Pregón lírico de la llegada de los PP. a la ciudad de Teruel (1867-1967)

mso9416Antes de comenzar mi PREGON, quiero agradecer a las Pri­meras y Dignísimas Autoridades de la Provincia, de la Diócesis y de la Capital su presencia y presidencia en este acto conmemo­rativo del Centenario del establecimiento de los Padres Paúles en Teruel.

Mi gratitud también al selecto público, que con su asistencia demuestra su afecto a la Congregación de la Misión de San Vi­cente de Paúl.

Y en pago de esta cortesía pido para todos y cada uno de los aquí presentes que el Señor de la vida y de la muerte, de la sa­lud y de la enfermedad les conceda que puedan celebrar el cente­nario de su propio nacimiento con la misma vitalidad y optimismo con que los Padres Paúles celebran hoy su nacimiento secular en Teruel.

Y a mi Presentador, el M. I. S. Ventura Pamplona, le recuerdo aquella frase del aragonés Baltasar Gracián: «No hay cristales que muden los colores como los afectos», pues, llevado de su amis­tad, ha cargado las tintas en mi elogio, y mis oyentes pudieran formarse un concepto demasiado brillante de mi persona. Aunque como me presentó, entre otras cualidades, como escritor de obras de teatro, habrá tenido presente que a los actores se les maquilla con chillones coloridos, para que se les coman las luces de «batería» y candilejas y aparezcan así en su fisonomía natural. Mis benévo­los oyentes, cuando oigan mis pobres palabras, podrán rebajar los encomios para verme en mi exacta dimensión.

Quiero felicitar a Mosen Pamplona la certera evocación de los Padres Paúles que conoció por trato o referencia, y sobre todo por la emotiva semblanza de un modesto lego, el Hermano Barbero, por la que se pone a tono con esta hora de exaltación de los humil­des. Con estas remembranzas me dispensa de fatigaros con la que yo tenía preparada, y ahora sólo me resta rezar un «orate pro nobis» dirigido a los santos varones recordados.

Con vuestra venia empiezo mi tarea. Más que a mis propios méritos, debo a la amabilidad de unos amigos el encargo de un PREGON LIRICO que cantara el recuerdo y la presencia de la Fundación de la Casa-Misión en Teruel a los cien años de su es­tablecimiento. Otra voz más entonada que la mía debiera ser la cantora de acontecimiento tan notable, la de cualquiera de los educados en esa Residencia, pero quizá la hubiera empañado la emoción de una nostalgia entrañable o la hubiera velado el pu­dor varonil, que se resiste a referir hazañas de las que fue prota­gonista. Por eso delegaron en otro su representación, en otro me­nos vinculado —¡ sólo un poco menos!— a la Casa, y me designa­ron a mí.

Los organizadores de esta solemnidad acertaron a buscarme para hablar porque sabían el cariño que siempre sentí hacia ella, y que últimamente plasmé en hechos al fundar la edificación del templo en honor de la Inmaculada de la Medalla Milagrosa. Pero se equivocaron al confiarme un PREGON LIRICO, que pide pífa­nos de oro de un heraldo, y yo soplo débilmente en la cuerna de un pregonero rural pues soy un poeta jubilado, de las épocas idas, cuando al vate se le entendía lo que rimaba y no retorcía metá­foras y tropos asequibles a «la inmensa minoría». Aunque, por otra parte, considero que esta equivocación sea un acierto, porque la conmemoración de un centenario mira a un evento histórico, y yo también pertenezco al pasado, y no caeré en «ese anacronismo, que –según M. Proust— tantas veces impide que el calendario de los hechos coincida con el de los sentimientos». Aquí somos coin­cidentes.

Vuestro oído, sensible y educado, disculpará y absolverá mis seguras, si bien totalmente involuntarias, estridencias.

UN CENTENARIO

Es anacrónico que en una época en que las noticias se aplastan unas a otras, como se borran las olas en la playa, en que los pe­riódicos de la tarde hacen olvidar las páginas de los matutinos, en que la vida toda sale disparada hacia adelante, pulverizando lo que queda detrás, es anacrónico que la memoria se retrotraiga a un acaecimiento que transcurrió hace un siglo. ¿Por qué este re­troceso al pasado? ¿Es que nos asimos a él en un afán de perma­nencia, como a islote inmóvil y berroqueño, en el fluir vertiginoso y alocado de las horas? ¿O es que preferimos el recreo en la foto­grafía fija de la linterna mágica al mareo de la película trepi­dante? ¿O es el conjuro a un fantasma, la pretendida animación de un fósil? O, más noblemente, ¿es el reconocimiento de deudas a los donantes, ya muertos, de un capital que beneficia a sus des­cendientes? ¿O el regreso al manantial de aguas límpidas y fres­cas, con las que intentamos purificar las que, corriente abajo, llegan turbias, alborotadas o infectas?

NUESTRO CENTENARIO

Algunas conmemoraciones de Centenarios verán reflejados sus perfiles en estos símiles. Nuestra conmemoración, no. No desente­rramos una momia con la resurrección fingida de un recuerdo. Cantamos la perduración de una energía vital a lo largo y a lo ancho de cien años de existencia. Can tamos la renovación de cien primaveras en un mismo árbol de estremecido follaje, como grím­polas de esperanza, o más bien la primavera secular de un árbol de perenne lozanía, de un ciprés decorativo y monacal, arpa de ruiseñores, surtidor de aguas vivas y evangélicas que saltan de la tierra para derramarse en el mar azul de los cielos.

