Fundación de la Casa de Teruel

mso9FC4AComo preludio y anuncio del extraordinario aconteci­miento del centenario de nuestra Casa de Teruel, que está ya muy próximo a realizarse, ponemos aquí una relación contemporánea de dicho suceso, redactada precisamente por uno de los principales actores del mismo con gran lujo de detalles y en un estilo muy propio del pasado si­glo. La relación, aunque no está firmada, es, sin duda, de letra del P. Nemesio Cardellach, quien, si bien no iba como Superior de la Fundación, era el personaje más calificado de la expedición fundacional, como se verá por el relato. El cuaderno en que está contenida esta relación tiene es­critas 45 páginas de letra menuda, y abarca también al­gunos primeros trabajos de los misioneros; aquí nos limi­taremos a sólo la fundación misma.

Era el mes de octubre de 1867, y se trataba de la fundación que el Muy Digno Prelado, E. Sr. Dr. D. Francisco de Paula Ximénez y Muñoz, pedía y preparaba en su Diócesis de Teruel. En recreación y fuera de ella hablábase de los individuos designados, de quién iría de Superior, de pretensiones del uno, de dificultades del otro, poniendo así trabas a la Santísima Voluntad de Dios, que los súbditos de Comunidad tienen for­zosamente que ver no en la orden arrancada, en el permiso obtenido, sino en la libre disposición del Superior. Por mi parte, ocupado todo el día en el confesonario y en lo que evade mi deber, ignoraba por com­pleto la cuestión que absorbía la atención de muchos, hasta que dos días antes de la partida se me avisó me preparase para formar parte de la expedición.

Salimos a las ocho de la noche del 17 de octubre de 1867, y en el tren, ese rápido propagador de la corrupción y de la impiedad, nos dejó en Sigüenza a la una de la mañana del 18. La humedad penetraba nuestros hábitos y dejaba sentir su influencia en nuestros cuerpos, a causa de una llovizna, aunque sutil, continua. Las Hermanas de la Ca­ridad del Hospital de Sigüenza recibiéronnos cen el agrado y cariño que les es propio, y permanecimos en su casa hasta la salida del coche para Teruel.

Fuerza es decir que ese coche nos proporcionó algunos ratos de solaz y expansión. Es que la gracia del Señor se acomoda al natural de cada uno, por cuya razón en los diversos accidentes de un largo viaje de vein­ticuatro horas, no faltaron ocasiones de ejercitarse el genio y buen humor de los viajeros.

Sigüenza, y antiguamente Seguncialata, fundación de los saguntinos que escaparon de Sagunto cuando fue destruida por Aníbal como aliada de los romanos; Sigüenza, cuya Universidad ha sido madre de tantos y tan bellos ingenios ; Sigüenza, Obispado célebre, ya por los distinguidos Prelados que ha tenido, ya por las claras inteligencias que han tomado asiento en su Cabildo ; Sigüenza, que ha dado tantas dignidades y tan­tos prebendados a las iglesias de España; Sigüenza es en sí ciudad de poca importancia, de poca vida, de poco movimiento mercantil, pero en cambio es población que encierra un tesoro incomparablemente mejor : es sinceramente católica y tiene profundamente arraigado en sus entra­ñas el sentimiento religioso. Sigüenza es una ciudad levítica.

Pero Sigüenza apenas pudo dar un mal vehículo para transportar a Teruel a siete sacerdotes misioneros y a tres Hermanos coadjutores. El Currutaco, es decir, el empresario de esas diligencias-correos, proporcionó el mayor coche para los Padres, pero no debió quedar muy satisfecho de su compromiso en esta ocasión. Fuimos acomodándonos a él los PP. Ma­riano Joaquín Maller, Visitador, que iba a establecer la Casao ; Francisco Bosch, Nemesio Cardellach, Luis Chozas, Valentín Matamala, Antonio Cladera y Félix de la Torre, y los Hermanos coadjutores Domingo Noaín, Antonio Peinado y… González. Mal que bien, nos acomodamos, y cayendo la lluvia y rechinando el coche por su endeblez y otros achaques incura­bles que padecía, emprendimos el viaje hacia Teruel.

