Conceptos clave en Misiones Populares VI: Envío

Se ha popularizado entre nosotros la palabra envío. Pero lo importante no es el término más o menos popular, sino el significado. La palabra envío aparece en el Evangelio. Es Lucas quien recuerda: En aquel momento eligió otros 72 discípulos y los envió de dos en dos… (Lc 10).

Cada misión particular se inicia con una Celebración del Envío. Las raíces de estas palabras, del gesto que las visualiza y del «espíritu» que debe empujarlas está en Jesús mismo.

Es Jesús quien dice: Como el Padre me envió, así yo también os envío a vosotros. Queda definido por Jesús el concepto profundo de la Misión [= hecho de enviar, mejor, de ser enviados]:

  1. El Padre es quien nos envía a Jesús (el primer misionero).
  2. Jesús envía a sus discípulos:
    Id por todo el mundo… (Mc 16,)
    Yo os envío como corderos en medio de lobos… (Lc 10,)
  3. La Iglesia es quien, en nombre de Dios, sigue enviando.

El significado de este acto:

  • Hemos sido elegidos o llamados.
  • No vamos a actuar en nombre propio: Sí en nombre de Cristo y de la Iglesia.

Por eso, somos enviados.
Quién nos envía es el responsable de nuestra acción.
Es una acción de comunidad-Iglesia.

Pero, desde el gozo, hemos sido elegidos, somos sus representantes autorizados…

Conviene que tengamos claro este concepto profundo de misión. La Misión, nuestra misión, ni se confunde ni es de menos categoría que la misión “ad gentes”. Jesús, afirma un teólogo de prestigio, se siente enviado a las ovejas descarriadas de la casa de Israel (o sea, a los bautizados alejados). Tampoco, por lo mismo, hemos de tener la impresión de que este ministerio es algo del pasado (pasado de moda). Mientras haya alejados, agnósticos, increyentes, indiferentes (que abundan hasta entre los llamados creyentes), gentes bautizadas sin conciencia personal de ello… será necesaria la misión extraordinaria de las comunidades “de siempre”. Mientras, nos dice san Vicente, haya quien no ponga en primer lugar la necesidad de evangelizar a los pobres, habrá que refundar la Iglesia, habrá que seguir haciendo real lo anunciado y prefigurado por los profetas y por Jesús.

Hemos de vivir el «ID» con sentido gozoso, sabiendo que somos elegidos y enviados: “Un gran motivo que tenemos [para amar nuestra vocación] es la grandeza de la cosa… ¡Qué grande es esto! Y el que hayamos sido llamados para ser compañeros y para participar en los planes del Hijo de Dios, es algo que supera nuestro entendimiento. ¡Qué! ¡Hacernos…, no me atrevo a decirlo…. sí: evangelizar a los pobres es un oficio tan alto que es, por excelencia, el oficio del Hijo de Dios! Y a nosotros se nos dedica a ello como instrumentos por los que el Hijo de Dios sigue haciendo desde el cielo lo que hizo en la tierra” (San Vicente XI, 387).

Esta palabra ha de provocar una actitud dinámica. Si somos enviados, no podemos pensar que estamos haciendo “mi obra” o “nuestra obra”. Pero tampoco podemos estar a la expectativa, a ver qué pasa, a ver quién viene, o si vienen… Hemos de ir. Hay que salir.

Renunciar-evitar, pues, tanto el “yoísmo” como el “acomodo-comodidad”; tanto el mutismo y el miedo como la “parálisis”.

Permitidme terminar con una cita de un profesor mío, belga: «Hace unos años V. Neckebrouck, estudioso de misionología y antropología religiosa, publicó un libro con un incisivo título que, traducido, reza como sigue: «Los demonios mudos. El síndrome antimisionero en la Iglesia occidental» (…) Hoy muchos cristianos y sacerdotes parecen sometidos a un demonio o espíritu mudo y ya no se comprometen a anunciar con coraje y convicción el Evangelio de Jesucristo a quienes no lo conocen. Muchos ni siquiera ven el problema o, peor aún, no ven la utilidad y el sentido que ello pueda tener. Una mentalidad bastante difundida (no de manera general, afortunadamente) entre los cristianos, sacerdotes y religiosos occidentales considera que la era misionera ha pasado a la historia».

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