Las linfas de este regalillo, cuyo rumor nos arrulla, encajan en la quietud de un embalse y en la fluencia de un canal, porque conservan el espíritu la esencia, la vida, que permanecen intactas y corren al ritmo y tornasoles de los tiempos, siempre antiguas y siempre nuevas.

FUNDACION Y FUNCION

El curso de los años y de las generaciones por el cauce de un siglo nos impuso la comparación de las aguas deslizantes. Pero el Excmo. Sr. Obispo de Teruel, Don Francisco de Paula Giménez y Muñoz, fundador de la Casa-Misión en 1867, la comparó a «un alcázar para el Señor y una fortaleza para el hombre». Sin duda, pensaba en su estabilidad y solidez, al semejarla al señorío y fir­meza de esas construcciones regias y militares. La Casa-Misión llevaba en su nombre su destino : sería el cuartel general de los Misioneros de San Vicente de Paúl destinados a evangelizar la Diócesis, y un santuario donde se rindiera culto permanente a Je­sucristo y a su Madre Santísima y un refugio de las almas en sus retiros espirituales.

Y no andaría lejos de la mente del Prelado la idea de compa­rarla a «un alcázar y una fortaleza» la situación de la Casa en una ciudad que cifra su ser y su historia en el lema de su escudo: «Muy Noble, Fidelísima, Heroica y Vencedora», pues cada uno de esos timbres serían estímulos ejemplares de la nobleza, de la fidelidad, del heroísmo y de la victoria para los que moraran en la Casa- Misión.

En la madrugada del 19 de octubre de 1867 arribaron al restau­rado Convento de Capuchinos, a las puertas de Teruel, unos Hijos de San Vicente de Paúl, molidos por el traqueteo de una desven­cijada diligencia en un viaje de veinticuatro horas. Me viene a las mientes el carro de las Fundaciones teresianas, que era un palacio al lado de nuestra diligencia. Allí la Santa tañía una campanilla quebrada, que llamaba humorísticamente «la ronquita». Pero aquí —me documento en crónica del viaje— era ronco todo : los gritos aguardentosos del postillón y las protestas y refunfuños de los viajeros, zarandeados por baches del camino, y los chirridos de las desencuadernadas maderas del vehículo. Y, no obstante, la chis­pa del buen humor de alguno de los Misioneros iluminaba el ne­gro humor, como las gracias de la Madre Teresa aliviaban los sustos y penalidades de sus monjitas.

Los Misioneros fueron recibidos por un grupito de sacerdotes y de Hijas de la Caridad bajo una temperatura de Polo Norte, Todo un presagio: el afecto de unos pocos y la frialdad hostil de una población —en aquel entonces— liberaloide y sectaria, que re­chazaba a «los frailucos».

Y, fuera curiosidad natural o toque sobrenatural de la Gracia, el día tres de noviembre acudían cerca de ocho mil personas a la inauguración de la Casa-Misión. Diríase un minúsculo Pentecos­tés, donde la lengua llameante de fervor y de ciencia del P Cardellach inflamaba los corazones y derretía en llanto el del Obispo Fundador allí presente. La reseña de un testigo —tal vez el mis­mo predicador— ha dejado un esquema amplio de la oración sa­grada pronunciada en la Misa solemne de aquel fausto. El orador había de esforzarse por conquistar a un auditorio —adverso, indiferente, curioso— de los beneficios que su Congregación aportaba a la Diócesis. Y le conquistó. Con sencillez vicenciana, con pro­fundidad escriturística y teológica, desarrolló la tesis de lo que son las Misiones. ¡Es lástima que no conservemos el texto íntegro! Sería el más oportuno y elocuente pregón para la conmemoración de este Centenario. ¡Un pregón que, a la distancia de un siglo, gozaría de palpitante actualidad, encajado y orientado en la línea recta que marca el Concilio Vaticano II para la Liturgia de la Palabra. Incluso sería un buen prólogo para la Gran Misión que el Señor Obispo, aquí presente, Dr. D. Juan Ricote, regala a la ciudad de Teruel, si, no estuviera ya escrita por el mismo querido Prelado en la CIRCULAR por la que invita y exhorta a todos los turolenses a cooperar y corresponder a esta Gracia extraordinaria en el Año de la Fe.

Con la ventaja de que hoy no caerá la Palabra de los Misione­ros sobre la tierra helada de la indiferencia, porque esta tierra ya quedó esponjosa y caliente con la sangre de los mártires turo­lenses vertida por la Fe en Cristo y por una España grande y libre. Y ahora descubro como un presentimiento secular aquella lejanísima fecha fundacional de la Casa-Misión, en el día de su inauguración oficial, que fue en el que la Iglesia celebraba la fes­tividad litúrgica de «Los innumerables Mártires de Zaragoza». Al doblar las dos páginas de la Historia, se besan y funden la sangre antañona y la reciente, y empapan en su jugo la esperanza de esta Gran Misión, que será no sólo semilla de cristianos, sino de unos cristianos saturados y vivificados por el ambiente posconciliar.

