Ser cristiano era esto – Semana Santa en Albacete ’18
Llegué a la Residencia de los Padres Paúles de Albacete el Miércoles Santo. Acepté, en un momento propicio, la amable propuesta de Josico Cañavate y su invitación a pasar en comunidad los días intensos de Semana Santa. Tras la acomodación, visitamos el complejo barrio El Cerrico y de inmediato me esforcé por asumir una lógica a contrapelo de la cómoda vanagloria: aceptar que hay una frontera que clama ayuda pero que te recibe con pobreza y con mofas. Allí, en esa entrada que realicé al barrio, estaba resumida la propuesta radical de misión cristiana: despojarse para proclamar en libertad y por los caminos más hostiles la mejor Noticia de Amor. Fueron mayores, claro, las muestras de inmenso cariño y bienvenida entre la gente: casas abiertas, charlas sobre la vida en las familias y las calles, invitaciones a café, muestras de fe… Reconocí en esos gestos de apertura tan cordial los frutos que los Paúles están cosechando en el barrio. El sentido de la Semana Santa y, aún no lo sabía, quedaba al descubierto: el necesario caminar del silencio a la acción.
El Jueves Santo, tras la oración y el desayuno, y algunos ejercicios de discernimiento, comimos en comunidad para asistir a la celebración de la Cena del Señor. Jamás participé en una celebración igual: ¡con qué amor José Luis Crespo se esforzó por recrear entre todos nosotros, los fieles, la atmósfera primera de amistad común en unión con Cristo! El significado de la primera Eucaristía se mostraba a la vista: Eucaristía es el agradecimiento entre hermanos que nos impulsa a lavarnos los pies los unos a los otros, en comunidad. Fue, entonces, a la noche, cuando acudimos a la parroquia de San Vicente a meditar en la Hora Santa: oración íntima, emotiva y fría en la que nos esforzamos por interiorizar la voluntad del Padre y ser sensibles a su plan para que todo quedara cumplido en el Hijo. Así, con oración y dolor despertamos al Viernes Santo: la cruz se hizo inexcusable. Entre feligreses peregrinamos (de estación en estación, desde El Cerrico hasta La Milagrosa) acompañando al Maestro en su vía dolorosa. Momentos de tristeza y duelo, sí. Pero también brotaba la alegría de la fraternidad silenciosa que empezaba a forjarse entre todos nosotros durante aquellos días. Estábamos viviendo el verdadero milagro de la cruz: un amor extremo que se arriesgó hasta la muerte para fecundar lo concreto, la vida en el barrio, la convivencia entre vecinos. ¡Esta fue, en la celebración de la Pasión del Señor, la bella prédica de Josico, prédica que, a la luz del Evangelio, vibra inolvidable en los corazones de los que la escuchamos y que, lo sé, sigue actuando y dando luz a través de cada uno de nosotros!
El Sábado Santo prolongó estos sentimientos encontrados hasta que se sublimaron en vítores durante la Vigilia Pascual de la madrugada del Domingo de Resurrección. El cirio encendido en medio de la noche testificó en El Cerrico que la muerte era doblegada y vencida por el amor infinito de un Dios que actúa para descorrer las losas que sepultaban nuestra existencia. Cristo es ahora relumbre que ilumina y disipa nuestra confusa ceguera, preñando una sedienta existencia con la Vida Nueva de libertad, alegría y comunidad, como con tanta profundidad predicó Marino. Fuego, agua y luz dialogaban entre los «¡Aleluyas!» que cantábamos todos unidos como alegres hermanos nuevos que se han estado conociendo y se quieren, reunidos en torno al Resucitado.
A la mañana siguiente, tras celebrar la Eucaristía, comimos y me despedí para volver a mi ciudad, Cartagena. Llevaba el corazón ardiendo. Esta es la Verdad que viví en Albacete y que me invita a ser testigo de ella y a ser bendición en mi camino. Es el comienzo del peregrinaje.
Expreso mi agradecimiento más sincero a la familia Vicenciana de Albacete. En primer lugar, a la necesaria y abnegada labor de las Hijas de la Caridad y de las Avemarianas: imprescindible eslabón en la Evangelización en El Cerrico. Recordaré con mucho cariño el atento e incansable servicio de Maite; la vocación inquieta de Gabriela o la sonrisa desprendida de Matilde… Por último, concluyo dando profundas gracias a los Padres Paúles de Albacete, por su confianza y por haberme acogido entre ellos como un amigo más. De vosotros, a nivel particular, he aprendido tanto…: la cordial bondad de Heliodoro; la humilde simpatía de Javier; el humor comprometido de Julián; el dinamismo vital de José Luis; la ilusionada y amorosa paciencia de Josico; la sabia ternura de Marino; la juventud entregada de Félix…
A nivel general, lo que me ha regalado la Familia Vicenciana de Albacete esta semana ha sido una inolvidable experiencia de apertura hacia el pobre y una vivencia de amor a Cristo como principio para trasfigurar la pobreza y la miseria en belleza; para transubstanciar la muerte en vida. El sentido, ahora sí, del cristiano: la fe de la misión enlazada con el primer amor: Cristo.
Gracias, gracias por todo.
Pablo Abellaneda Martínez
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