Cine-Club Paúles (Barakaldo): un referente en la transición (I)
A mediados de la década de los setenta del siglo pasado, momento en el que inicia su actividad el Cine-Club Paúles, el espectáculo cinematográfico en el Estado español asistía a un lento pero progresivo retroceso. Este había comenzado en 1966, cuando el número de espectadores disminuyó ligeramente y se situó en 403 millones, cuatro años más tarde, en 1970, la cifra era de 330 millones, mientras que en 1975 la asistencia a los cinematógrafos caía hasta los 255 millones.
Este cambio en la aceptación popular del cinematógrafo empezó a fraguarse a comienzos de los años sesenta. El Plan de Estabilización y Liberalización Económica de 1959 introdujo una serie de cambios en la economía franquista, que iba abocada al colapso, sustituyendo el vigente capitalismo de signo corporativista por un capitalismo de corte neoliberal.
El nuevo modelo económico impulsó el surgimiento de una incipiente sociedad de consumo. Su advenimiento propició una serie de cambios sociales y una modificación en las formas de entretenimiento de la población. Estas se circunscribían de forma mayoritaria a los toros, el fútbol y, sobre todo, al espectáculo cinematográfico que era la diversión más extendida y más popular. Un buen exponente de esta realidad eran los 8.193 cinematógrafos existentes en 1966, su momento de máximo esplendor. Una cantidad que menguó hasta los 6.911 de 1970 y los 5.076 de 1975. Este hecho representaba que en apenas una década se habían cerrado 3.117 cines.
Paradigma de las nuevas opciones de diversión, que empezaban a emerger en la sociedad española de los años sesenta, fueron el automóvil y la televisión. Estas, consecuentemente, comenzaron a disputar la hegemonía que había disfrutado el espectáculo cinematográfico durante las dos primeras décadas de la dictadura franquista. A ellas hay que sumar la música popular y las salas de fiestas que encontraron entre los jóvenes un público amplio, que se dejó seducir, igualmente, por estos modos de entretenimiento.
La crisis del espectáculo cinematográfico, que en esos momentos llegaba a España, no era un hecho nuevo, ya que se había plasmado con anterioridad en países como Estados Unidos, Reino Unido, Francia o Alemania. Esta tenía tanto unas causas exógenas, ya apuntadas, como otras de carácter endógeno, que contribuyeron de manera clara a la profundización y extensión de la misma.
El rápido ascenso experimentado por el espectáculo cinematográfico, desde la década de los cincuenta, impulsó la construcción acelerada de nuevos cinematógrafos por toda la geografía estatal, fundamentalmente en las zonas urbanas, con los que satisfacer la demanda creciente y numerosa de los espectadores. La regresión del cinematógrafo puso en evidencia la precariedad con que se había afrontado la fase ascendente. Las salas que se construyeron durante esos años mostraban ahora un envejecimiento prematuro, que las hacían poco aptas para afrontar los retos que implicaban la crisis del espectáculo cinematográfico. Esta era observada por algunos empresarios como coyuntural, negándose por ello a reconocer su gravedad y su carácter estructural.
Al envejecimiento de los cines, construidos con material de escasa calidad, había que sumar unas butacas incomodas, una proyección deficiente, tanto en imagen como en sonido, una ornamentación poco cuidada y unas condiciones higiénicas que dejaban mucho que desear. Frente a la clara obsolescencia que presentaban bastantes cines algunos empresarios como Alfredo Matas, reclamaban su urgente modernización para encarar la crisis con garantías de poder superarla con éxito: “Y otro problema que afecta, no a largo plazo sino a corto plazo, es el de la renovación de las salas, que en Francia se ha resuelto cargando esta renovación al presupuesto del Cine. En España las salas, se han quedado estancadas hace 20 años, tanto en cuanto a proyección como a sonido, ambientación, clima, butacas… hay una gran parte de locales, y más todavía en provincias, que están como para prohibir a la gente que entre en ellas. Esto destroza la afición y es un daño gravísimo que, a la vuelta de la esquina, lo vamos a pagar todos con sangre”.
El diagnóstico era correcto: muchas de las salas no reunían las condiciones elementales para ofrecer un espectáculo de calidad, aunque no era menos cierto que la explotación del espectáculo cinematográfico requería también su modernización y adaptación a los nuevos tiempos. El modelo seguido, con un estreno escalonado y selectivo de las películas, primero en Madrid y Barcelona, para pasar posteriormente a las capitales de provincia, e iniciar a su vez una lenta exhibición que iba de los municipios más poblados a los menos poblados, implicaba unos tiempos muy dilatados, demorando, por ello, la respuesta y la asistencia de la gente.
Esta manera de concebir la exhibición cinematográfica, que se realizaba con muy pocas copias, provocaba un deterioro continuo de éstas. Esta circunstancia traía aparejada que su calidad se resintiese notablemente, era frecuente que durante la proyección aflorasen sobre la pantalla unas molestas y continuas rayas finas. Este hecho, a parte de evidenciar el mal estado de las películas, constituía en los casos más extremos una agresión visual para el público asistente a esas sesiones.
El correlato de todo ello era el rechazo de los espectadores ante un espectáculo que no cumplía con unos mínimos de calidad, por lo que comenzaron a abandonar las salas. Esta actitud no implicaba que la gente dejase de ver películas, sino que optaba por reemplazar la asistencia a los cinematógrafos por la visión de éstas en la televisión. El nuevo electrodoméstico comenzaba a ocupar un espacio privilegiado en los hogares, como evidenciaba el hecho constante de la venta de televisores, que en 1976 había alcanzado los 6.965.000 millones de unidades, mientras que una década antes, en 1966, su número era de 1.750.000.
Txomin Ansola
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