MISIONES

La estadística puede ser lirismo. Los números son teclas de un piano que vibran según la inspiración del que las pulsa. En nues­tro caso la inspiración es divina —gloria de Dios y salvación de los hombres—, y los dedos del pianista son los dardos encendidos del apóstol. Los Hijos de San Vicente de Paúl empezaron sus Mi­siones en Concud —14° bajo cero en el cierzo y un ventarrón más gélido en las almas—, pero aquella gelidez duró poco en aquel pue­blo, y desde entonces, a través de un siglo, la fiebre de religiosidad caldeó la Diócesis. Los Paúles la misionaron en su antigua demar­cación totalmente ocho veces, y también completamente en su nueva demarcación —de 1956—, aumentada en un centenar de Pa­rroquias.

Ocho veces, centenares de Parroquias, miles de almas son gua­rismos que hay que descifrar como el que lee la partitura de una sinfonía y escucha en sus ojos y en su espíritu la música pautada. Esos guarismos miden las aguas lustrales de las Confesiones, el compás de las absoluciones impartidas, apuntan la galaxia de las Comuniones, enumeran los hogares enjabelgados de Gracia y ca­lientes con la nueva lumbre del amor sacralizado y susurran que aquel sermón olvidado o despreciado fue un obús de espoleta re­tardada, que explosionó en el corazón empedernido cuando le apre­tó la angustia o le exaltó el gozo o le estrangulaba la última ago­nía y alcanzó la misericordia y el perdón divinos.

¡Qué hermosos son los pies de los mensajeros del Evangelio, de Gracia, de paz y de alegría por las sierras turolenses, por aldehue­las, aldeas y poblados numerosos, por sus fértiles vegas y sus aris­cos riscos, en busca de la oveja descarriada, torturados y heridos! ¿Quién contará sus pasos? ¿Quién no admira que jamás hayan sa­cudido el polvo de sus sandalias sobre la ceguera de los que no los quisieron ver? ¿Quién recogerá las lágrimas y sudores de los Mi­sioneros? Sólo el Señor, que llama por su nombre a cada una del incontable cuento de las estrellas. No quiero molestaros con la lista de los Padres Paúles que durante estos cien años fueron pas­tores y labriegos de los rediles y campos de Dios en la Diócesis de Teruel —Mosen Pamplona acaba de exonerarme de esta dulce obli­gación—. Ni siquiera mencionaré los más notables, porque en el orden sobrenatural de sus trabajos tanto o más monta el que aga­villa haces como el espigador que rebusca granos. Ni tampoco pe­diré un aplauso colectivo para ellos, pues aprendieron la lección de Jesús a sus discípulos cuando les enseñó a no vanagloriarse del éxito de sus Misioneros, sino a gozarse de que sus nombres estu­vieran escritos en los cielos, y estoy seguro de que las almas de los Misioneros fallecidos y los nombres de los que aún viven entre nosotros están registrados con letras de diamantes en el Libro de la Vida.

PARÉNTESIS

Permitidme en esta ocasión salir al paso de osadas afirmacio­nes que sientan por sí y ante sí la muerte de las Misiones con el sofisma —nunca razón— de que ya están desfasadas en la actua­lidad. Cuando precisamente en la actualidad, en el Concilio Va­ticano II, la Iglesia se proclama definitoriamente «Misionera», y no sólo para los países paganos, sino también para las naciones cristianas que hoy, desgraciadamente, están contaminadas de pa­ganismo y, lo que es peor, de ateísmo, pues los idólatras adoran a Dios erróneamente, mientras que los paganizados le persiguen, le rechazan y le entierran. No, no puede extinguirse la Misión del que señaló positivamente como nota de su Mesianidad: «Fui en­viado a evangelizar a los pobres», y «pobres son no los económi­camente débiles, sino otros más miserables todavía —escribe Glo­ria Fuertes—, y es mendigo el que dice: «¿Y si Dios no existiera?». Más miserables todavía: llevan andrajos en el alma y roña de ignorancia religiosa en el pensamiento y lacras y lepra de pecados en la conciencia. Y esta deplorable miseria espiritual es peste más en las ciudades que en los campos. Los campesinos, por convic­ción, o tal vez por rutina, por respeto humano, guardan viva en sus costumbres la Fe heredada de sus mayores. Mientras que el ciudadano, sobre todo en las grandes urbes, y proporcionalmente en las pequeñas, por el absorbente trabajo, que ha de multiplicar para mantenerse a duras penas, por el ambiente materialista que le ahoga, por las seducciones pecaminosas y asediantes, por la impunidad del anonimato entre «el vulgo municipal y espeso», por la excesiva preocupación de la vida temporal, se olvida de la eter­na; por el indispensable cuidado de su cuerpo no tiene en cuenta la salud de su alma. En el campo se admira y venera la grandeza majestuosa del Creador en la noche estrellada. En la ciudad, los focos eléctricos y los anuncios luminosos impiden contemplar el parpadeo de los astros, y esas constelaciones artificiales, inventa­das por los hombres, le incitan a pensar que su cielo está en la tierra. Por eso es necesario que las Misiones vayan también a las ciudades, para que al menos las velas encendidas en el altar o en el desfile de las procesiones recuerden al ciudadano o le hagan ver que son estrellas bajadas de la altura para dirigirle en la insegu­ridad de su existencia por las rutas del «inmortal seguro».