Apenas salidos de Sigüenza entramos en un bosque o pinar muy f a- ir_ oso, a cuya extremidad opuesta se halla el pueblo y la ermita de la Virgen de la Salud en el pueblo de Barbatona, una de las principales 3 más renombradas romerías por aquel lado de las Villas y Aragón. Cuén­tase que en tiempo de la guerra de la Independencia, por los años diez o doce, presentóse el ejército francés en Sigüenza, cometiendo, como solía, grandes tropelías. Las Religiosas de un convento, temerosas del furor y del libertinaje de la soldadesca, abandonaron, con permiso, la clau­sura y penetraron en ese pinar, clamando con todas las veras de su corazón a la Virgen de la Salud. La Virgen Madre nunca deja sin amparo, prin­cipalmente cuando con fe se la invoca, y en esta ocasión obró en favor de estas pobres palomas, tristes y temerosas, un milagro sorprendente. Era de día, pero al punto fue trasponiéndose el sol; las sombras de la noche se extendieron por el horizonte, el pinar iba quedando en negra oscuridad, y la claridad del día se acortó dos horas. Los soldados impíos quedaron atónitos, espantados de aquella maravilla y, temiendo una em­boscada, retrocedieron a Sigüenza. Entre tanto, las Religiosas, reconoci­das a la Virgen, a quien no cesaban de mostrar su gratitud, siguieron su camino y se vieron libres del inminente peligro que corrieran.

Este caso se halla autenticado con una pintura o cuadro, como ex voto para perpetua memoria, en el transparente detrás del Altar Mayor de la ermita de la Virgen de la Salud de Barbatona.

Seguimos nuestro camino, unos durmiendo, otros dormitando, otros rezando el Santo Rosario, y no faltó quien de vez en cuando dejaba oír sus quejas por lo incómodo del vehículo y por lo intempestivo de la lluvia que, mal nuestro grado, vino a visitarnos dentro del mismo coche.

Retiráronse las tinieblas de la noche, pero las nubes no despejaron el firmamento. Seguía una lluvia suave que poco a poco se infiltraba por las varias rendijas del coche-diligencia-correo, excitando el natural de los pasajeros, que de vez en cuando soltaban sus agudezas, con las cuales se amenizaba un tanto la monotonía e incomodidad del viaje.

Rechina el coche, y sobresalto en los viajeros. ¡Si se hundirá con tanto peso de baúles encima y nos dejará aplastados con nuestro propio equipaje! Bambolea. ¡Si hay alguna barranca! ¡En buena nos hemos metido!… ¡Bah, ya pasó!, no ha sido nada. Y entonces, coche, cochero y mulas prestaban materia al buen humor de los Misioneros, entre los cuales se distinguía por su genio festivo el Sr. De la Torre, así como por sus temores y su mal humor se hacía notar el enfermizo Sr. Bosch. Dios estaba en todo y a todos sostenía.

Junto con la humedad, dejóse sentir un poquito el frío en Alcolea del Pinar, pueblo situado al pie de la Sierra Ministra, uno de los puntos más elevados de España. La Sierra Ministra divide las alturas de Aragón y Castilla. Arroja de su seno varios y abundantes manantiales de agua, con esta particularidad: que las de una vertiente se reúnen y forman el río Jalón, que corre a pagar su tributo al caudaloso Ebro, que desem­boca en el Mediterráneo, al par que las de la vertiente opuesta consti­tuyen el Henares, que presuroso deposita sus aguas en el Tajo de las arenas de oro.

