Conceptos clave en Misiones Populares III: Conversión

Lo señalábamos al dar contenido al concepto anterior, renovación: «La Pastoral misionera no es, ante todo, llevar a cabo unas acciones distintas, crear nuevas estructuras, sino conversión al Evangelio, lo cual se manifestará también en un nuevo talante personal, comunitario, eclesial, en un nuevo modo de hacer en la Iglesia…»

Así nos narra el Evangelio el inicio de la “Misión” de Jesús: “Convertíos y creed la Buena Noticia” (Mc 1, 15). El Evangelio y, por tanto, la Misión si es fiel al Evangelio, es un ejercicio de conversión:

  • Conversión de todos a Dios y a su Cristo. Al Cristo real, el Salvador/liberador. Al que vino a dar vida. Al que descendió y pasó por uno de tantos, al que vino a dar la Buena Noticia a los pobres. Al de su presentación en Nazaret, según el evangelio de Lucas (4,18s.) y al del Juicio último, según nos lo presenta Mateo (Mt 25, 40); pues este es el Jesucristo vicenciano.
    La conversión a Jesucristo, que es más que un cambio moral de mentalidad o penitencial, es el centro de nuestra forma de ver la misión. Una conversión es ante todo venir o ir a Jesús, seguirle, tener una relación personal con él, hacerse de los suyos.
  • Conversión al sentido profundo de la Iglesia; o sea, al Dios que cuenta con los hombres, que ni quiere ni puede hacer nada sin nosotros. Al Dios que hace hacer.
  • Conversión, por tanto, para aceptarnos “relativos” y aceptar la “relatividad de nuestros planes”. Sólo Dios es absoluto.
  • Conversión de la gente que con frecuencia vive valores o poco humanos o poco evangélicos…; que vive pasa de Dios, de los demás, de los pobres…
  • Conversión a la gente, pues los cristianos hemos sido quienes, a veces, nos hemos apartado; no es sólo la gente quienes se apartan o se han apartado. A veces la gente lo que rechaza es una falsa imagen de Dios (un dios falso, que no es el del evangelio) [ver GS 19].
  • Conversión a los pobres, que no por ponerla en último lugar es la objetivo último. Al contrario, es el primero. Esa falta de “valores” señalada se nota hoy sobre todo en el individualismo y en el abandono de los marginados de todo tipo. (No se pasa sólo de Dios).
    Aunque en nuestra iglesia cercana y en nuestras parroquias se hacen cosas por los pobres, distan mucho todos los servicios parroquiales (nuestra pastoral) de organizarse desde los pobres y hacia los pobres.

Por otra parte, este principio de la conversión nos recuerda otra realidad sorpresivamente evangélica: la alegría del Padre por un sólo pecador que se convierte. En el centro del evangelio campea, de modo verdaderamente excepcional, «la alegría de Dios» por la conversión de los pecadores: Zaqueo, la pecadora, el hijo pequeño… [¿no son estos los que hoy llamamos alejados?]. ¿Y no está la conversión del campesino de Gannes en el origen de la decisión misionera de Vicente de Paúl?

Por lo demás, una conversión auténtica ha de ser profundamente humana y cristiana -(que acepta la relatividad de nuestro trabajo)-: Sin olvidar (evitar) esa actitud llena de “celo” de Jesús que le quemaba y no le dejaba tiempo ni para comer, no podemos andar preocupados por los resultados numéricos.

Aquí estaría bien recordar el principio de la doble fidelidad, tal como lo formuló la EN de Pablo VI: «Esta fidelidad a un mensaje del que somos servidores, y a las personas a las que hemos de transmitirlo intacto y vivo, es el eje central de la evangelización. Esta plantea tres preguntas acuciantes, que el Sínodo de 1974 ha tenido constantemente presentes:

  • ¿Qué eficacia tiene en nuestros días la energía escondida de la Buena Nueva, capaz de sacudir profundamente la conciencia del hombre?
  • ¿Hasta dónde y cómo esta fuerza evangélica puede transformar verdaderamente al hombre de hoy?
  • ¿Con qué métodos hay que proclamar el Evangelio para que su poder sea eficaz?» (EN, 4).

Con esta llamada a una doble conversión, a Dios y a los hombres, queda más clara la postura que deberíamos asumir cuando queremos evangelizar.

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