EJERCICIOS ESPIRITUALES

He de bajar la tesitura de mi PREGON LIRICO para tratar de un distinto aspecto de la Casa-Misión, morada para los Ejercicios Espirituales. No hay que quebrar el silencio de los que en ella los practican. Desde su Fundación —1867— hasta el año 1935 —con un intervalo de suspensión de nueve años : Revolución, Amadeísmo, República, Guerra Carlista, Restauración monárquica— se celebran anualmente dos tandas de Ejercicios Espirituales para Señores Sacerdotes y una para Ordenandos, dirigidas por los Padres Paú­les. Fuera inmodestia en mí asegurar, como acaba de decir Mosen Pamplona, que la fidelidad, la santidad y la ejemplaridad de los Sacerdotes de esta Diócesis se debe en gran parte al espíritu que supieron infundirles los Padres Paúles.

No hay que quebrar el silencio de la Casa. Cada pequeña habi­tación es celda de cartujo. Un golpe de tos, un carraspeo, atrue­nan como estampidos. La campanilla insinúa su invitatorio con tímida voz infantil, y por los oscuros pasillos vagan las sombras fantasmales de las sotanas, que se revisten de luz al entrar en la capilla. La prédica del Padre Director no rompe el silencio, le roza nada más, porque apenas brota de sus labios que absorbida, como en la espiral de un remolino, por las almas de su auditorio, reco­gido y atento.

Y a otras horas el silencio es el runrún varonil y pausado de «una conversación con el cielo». Es el rumor de las oleadas de los Salmos en la recitación coral del Oficio Divino. Yo he soñado estas escenas como aguas negras en la prisión de los atanores, que glogotean al asomarse al caño abierto, y fulgen en plata y parlo­tean, orantes, por el caz

Podríais ver a los Ejercitantes pasear por la huerta, callados y meditativos, con el Rosario o un libro entre las manos o con la mirada perdida en el aire o en la lejanía o abismada en los aden­tros de su corazón. La transparencia del silencio queda rota un instante por el estruendo de un tren que pasa, como un cristal rayado por un diamante, o, mejor, como la superficie tersa de un lago, rayada por el vuelo de una golondrina, que recobra al mo­mento su tersura, porque el estruendo pasajero hizo más hondo y penetrante el silencio del ambiente y de las almas.

El tren ha sacudido el balasto, y algunos guijos ruedan por el declive. Así un examen de conciencia desencajó y precipitó al abis­mo de la Misericordia divina algunas faltas. La placidez de la huerta hace recuperar la serenidad con mística purificada. Los Ejercitantes rastrean en su lozanía las huellas del que ama su alma:

«Mil gracias derramando

pasó por estos sotos con presura y, yéndolas mirando,

con sólo su figura

vestidas las dejó de su hermosura.»

En un remanso de la acequia otro se detiene, hundidas en su espejo las miradas:

«¡Oh cristalina fuente,

si en esos tus semblantes plateados formases de repente

los ojos deseados

que tengo en mis entrañas dibujados.»

Ha caído la noche. Todos volvieron a sus cubículos. En más de uno, rostros constelados de lágrimas de amor y contrición la trans­forman en un cielo. El murmullo persistente y sordo de la vecina acequia trae a más de una mente preocupada y oscurecida el es­tribillo de Juan de la Cruz:

«Que bien sé yo la fonte que mana y corre, aunque es de noche.»

Y le conforta el ánimo con un himno de esperanza. Y tal vez otro asoma a la ventana su sosiego y reza ante la maravilla astral:

«¿Quién el que esto mira

y precia la baxeza de la tierra

y no gime y suspira

por romper lo que encierra

el alma y de estos bienes la destierra?»

Y «estando ya su casa sosegada», su alma en paz y en luz, sal­drán de los Ejercicios Espirituales más fervorosos Sacerdotes, más apóstoles para laborar «por un mundo mejor», pues mejoraron sus almas, y, como dijo Tolstoi, «sólo lo que ocurre en el alma transforma el mundo».

SEMINARIO VICENCIANO

«El alcázar para el Señor y la fortaleza para el hombre» que ideó y realizó en la Casa-Misión el Ilmo. Sr. Obispo D. Francisco de Paula Giménez y Muñoz ensancha sus actividades allá por los años noventa, y, manteniéndose «alcázar y fortaleza», es, además, «semillero», es decir, Seminario Menor de los Padres Paúles. Es­tos no sólo barcinan almas para los trojes celestiales, sino que se­leccionan semillas de futuros apóstoles. Las buenas gentes de esta tierra ven que sus hijitos se entusiasman con los trabajos de los evangelizadores y que ansían imitarles, y las familias devuelven al Creador el regalo que les hizo, para inmolarle en servicio del Evan­gelio y del altar. La fama del Seminario se expande por las pro­vincias limítrofes y lejanas de Teruel, y le llegan niños de Valen­cia y Zaragoza de Cuenca y Madrid, de Navarra y Vascongadas, de Granada y Murcia.

PARÁBOLA DEL SEMILLERO

¿Quién ignora lo que es un «semillero»? En él la vida late so­terrada. Apenas asoman las puntas de unos tallos frágiles y tier­nos, de las que no se puede predecir, como de su huerto anunciaba Fray Luis de León, «que muestran en esperanza el fruto cierto», pues aún es muy aventurado el pronóstico. Han de ser trasplanta­das a otros tierras y a otros climas, y no pocas perecerán en el trasplante. El cultivador se confunde a veces por la engañosa homogeneidad de los brotes, y ha de velar para que el clima, la humedad y el mantillo se mantengan en su punto conveniente. Y ¡cómo le duele ver perdidos sus afanes y desvelos por yemas y capullos que secaron soles y hielos o que el viento arrebató! Y ¡cómo se alegra al ver que con el tiempo las semillas que arraigaron producen el ciento por uno en un incendio de rosales o en una empinada teoría de árboles enhiestos y copudos! Esta es la parábola del semillero, de la almáciga vegetal.

