desde la centralización.

La lectura atenta de las Reglas Comunes, de las Constitucio­nes y de los documentos de la última Asamblea General nos per­mitirá encontrar suficientes medios para crear y consolidar la uni­dad de los corazones, base imprescindible de toda otra unidad; otros están pensados para la unidad en la actividad apostólica; otros bus­can la unidad en el gobierno; otros, en fin, ofrecen cauces para hacer efectiva la colaboración y solidaridad en la Congregación.

Les ofremos algunos medios de los muchos que las fuentes indi­cadas contienen:

Contemplar a Cristo evangelizador de los pobres

Si «seguir a Cristo evangelizador de los pobres» es el fin de la Congregación, contemplarlo en la oración es un medio primario y principal para promover la unidad de la misma. Cristo, evangeli­zador de los pobres, se constituye para todos los misioneros en el centro inspirador de su vida y acción. El art. 41 de las Constitucio­nes establece: «Mediante la oración, (el misionero) se reviste de Cristo, se imbuye de la doctrina evangélica, discierne la realidad y los acontecimientos en la presencia de Dios y permanece fiel a su amor».

Formarse vicencianamente

La referencia al ejemplo y doctrina del Fundador es nece­saria para conservar la identidad de la misión. De ahí el mandato de las Constituciones: «Todos se afanarán siempre por conocer más profundamente este espíritu (el de la Congregación) volviendo al Evangelio, al ejemplo de San Vicente y a su doctrina, en la convic­ción de que nuestro espíritu y nuestros ministerios deben alimen­tarse mutuamente».

Las Líneas de Acción, al tratar de la formación específica, pun­tualizan que la actualización de la formación debe habilitar «para dar una respuesta vicenciana a las exigencias de la justicia y para adaptarse a las necesidades de una verdadera inculturación».

Ser corresponsables

Con frecuencia y muy fácilmente decimos que aceptamos a Cristo, su Evangelio y el servicio de los pobres, pero debe hacerse según las opciones hechas por la Congregación o por la provincia o por la comunidad local y no según nuestras opciones exclusiva­mente particulares.

La Asamblea ha reconocido «el esfuerzo por aunar a los misio­neros en la vida de trabajo, oración y descanso», la búsqueda de «nuevas formas de vivir unidos el evangelio y de realizar comunita­riamente la evangelización» y «el deseo de reforzar la comunión sobre la base de un mutuo acuerdo acerca del contenido y de los métodos de evangelizar», pero también ha constatado «ciertos efec­tos del individualismo o de autonomía cuando se toman decisiones».

Las Constituciones confían a algunos de los miembros de la Congregación la labor de fomentar la unidad). Esto no quita que la promoción de la misma incumba a todos. Todos deben par­ticipar en la marcha de la misma, mediante las consultas, las elec­ciones y los otros medios indicados en el derecho propio. La fideli­dad al don de la vocación, la obediencia activa, el gobierno de la Compañía exigen cooperación y corresponsabilidad.

La Asamblea insistió en la importancia del proyecto comuni­tario local como uno de los mejores cauces para ejercer la corres­ponsabilidad «Cada misionero se considerará responsable de la ela­boración, ejecución y evaluación del proyecto comunitario; lo acep­tará como propio; así el proyecto será eficaz».

Colaborar solidariamente

La unidad no vale si no se concreta en realidades. Somos una Congregación. La unidad debe mostrarse convincente mediante la colaboración y la solidaridad. El Papa manifestó el deseo de los intercambios «entre las comunidades y entre las provincias, quizás mejor organizados, vivifiquen toda la Congregación de la Misión».

En esta misma dirección, la Asamblea incitó a que «las pro­vincias compartan generosamente, según los casos, personal y recur­sos económicos, para hacer efectiva la colaboración en la obra de las Misiones ad gentes», y en el número 31, 4° de las Líneas de Acción, insiste en lo mismo, referido a la formación.

La solidaridad, no sólo en momentos de especial necesidad por parte de los miembros de la Congregación y de las provincias, sino en los casos de la vida ordinaria, es uno de los signos más precla­ros de que la Congregación es una y no mera conglobación de pro­vincias, cerradas sobre sí mismas.

Compartir en profundidad

Viviendo fraternalmente en la comunidad local según el espíritu de las Constituciones y unidos como hermanos en una misma vocación y misión es cómo realizamos la comunión con toda la Congregación y cómo participamos en profundidad. La comu­nión no se entiende sólo como una mera información, ni como un diálogo en el que se intercambian ideas y opiniones, sino en la íntima interrelación por la que ofrecemos a los otros la propia expe­riencia interior y, al mismo tiempo, aceptamos la que ellos nos ofre­cen, en un clima de búsqueda sincera de lo mejor. El artículo 129 de los Constituciones afirma: «la Congregación se hace reali­dad en cada una de las comunidades locales». Para conseguirlo, se ha institucionalizado el diálogo en todos los niveles de la vida de la Congregación; la Asamblea nos ha asegurado que «la comunica­ción mutua es el cauce indispensable para crear auténticas comu­nidades», y ha dispuesto, además, que «cada provincia favorecerá la comunicación entre la comunidades locales de manera que se pue­dan ayudar y estimular mutuamente».