Llegados a la señorial e histórica Molina, aflojamos un tanto la tiran­tez del arco, descendimos, dimos unos cuantos pasos, y el que quiso tomar algo, lo hizo, pues eran las once de la mañana del 18, poco más o menos. «¿A qué hora llegaremos a Teruel?», preguntó el Sr. Maller a la esposa del administrador de diligencias. » ¡Ah, señor!, llegarán ustedes muy de noche —y pensando un poco y con algo de retintín, añadió— : ¡Si ya no es de día!» Esta expresión dio materia durante el resto del viaje, y des­pués, en nuestra residencia de Teruel. a muchas y muy chistosas alusiones, que no es mi objeto trasladar aquí.

Molina ha figurado siempre en las antiguas guerras de Aragón. El país está lleno de colinas y la ciudad radica junto a un riachuelo y a la extremidad de un reducido, pero hermoso valle. Las casas están casi todas construidas en la extremidad de una colina que ostenta los restos de un antiguo y fuerte castillo, que daba a la ciudad de Molina la im­portancia y la estima que tenía en el ánimo de los reyes de Aragón y Castilla.

Continuamos nuestro viaje, y cosa de unos tres cuartos de hora des­pués se rompió algo de una rueda, y este incidente nos obligó a descen­der de nuestro carricoche. El cierzo, frío como él solo, dejábase sentir un poco más de lo que hubiéramos deseado, y buscando tras un margen un resguardo contra ese aire del Norte, rezamos Vísperas y Completas, y, si mal no recuerdo, Maitines y Laudes de Nuestra Señora del Pilar de Zaragoza. Entre unas piedras al lado del camino había una puertecita, frágil guarda de la modestísima habitación de una pareja de guardias civiles. ¡Bella institución, que tantos males ha evitado, que tantos bienes ha hecho, y por cuyo medio tantos criminales han recibido su merecido galardón!

Seguimos nuestro rumbo, y el tiempo pareció aclarar un tanto; pero es el caso que estando el cielo despejado, caía más agua dentro del coche que cuando las nubes se derretían sobre los campos. Es que por la lluvia el agua se represó en el «imperial» del coche, y como éste no las tenía todas consigo, permitía el paso al regalo de las nubes para dar que decir y que reírse a los viajeros que dentro iban encajonados.

El Sr. Bosch iba mostrando su mal humor, dando nueva materia al natural festivo del Sr. De la Torre. Al fin todo pasó, como pasan los bienes y los males de este mundo, y el día hizo lugar a la noche, porque las tinieblas no pueden sufrir la presencia de la luz, y acomodóse cada cual como pudo en su vehículo, procurando descansar un poco de las molestias del tránsito.

Mas ¿cómo descansar, si el descanso no es propio de este mundo? ¿Quién podrá dormir taladrándole los oídos un rechinar continuo, un campanilleo incesante, un traqueteo y un sacudir de todos los momentos, y un ruido sordo, monótono, abrumador, infernal de las ruedas, que re­sonaba dentro la caja del vehículo? La cabeza sentía más aturdimiento que los huesos, y a fe que estaban bien molidos.

A eso de la una y media de la madrugada del 19 de octubre llegamos al puente del Cura, sobre el río Alfambra. Allí tuvimos la dicha de dejar la cárcel que por veinticuatro horas seguidas nos había tenido encajona­dos y en tormento. Dios se la depare buena, y mil gracias al Señor.

Al apearnos encontramos sobre el puente a D. Joaquín Luna, Canó­nigo doctoral y Secretario del Obispado; a D. Angel Herrero, Canónigo prebendado y Ecónomo del E. e I. Sr. Obispo de la Diócesis; a Sor To­masa Navarro, Superiora de las Hermanas de la Caridad en la Casa de la Beneficencia, y Sor Antonia Armendáriz, de la misma Comunidad. Nos saludamos mutuamente, y unos en tartana y otros a pie, nos dimos prisa a llegar a Capuchinos de San Pedro de Alcántara, que debía ser nuestra Casa-Misión, y allí dimos gracias al Señor por habernos condu­cido sin contratiempo alguno.