 

APLICACIÓN DE LA PARABOLA

Pero en nuestro «semillero» o Seminario Menor la parábola no es tan simple. Aquí la semilla es un hombre. Semilla que parece colocada por el Divino Sembrador, y que tal vez fue voleada, arro­jada por otras manos en ajeno sembradío. Al llegar, se le supone un hombre llamado por Dios a ser un «enviado», un misionero de Cristo. Un hombre que es un hombre-niño, con una piedad ma­mada en su familia, con una inclinación y unas aptitudes para el sacerdocio misionero, con inocencia casi bautismal y con ignoran­cia del mundo y de la vida. Esto es la celdilla más interior, más delicada, más divina, de la simiente. La otra, la exterior, la hu­mana, es una fantasía fabuladora, asombrosa y asombrada, una atención versátil, un entendimiento superficial, una libertad ca­prichosa, un sentimiento en carne viva, a flor del corazón, un sen­tido radical de la justicia, una fácil adaptación al mimetismo, una noble apertura a la amistad. Presto a la risa y al llanto, al egoís­mo y a la generosidad, al temor y a la osadía, al resentimiento y al perdón, a la afectuosidad y al despego, al tesón y a la incons­tancia, a la lógica y a la inconsecuencia, al olvido y al recuerdo. En suma, todo un hombre en pequeño, sin la plena responsabilidad y las penosas consecuencias de los mayores.

Estas son las semillas que el pedagogo de Cristo cultiva en la Casa-Misión desde casi un siglo. ¡Con qué inteligencia, con qué solicitud, con qué amor, con qué amor sobre todo, las cultiva! No es tiempo de descortezar la piel ni de cascar la envoltura. Tal procedimiento pudiera herir o espachurrar la simiente. Ni cuchillo ni mazo. Sino algo así como la suave presión esférica de la servi­lleta sobre el melocotón para limpiarle de suciedad y pelusilla. Inteligencia y comprensión de padre y manos cariciosas y calientes de Madre.

De esta manera conservan, fomentan y pulen todos los valores del aspirante a Sacerdote-Misionero, sin ocuparse exclusivamente de los valores sobrenaturales, pues lo que tienen a su guarda y cuidado no son almas descarnadas, sino hombres, hombres a los que en su totalidad humana ha votado el Dueño de la mies a su servicio, destinados a evangelizar a hombres enteros, y no a espí­ritus puros, hombres que todavía pueden ser —¡ y ojalá no lo sean más tarde !— ambiciosos como Juan y Santiago, desconfiados como Tomás, cobardes como los demás apóstoles, pero a los que la Gra­cia y la educación entrenan para ser testigos o, lo que es igual, mártires de Cristo.

Y, para ejemplo incitante de su Vocación, ven a los Misioneros de la Casa partir a sus campañas evangelizadoras. A son de cam­pana se congrega la Comunidad en la Capilla, rezan las preces del itinerario y el Padre Superior bendice a los emisarios de Je­sucristo. Ya en la puerta de la calle –del campo, hace años—, les rodean los pequeños. Alguno de ellos les encarga cariños y recuer­dos para sus familiares en el pueblo que van a misionar. Un «i Vi­van los Misioneros!» estalla en las gargantas infantiles; sus ma­necitas sacuden el aire en aplausos de despedida, y su imaginación y sus ojos les acompañan, santamente envidiosos, y adivinan que esos fuertes varones van roturando senderos que ellos recorrerán un día ya muy cercano en sus deseos y aspiraciones.

Entre tanto, también ellos —¿no son «Apostólicos»?— reali­zan su campaña misional. Antes de que los Misioneros escalen los púlpitos, se les adelantó una bandada de ángeles que echaron a volar en las oraciones de los pequeñuelos y el fervor de aquellos corazoncitos maduró la cosecha de almas que recolectarán los segadores del Señor.

Y acompasando el vuelo de las oraciones, marcan sus pisadas firmes sobre el suelo de las realidades cotidianas, esas realidades que les disponen y preparan para su actividad misionera ; los es­tudiosos: el conciso latín, el armonioso griego, el delicuescente inglés, el rotundo castellano, las secas matemáticas, la jugosa Religión, la aventurera Geografía, la ensoñadora Historia, las reveladoras Ciencias naturales, que van trepanando las duras o blandas molleras de las frentes intactas, los vírgenes oídos con inauditos vocablos, abstracciones nebulosas, descubrimientos sor­prendentes que ellos colocan como sacrificios en el ara para el feliz éxito de las Misiones y la salud de los Misioneros.

Y cuando éstos retornan de sus expediciones evangelizantes, las pequeñas manos chocan como crótalos de alegría. El bullicioso comentario se apaga al entrar en la Capilla para la acción de gracias. Después, unas nerviosas, telegráficas noticias, con la pro­mesa de más detenidos y puntuales comentarios en días sucesivos. Ya les irán refiriendo lo del cierzo y la ventisca, y la nieve, y las heladas, y el barro, y los dorados otoños, y las verdes primaveras, y el celo de Párrocos y Coadjutores, y la cortesía humilde y rega­lada de sus anfitriones, y la atenta escucha de los fieles, y el sucedido pintoresco y la anécdota edificante, y la frialdad de al­gunos y la sincera piedad, y la arraigada Fe de muchos y el entu­siasmo lagrimeante de las despedidas, que a veces contrastaba con la enemiga de las recepciones, y las coplas improvisadas y de ocasión que nunca figurarán en antologías poéticas, pero que se grabaron con caracteres de bronce y oro en las antologías del amor y de la gratitud.