A la luz de lo que acabamos de exponer, podemos pregun­tarnos: ¿escuchamos y celebramos juntos la Palabra de Dios?¿nos damos muestras de estima y perdón? ¿aceptamos lo que nos dan y damos lo que tenemos y nos estimulamos mutuamente para ser fieles a las exigencias de la vocación y misión común? ¿nos aceptamos como somos, con los dones y las limitacio­nes, con el modo de pensar distinto, pero sin perder de vista el fin común de todos? ¿nos abrimos, desde la comunidad local, a la universalidad de la Congregación? ¿ayudamos a los que tienen el servicio de la autoridad para que acierten a mantener y promover lo que es propio de la comu­nidad vicenciana?

Las Constituciones proponen un gran medio: la oración comunitaria, abierta a diversos contenidos y diferentes formas: «En la oración comunitaria encontramos la mejor forma de animar y renovar nuestra vida, sobre todo cuando participamos en la cele­bración de la Palabra de Dios o cuando, en diálogo fraterno, nos intercambiamos mutuamente los frutos de nuestra experiencia espi­ritual y apostólica».

El Papa Juan Pablo II ha animado a toda la Congregación a hacer esto mismo: «Os animo a que reservéis un tiempo fuerte cada semana o cada quince días a profundizar en el misterio de la ora­ción para impregnaros de los escritos tan vivos de vuestro Funda­dor, para juzgar serenamente vuestras actividades apostólicas, para revisar con precisión la marcha de vuestra vida fraterna».

¿Podemos aún hablar de uniformidad?

Deseamos la unidad pero, al mismo tiempo, la tememos porque con facilidad la entendemos como uniformidad, en el sen­tido estrecho que hoy damos al término, y no como San Vicente la entendió en la conferencia del 23 de mayo de 1659, en la que explicó el número 11 del capítulo II de las Reglas Comunes. San Vicente afirmó que la uniformidad es la «guardiana del orden y de la santa unión», y la que ayuda a huir de los singularismos en el estilo de vida y en el desempeño de nuestros ministerios. Al explicar esta regla, admitió la variedad en el modo de pensar, pero añadió: «respecto al fin de la vocación, que es tender a la perfec­ción, trabajar por la instrucción de los pueblos y el progreso de los eclesiásticos, hemos de convenir en el mismo juicio, tenemos que juzgar de la misma manera y hacernos semejantes en la práctica y, según señala la regla, tener todos un mismo espíritu para apre­ciar nuestros ejercicios, y un mismo corazón, en la medida de que sea posible, para amarlos; por consiguiente, acomodar nuestro juicio a las reglas, nuestra voluntad a las reglas y seguir los medios que conducen a ello».

Interés especial tiene la afirmación de San Vicente, de que para ser uniformes, el mejor medio es «una exacta observancia de nues­tras Reglas y Constituciones».

Aunque nos resulte hoy difícil marcar con precisión los límites entre unidad y uniformidad, nos resistimos a abolir plena­mente de nuestro lenguaje el término uniformidad, porque no resulta tan arduo comprender que la unidad profunda de los cora­zones, la imagen vicenciana de la Congregación en la Iglesia, son consecuencia del cumplimiento de las Constituciones y otras dis­posiciones que pretenden centrarnos más y más en el ámbito de nuestra identidad, en el estilo de vida y de trabajo vicencianos. Parece claro que hay una unidad que nos uniforma y una unifor­midad que nos une.

V. ¡Que María aliente e inspire nuestro esfuerzo por la unidad de la Congregación!

Al final de nuestro estudio sobre la unidad de la Congre­gación, dirigimos nuestra mirada a María. Como sabemos, la Asam­blea General se clausuró en la festividad de Nuestra Señora del Carmen. En la homilía de la Misa, el P. General se preguntó: «¿Qué significado tendrían para María, Madre de Dios, las palabras: Un solo Cuerpo, un solo Espíritu en Cristo?».

María creyó en la Palabra de Dios y el Verbo se hizo carne en ella. Aquellos dos cuerpos subsistieron en la más íntima unión durante nueve meses. Su unión con su Hijo creció más y más pro­fundamente durante el curso de su vida, como San Vicente nos dice: Ella «comprendió con más profundidad que todos los creyentes las enseñanzas evangélicas y las hizo realidad en su vida».

¡Que María aliente e inspire nuestros esfuerzos por lograr la más plena unidad en la Congregación de la Misión!

«Quiera Jesucristo, el que nos une a todos
derramar hoy este espíritu de unión sobre la Compañía».
El Consejo General C.M.

Mitxel Olabuénaga, C.M.

Sacerdote Paúl y Doctor en Historia. Durante muchos años compagina su tarea docente en el Colegio y Escuelas de Tiempo Libre (es Director de Tiempo Libre) con la práctica en campamentos, senderismo, etc… Especialista en Historia de la Congregación de la Misión en España (PP. Paúles) y en Historia de Barakaldo. En ambas cuestiones tiene abundantes publicaciones. Actualmente es profesor de Historia en el Colegio San Vicente de Paúl de Barakaldo.

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