Como es de suponer, todos se abstuvieron de tomar alimentos, pues prefirieron la celebración del Santo Sacrificio de la Misa; pero igual­mente todos manifestaron deseos de ocupar por cinco o seis horas un jergón de paja. El Superior destinó a cada uno su aposento, y dándose mutuamente las buenas noches, cuidaron de conciliar el sueño. Los Sres. D. Joaquín y D. Angel, lo mismo que las Hermanas, de las cuales hallamos en la casa a Sor Manuela y Sor N., fueron en todo muy atentos y delicados. Pruébalo, aunque yo no lo dijera, el haber tenido la paciencia de esperar en noche tan fría como aquella hasta las dos de la mañana para ir a esa hora a sus casas dentro de Teruel, que dista media hora del Convento de Capuchinos. Dios les pague a todos sus cuidados y des­velos, recompense su asidua vigilancia en la recomposición y preparación del convento, sus afanes, sus molestias, sus malos ratos, sus noches per­didas, el sol, la lluvia, el aire, el frío, el polvo y tantas penalidades como hubieron de arrostrar para dar cumplida cima a la obra de Dios, em­prendida por la solicitud de su dignísimo Prelado.

Las Hermanas regresaron también a su casa; quedamos en paz y cada cual por su lado procuró lo mejor que pudo abandonarse en las manos del Señor, encomendarse a su santo Angel y entregarse a un sueño reparador.

Pasamos por alto una larga historia del Convento de Capuchinos, con descripción de la iglesia y enumeración más bien de los defectos de la casa. Ponemos sólo el final del capítulo:

Merced en gran parte a los desvelos del I. Prelado, felizmente se­cundados por D. Angel, la casa se fue poniendo en disposición de recibir otros huéspedes a más de los habitantes de la casa, y para el mes de diciembre próximo ya se anunciaron unos Ejercicios de Cuaresma.

En el ínterin tratóse de aprovechar la presencia del Sr. Maller, Visi­tador de la Provincia, para formalizar la fundación; y al efecto, el Sr. Maller, el Sr. Bosch y el Sr. Cardellach pasaron a visitar al I. Pre­lado y a ponerse a sus órdenes, juntamente con toda la Comunidad, Nin­guna dificultad se ofrecía de parte de un Prelado tan favorablemente dispuesto. Se redactó la escritura, se firmó, y regresando el Sr. Malle, a Teruel, quedó la Casa constituida, aunque no oficialmente Instalada e inaugurada.

 

DISPOSICION DEL PUEBLO

Son tiempos de vicio, de indiferencia y de impiedad. O no hay fe, o está sofocada por las malas pasiones, o duerme por la indolencia de los individuos, o quizá está enteramente muerta en las almas, merced a las sugestiones satánicas, a los intereses humanos y a la corrupción del corazón. Teruel no está libre de esas influencias, y no parece sino que el buey continúa rindiendo sus adoraciones a la estrella.

Las sociedades secretas han penetrado en Teruel como en todas partes. Las personas están impregnadas de los mismos vicios y defectos que las de otros pueblos; los diversos intereses juegan en situaciones encontra­das; los cuidados de la vida ocupan más o menos a cada uno ; el amor de los goces comunica una cierta ansiosa indolencia que yo no puedo explicar ; los entendimientos marchan ofuscados y entre tinieblas… ; falta la fe ; falta la fe. La fe del mundo es una fe nominal, es una fe muerta. Teruel se halla en esta situación.