Tal fue desde casi un siglo y lo es hoy fa escondida y callada labor de educadores y discípulos en el Seminario Vicenciano y Casa-Misión de Teruel. Un cenáculo chiquito que no le zarandea el vendaval de Pentecostés, pero le acaricia el aura, que, como al Profeta, le trae el leve susurro de la voz de Yavé. Podéis escu­char entre sus muros el zumbido constante de una laboriosa col­mena, roto a diario varias veces por la gozosa algarabía de los juegos —ayer por las carreras del «marro», de «las cuatro esqui­nas» o el frontón de pelota, y hoy por los zambombazos del «foot­ball» y el retozo saltarín del baloncesto—. El Seminario Vicen­ciano es un crisol al rojo vivo, de nobleza aragonesa, en el que se fusionan los nativos y los llegados de otras provincias en un cariño de hermanos —«maños»— y donde el ambiente familiar de cristianas costumbres y todos los tesoros espirituales de España son combustibles de altos hornos para una forja de apóstoles en ciernes, que aquí rebullen jocundos, recios y disciplinados, como una jota bailada ante la Virgen del Pilar, o se plantan formales, devotos y sonrientes, como los Infanticos que cantan la Salve en la Santa Capilla zaragozana.

DEVOCION MARIANA

No penséis que esta alusión a la Santísima Virgen es un re­curso efectista de oratoria. Regojo en ella la realidad de una tradición. Porque una de las notas características de este Semi­nario ha sido la acendrada devoción a María. No en vano fue esta Casa de Teruel la sede del Estado Mayor propagandista de la Medalla Milagrosa que extendió el culto a esta advocación mariana por toda nuestra Península y por el extranjero. Es na­tural que junto al hogar ardiente de esta devoción los pequeños educandos sintieran inflamarse sus corazones en el amor a la Madre de Dios. Tanto más cuanto que con sólo contemplar su imagen veían en ella la más maravillosa lección y el más exci­tante paradigma de su apostolado. En su resplandor aprendieron a ser luz sobre el celemín; en la amplitud de su manta, la cari­dad ecuménica; en su pie virginal y poderoso, la victoria contra la Serpiente infernal, y en su postura, el erguimiento sobre la bajeza del mundo.

Y si por fueros de historia y de gloria, fue esta Casa la ade­lantada de la devoción a María en otros tiempos, en éstos lo debe ser con mayor ímpetu y razón. Porque ahora surgen algunos, con buenas intenciones y desaconsejada prudencia, que al decir iró­nico de una revista italiana padecen «encefalitis litúrgica» y entienden a medias la Teología y pretenden suprimir o entene­brecer el culto mariano y, nuevos iconoclastas, retirar de los templos o esconder en ellos las efigies de María, con el pretexto de evitar el fetichismo iconográfico, con el pretexto de ampliar el ecumenismo hacia nuestros hermanos separados, con el pre­texto de adorar en espíritu y en verdad, sin la superchería de los sentidos. Cuando lo urgente no es destruir, sino instruir; no ocultar, sino esclarecer. La Iglesia, que conoce muy bien la psi­cología humana, utiliza el método pedagógico de la imaginería y por eso nos ordena en el Concilio Vaticano II: «Manténgase firmemente —¿lo hemos oído?: «FIRMEMENTE»— la práctica de exponer imágenes sagradas a la veneración de los fieles», con tal que sean pocas, ortodoxas, ordenadas y artísticas ; más pienso yo, no con un arte de piruetas culturales y de blasfemias o —si os parece duro mi anatema— irreverencias culturales’, no con un arte abstruso y destripado como una herejía picassiana.

Siento una verdadera desolación cuando penetro en templos despojados de imágenes. Me recuerdan los salones protestantes, las paredes desnudas de un quirófano. Pero cuando mi asombro y mi pena son más intensos es cuando ni atisbo en ellos el re­trato de mi Madre celestial. Me oprime entonces como un dolor de orfandad.

¡Retirar de los templos la imagen de María cuando la recien­tísima «Constitución de la Iglesia» la señala como Tipo y Modelo de la misma, cuando al declararla Pablo VI en el Concilio Vati­cano II ¡Madre de la Iglesia!, su declaración fue acogida con una ovación oceánica y unánime de los Padres conciliares!

Pero ¿no se dan cuenta esos cegados iconoclastas que María Santísima es el mejor testimonio y «la prueba sensible de la En­carnación del Verbo y de nuestra Redención? Pero ¿no se dan cuenta esos que pretenden el «aggiornamento» que la civilización y la cultura actuales son predominantemente visuales y audi­tivas, que nos nutrimos de «la cultura de la imagen» y que la insistencia machacona en los anuncios comerciales engendra en nosotros la obsesión de una necesidad? Pues ese mismo prurito de «aggiornamento» les debía abrir los ojos para poner ante los de todos las imágenes de María, que produjeran una bendita obsesión que nos arrebatara al amor del «fruto bendito de su vientre, Jesús».

