Cuenca, “Notre amour”: final de trayecto.
Allá fuimos llegando, desperdigados, cada uno a nuestra hora, como quien viene y llega, condicionado por compromisos ineludibles, con kilómetros por recorrer, que condicionan los horarios de llegada. Tampoco hubo precisión en las comunicaciones, respecto al lugar del primer encuentro, ni respecto al lugar de la celebración. Pero, por fin, allá nos encontramos, a la hora de sexta, pasadas las 12. Algunos ya habían celebrado la misa de fin de curso de la zona Sureste,
Formamos un buen pelotón, bien avenidos, a pesar de la diversidad de orígenes: Pedro, Javi Serra, Israel (Colombia), Patricio (hispano-francés), de la comunidad de Monte Olivete; Javi Aguinaco y Chema, de la comunidad de Cartagena; Paulino y Ángel Aoiz, de Madrid; Martín y este humilde servidor, de Albacete; y los anfitriones Juan Julián y Tomás, de la Comunidad de Cuenca Todo un equipo de primera división, de verdad.
Nos pusimos al volante, con los saludos protocolarios, y allá enfilamos, hacia las Torcas, conocidas y sonoras, por las aventuras y desventuras de algunos de los nuestros, en los primaverales años de marchas y acampadas de Cuenca, aquella Cuenca de recuerdos y amores, de nostalgias y sueños.
El dialogo en los coches, y fuera de ellos, mientras contemplábamos las maravillas y caprichos de la naturaleza agraciada, fue fluido y, a la vez, nostálgico. Todos los que habíamos tenido el privilegio de haber pasado por Cuenca coincidíamos en que aquel año fue el de más gratos recuerdos concentrados de todo nuestro periplo de estudios, quizá también, uno de las más felices de nuestra historia personal.
Y sonaron nombres y razones, desde el confesor común, el recordado P. Martinico, al que acudíamos a serenar nuestros deslices, hasta aquel Vicente de Dios, en plenitud de ideas y de ganas de hacer de nosotros unos jóvenes maduros, responsable y críticos, a la vez. Con él cambiaron muchas cosas: estrenamos libertad de movimientos, de salidas; era para nosotros como iniciar una nueva etapa, con traje nuevo.
Aquel año, se afianzó la amistad y la confidencialidad entre nosotros, al sentirnos, como curso único, los únicos dueños de la casa. Conseguimos una rara combinación de elementos positivos: afianzar y crecer en la relación interpersonal; nos iniciamos en la pastoral vicenciana, acompañando a los de las conferencias en la visita a los enfermos; renacieron nuestras aficiones culturales y deportivas: los sábados o domingos, de cine, con Don Simón; los paseos contemplativos por los sinuosos senderos que bordeaban la Sultana; las escapadas esporádicas a la playa del Júcar; la inolvidable acampada de Tragacete…
Para unos cuantos de nosotros, el final de aquel curso tuvo el broche de oro de ser destinados, bien a Estados Unidos, camino de Filipinas o de Australia, bien a las apostólicas, en rodaje de enseñantes de futuros hipotéticos ministerios.
Por estas y otras muchas razones, Cuenca quedará en nuestros recuerdos, como la ciudad encantada y encantadora, el referente de nuestras nostalgias y amores de juventud. Y mientras recorríamos por nuestras mentes los caminos de nuestro pasado, una neblina de pesares y ayes enturbiaban nuestros ojos y nuestro corazón: ¡ay, aquello no volverá, ni volveremos a evocarlo in situ, en grupo, porque, esta vez, nuestra visita a Cuenca, era el fin de trayecto, para nosotros, para nuestra Provincia y para tantas generaciones de Paúles que tuvimos el privilegio de llenar de esperanzas y de bellezas naturales el mejor año de nuestra juventud vicenciana!
Au revoir, Cuenca, Notre amour.
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