A mi entender, una cosa, bien triste y desconsoladora por cierto, ha contribuido poderosamente a mantener y aun desarrollar esa disposición del pueblo. Es la fe amortiguada de los sacerdotes. Por esa carencia de viveza en la fe, no hay celo de la gloria de Dios ni de la salvación de las almas. De la falta de celo viene la indiferencia y un sentimiento apático que se apodera del corazón. De ahí se adormece el espíritu y el temor de Dios desaparece o no se manifiesta en modo alguno. La falta de temor y de celo arrastra en pos de sí la sobra de temor de los hom­bres, del qué dirán, y de ahí los respetos humanos, los desastrosos res­petos humanos, mil veces más terribles para las almas que la guerra y la persecución más declarada y sangrienta.

Privados de viva fe, no imperando el temor de Dios y guiados por el respeto humano, los sacerdotes han de estar forzosamente ávidos o, por lo menos, deseosos de intereses que no son los intereses de Jesús. Et sicut populus, sic sacerdos. Los sacerdotes por interés, como muchos de ellos nos lo han dicho con lisura ; otros por espíritu de partido, quién por prevención al estado religioso y quién dominado por las más bajas y rastreras pasiones, es lo cierto que en Teruel hallamos la población en masa contraria a nuestro establecimiento en la ciudad.

Los francmasones, los liberales de todos matices atizaban, como ha­cen siempre y en todas partes, a las masas contra «los fraylucos» ; los libertinos, los dados al juego, al vino y a la impureza clamaban contra «los fraylucos» ; los usuarios, los vendedores de mala cuenta, los de mal vivir no cesaban de disparar sus dardos contra «los fraylucos», y hasta los sacerdotes, cuyo ministerio es de reconciliación y de paz ; los sacer­dotes, que deben conducir y apacentar la grey del Señor ; los sacerdotes, cuyo deber es la renuncia de los bienes del mundo, porque su parte de herencia es el Señor ; los sacerdotes, que tienen por oficio la conquista de las almas salvando la suya propia ; los sacerdotes, digo, despedían en todas direcciones y tonos saetillas contra «los fraylucos de Capuchinos». Unos miraban los intereses de partido, que juzgaban comprometidos con nuestra presencia en la ciudad y Diócesis de Teruel; otros veían comba­tidos sus vicios y marchitarse una a una las flores de ese inmundo jar­dín; otros temían perder unas cuantas monedas, que juzgaban indispen­sables para el sostén de su existencia terrena… Nosotros, empero, no teníamos más que una mira: hacer la obediencia, y, haciéndola, dar gloria al Señor y asegurarnos un asiento en la mansión de los justos.

Por un tiempo, todos quedaron en la expectativa. Ya manifestaban vivos deseos de ver qué rumbo emprendían «los fraylucos» —y cada turo­lense era un Argos cuando a lo lejos distinguían un «frayluco»—; todos dilataban los oídos si algún rumor les traía noticias de Capuchinos y de «los fraylucos» que allí anidaban. No parecía sino que «los fraylucos» eran el pasto habitual de sus conversaciones, y, claro está, que la cari­dad en semejantes ocasiones recibía muchas heridas que brotaban sangre.

Sucedió en esta ocasión lo que sucede siempre tratándose del pueblo. Unos manifiestan claramente su repugnancia y aversión; otros, con al­guna finura, dan a conocer el disgusto que tal hecho les ha causado. Estos miran la cuestión bajo un punto de vista falso;  aquellos, al revés, de prismas de colores; quién rija su idea en el interés y quién en la influencia que se pueda ejercer. Todos los registros fueron tocados; vi­braron todas las cuerdas; se recorrió todo el diapasón, hasta que al fin todo paró en una expectativa.

Sin embargo, un día, y creo fue el de nuestra llegada, una de esas infelices almas, de esas almas mezquinas y ciegas que a cada paso se encuentran, osó escribir con carbón una frase altamente inmoral cuyo sentido era : » ¡Ah, frailes!, pronto os cortaremos la cabeza.» Dos o tres palabras semejantes aparecieron a nuestros ojos, y lejos de inspirarnos temor alguno, excitaban nuestra caridad para con ellos y nos hacían acudir al Señor Jesús, a quien tan bajamente ofendían. Esas expresiones escritas en la pared del templo y junto a la puerta de entrada, eran coso una protesta contra la religión. ¡Desdichados! Ellos pasarán todos y la religión subsistirá mientras duren los siglos. ¡Bendito sea Nuestro Señor Jesús, y Dios use con todos de su misericordia!