Precisamente por ese afán de actualidad se inculca a nuestros pequeños apostólicos la devoción a la Santísima Virgen y de modo especial en su advocación de la Inmaculada la Sagrada Medalla no sólo, como os decía antes, por ser modelo de su apos­tolado, sino porque goza de la garantía de una aparición de la Virgen a Santa Catalina Labouré, reconocida y bendecida por la Iglesia, y porque si hay alguna advocación mariana conforme a la mente conciliar, es ésta de la Medalla vulgarmente conocida como «Milagrosa», donde la Sagrada Escritura y la Teología re­ferentes a María están representadas en símbolos plásticos y transparentes, donde aparece la Mujer del Génesis y la Mujer coronada de estrellas del Apocalipsis, donde la Maternidad divina y la Mediación universal y la Corredención y la Reina del mundo no requieren más argumentos que una detenida y simple mirada de amor.

PATRONA DE LA GRAN MISIÓN

Y si me permitís una digresión al hilo de las circunstancias, os hará reparar en una coincidencia, fortuita o providencial, como gustéis. La Gran Misión de Teruel, que se abrirá dentro de po­cos días y a la que asistiréis todos resueltamente, constantemente, generosamente, tiene por Patrona la Virgen del Tremedal y va a ser dirigida por la Hermandad Misionera de San Vicente de Paúl. Pues bien, la coincidencia es ésta, basada en la sinonimia de dos palabras: «Tremedal» es lo mismo que «terreno panta­noso cubierto de césped» y «Paúl» equivale a «sitio pantanoso cubierto de hierbas». Me anticipo a confesar que de esta coinci­dencia verbal nada lógico podemos concluir. Pero estoy pronun­ciando un PREGÓN LÍRICO y me salieron al paso dos palabras con música de notas simpáticas que suenan al mismo tono al ser pulsada una de ellas y les acorda en afinidad, en hermandad, en compenetración. No quiero que esta ingeniosidad mía se di­suelva en lúdica palabrería. Mi deseo y mi súplica a la Santísima Virgen es que «tremedal» y «paúl» operen como un ensalmo a lo divino y produzcan el milagro de una afinidad, de una compren­sión, de una compenetración, de una hermandad sobrenaturales y que sean dos hemistiquios de un versículo sálmico que cantará todo Teruel en gracia de Dios con alegría del alma.

EVOCACIÓN

Para arrancar del punto de partida de esta conmemoración del Centenario de los Padres Paúles de Teruel, me di un paseo por «Capuchinos». Según me cuentan —y lo recordaba hace poco Mosen Pamplona—, el buen pueblo turolense bajaba a los alre­dedores del Convento no atraído por piadosa devoción, sino en peregrinación gastronómica, a «la fiesta de las tortillas», para solazarse en aquellos parajes de amenidad y frescura. Cuando les visité contrastaba su amenidad con la soledad desolada del antiguo Convento. Un azulejo incrustado en la fachada principal; dice: «Casa-Misión». Lo leí como la inscripción de un sarcófago, como el tarjetón que en un museo clasifica el esqueleto de un animal antediluviano. El «sunt lacrymae rerum», clásico y román­tico, cobraba fuerza acústica en el murmurio de las acequias que corren por allí. Sonaban a responsos. Pero si se aguza el oído no se escucha un rezo funeral, se percibe la entonación de un «ale­luya» de resurgimiento, orquestado por el retumbo de los trenes que ruedan y avanzan cabe sus muros y les hacen temblar y estremecerse con anhelos de vida. Y como en la visión de Ezequiel, los huesos de estas ruinas se unieron y soldaron, se revis­tieron de carne y de belleza y por el brazo titánico y garboso del Viaducto fueron transportados al ensanche de Teruel, en la flamante juventud del Seminario Vicenciano y Casa-Misión. El Ezequiel de este prodigio —no soñado, sino real— fue un hombre pródigo de su persona y energías, de fantasía iluminada y des­bordado corazón, orador fogoso y apóstol infatigable, enamorado de la ciudad y de sus niños apostólicos, que se llamó Padre Joa­quín Tomás Lozano.

Y puestos a evocar, recordemos al Padre José Marín —voz de plata y corazón de oro—, a cuya generosidad se deben los cimientos del nuevo templo a La Milagrosa; hagamos memoria de los principales propagandistas de la Medalla que aquí resi­dieron: Padres Eduardo Tabar, Faustino Arnao, Hilario Orzanco, Celestino Moso; mencionemos al triunvirato de los Hermanos Ro­mero, Francisco, Benito y Tomás, delicados poetas y oradores sagrados; y de modo especial a Francisco, escritor en verso y prosa, del que podríamos decir lo que Lope de los aragoneses Argensola : «que vino a Castilla a enseñar a escribir en caste­llano» y que entre otras páginas de su numen nos legó sus «Cro­mos evangélicos», dedicados «A los millares de sacerdotes espa­ñoles víctimas de la Barbarie Roja» y «a los que llaman en feliz concierto Mártires, Cristo, y Héroes, España». Y a tantos y tan­tos Padres y Hermanos Paúles que desfilaron por la Casa-Misión como Misioneros, educadores y discípulos, que con sus vidas, vir­tudes y trabajos hicieron posible la celebración de este Cente­nario fecundo y glorioso.

PANEGIRISTAS DE TERUEL

Os aseguro que todos ellos, además de los méritos de su tarea evangelizadora, llevan por la ancha geografía del mundo el pa­negírico de esta ciudad donde respiraron la pureza de sus aires y curtieron su piel y endurecieron sus músculos en la reciedumbre y salubridad de su clima y bañaron sus ojos en la diáfana cla­ridad de su atmósfera y disfrutaron del trato y conversión de sus gentes.

En sus almas se troqueló con hondura y relieve el recuerdo imborrable de su estancia en Teruel, pues esta ciudad, por chi­quita y bonita, por antigua y moderna, se graba en mente y corazón y su memoria es como un dije con el retrato de la per­sona amada, Gomo un guardapelo que conserva su mechón per­fumado.

Las pupilas que vieron Teruel son esmaltes donde rebrilla la cerámica polícroma y vidriada de las torres mudéjares de San Martín y El Salvador, de San Pedro y de la Catedral —esa cerá­mica que hace guiños al sol y a la luna en las noches de cristal y tiembla como lágrimas bajo el gris entoldado de nieblas y nu­bes y lluvias—; pupilas-esmaltes donde relucen el artesona do gó­tico-mudéjar de la Catedral y el techo estrellado de la Parroquia de San Pedro ; pupilas-esmaltes con el cerco de plata oxidada que forman las calles angostas, recoletas, ensombradas, medie­vales, como laberínticos arabescos, y que rodean la plaza, donde fulge como una chispa la figura del «Torico», que no es «totem» mitológico, sino empinado emblema de un nombre histórico y nobiliario, que desafía arrogancias y bravuras, advirtiendo, en­campanado, el peligro a los que intenten perturbar su paz y su sosiego ; pero es no más que una advertencia su postura, pues para significar su temperamento pacífico, que disimula el coraje de sus redaños, quiso nombrarse «Torico», con un diminutivo, porque es un toro heráldico, enamorado de una estrella reful­gente a la que con esfuerzo busca abrazar con la media luna de sus astas.

Y los que moraron en Teruel retratarán en sus retinas la estatua del Padre Anselmo Polanco, el Obispo, al que visten de Cardenal con la púrpura de su martirio los reflejos del sol en los rojos ladrillos de la plaza. Y recordarán la ciudad modernizada y singularmente ese estuche forrado de terciopelo verde y acolchado que es El Ensanche.

Y más adentro de sus almas custodiarán el conmovedor re­cuerdo de «Los Amantes», a los que la sensualidad, la vulgaridad y la estolidez pretendió insultar como tontos en un pareado zafio y pueril, cuando en verdad de verdad son los más altos expo­nentes del más profundo y auténtico amor por la fidelidad a su juramento conyugal en Isabel y por la constancia viril y espe­ranzada hasta la desesperación en Diego. Por ambos será siem­pre Teruel la capital mundial del amor humano, romántico y sublime, que atraerá peregrinos sentimentales, espirituales e ilu­sionados en una época como la nuestra, afrodisíaca y positivista, para purificar sus amores al admirar los cuerpos de «Los Aman­tes», que se conservan incorruptos como un premio a la incorrupción de las almas que los animaron y como dechado de la incorrupción del amor humano para los peregrinos del amor.

Y los que últimamente moraron en Teruel recordarán que hubo un improvisado Hospital de sangre en nuestra reciente Cruzada nacional atendido por las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl. Un día les avisaron apremiantemente que aban­donaran el local, pues iba a ser dinamitado dentro de unos ins­tantes. La respuesta a tan angustioso aviso la dio Sor Presen­tación Romero al emisario: «No saldremos de aquí mientras haya un solo herido». Pocos minutos después volaban por los aires el techo y paredes del edificio. Sor Purificación y Sor Pilar queda­ron sepultadas bajo los, escombros. El mencionado Hospital estaba en la que es hoy plaza del General Valera, esa placita que en una «boutique» elegante y coquetona esconde los riquísimos rubíes de sangre de dos vírgenes heroicas, vertida por Cristo en el amor a sus hermanos heridos y enfermos. Fue en un tiempo cuando descargó sobre la ciudad una granizada de rubíes de sangre que enjoyan a Teruel con una corona de gloria por Dios y por España.

COLOFÓN

Los organizadores de esta efemérides conmemorativa no qui­sieron inmortalizarla con un monumento de materia muerta e inmóvil. Prefirieron cantarla con la palabra que vive, puesto que de vida comenzada hace un siglo y hoy palpitante y vigorosa se trataba. Quizá tuvieron presentes los versos de Antonio Machado:

«Ni mármol duro y eterno,

ni música ni pintura,

sino palabra en el tiempo.

Canto y cuento es poesía.

Se canta, una viva historia

cantando su melodía.»

Con mi PREGON LIRICO pretendí entonar un «carmen saecu­lare». Ignoro si lo he conseguido. Fue mi «palabra en el tiempo». Pero la mejor conmemoración del Centenario de la venida de los Padres Misioneros de San Vicente de Paúl a Teruel será la Gran Misión que comenzará en estos días. Entonces la «palabra en el tiempo» será palabra de eternidad.

VICENTE FRANCO VELASCO, C. M.

 

Mitxel Olabuénaga, C.M.

Sacerdote Paúl y Doctor en Historia. Durante muchos años compagina su tarea docente en el Colegio y Escuelas de Tiempo Libre (es Director de Tiempo Libre) con la práctica en campamentos, senderismo, etc… Especialista en Historia de la Congregación de la Misión en España (PP. Paúles) y en Historia de Barakaldo. En ambas cuestiones tiene abundantes publicaciones. Actualmente es profesor de Historia en el Colegio San Vicente de Paúl de Barakaldo.

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