INAUGURACION

Tal era la disposición de los ánimos a nuestra llegada. Fríos, como el tiempo en que estábamos, nadie ofrecía sino apariencias. No incluyo excepciones honrosísimas, que la infinita bondad del Señor nos hizo ha­llar en esa ciudad de Aragón. Dios les dará la recompensa que sus senti­mientos y sus obras merecen.

El Ilmo. Sr. Obispo, animado de los mismos deseos que nosotros, sig­nificó sería bueno hacer la inauguración pública y solemne de la Casa- Misión, y que supiera el pueblo el verdadero fin de nuestra ida a la ciu­dad y diócesis de Teruel. Del mismo parecer fueron el Sr. Maller y el Sr. Bosch, y al efecto se fijó por el Ilmo. Prelado el domingo próximo, día 3 de noviembre, fiesta de los Innumerables Mártires de Zaragoza. An­tes de la inauguración, el Sr. Maller regresó a Madrid.

Como la fundación era hecha por el Prelado, la función se hizo a su costa. De la catedral se trajo todo lo necesario, y se quiso fuese con toda solemnidad y esplendor. El mismo Ilmo. Prelado mandó pasar en su nombre esquelas de convite, no sólo a las autoridades, sino a cuantos individuos tenían representación en Teruel. Al decir de los turolenses, nunca en la ciudad se había visto una función semejante.

Amaneció el domingo 3 de noviembre de 1867. El tiempo era magní­fico. Una que otra nubecilla cruzaba el firmamento. El cierzo estaba frío, pero el sol templaba sus rigores. El campo seco y los árboles sin hojas ofrecían a la vista el espectáculo de la nada y de la muerte; más la idea, la esperanza de la fundación diríase comunicar la vida, si posible fuera, a una naturaleza sin vigor.

A la hora convenida el templo se llenó, hasta el extremo de que unas 8.000 personas hubieron de retroceder por no hallar cabida en ningún punto desde el cual pudiesen percibir algo de la función. De Capuchinos a Teruel, trayecto de media hora de camino, la carretera se veía tan concurrida como el mejor paseo de una gran ciudad. Como es de suponer, la novedad y la curiosidad atrajeron probablemente a todos, pero aun de esos sentimientos no rectos se sirve Dios para derramar el bien sobre las míseras criaturas de la tierra.

Presbiterio, coro, sacristía, corredores, patio, calle: no había un rin­cón de que la gente no se hubiera apoderado, y fuerza es decir que du­rante la larga función que se celebrara no se percibió ni una voz, no se notó ni una ligera irreverencia, no hubo ni una muestra de disgusto y de impaciencia.

Oficiaba un Canónigo servido por otros dos, y formando el coro la capilla de la catedral. El Prelado, a pesar de sus achaques, ocupó du­rante toda la función y con indecible gusto de su alma, el trono al efecto preparado en el presbiterio al lado del Evangelio. Los Goberna­dores civil y militar tenían sus asientos de preferencia; una comisión del Cabildo, e individualmente cuasi todos los Sres. Canónigos ; una comi­sión de cada parroquia ; el Ayuntamiento en masa; una comisión de la Diputación provincial ; los jueces; los caballeros y las señoras de las Conferencias de San Vicente de Paúl; las Cofradías; los catedráticos del Seminario y del instituto; las Hermanas de la Caridad… ; en una palabra, cuantas personas tenían representación en Teruel fueron invi­tados a nombre del Ilmo. Sr. Obispo, y excusado es decir que se hicieron un deber de aceptar y de asistir. Asistieron, en efecto, y tan apiñada es­taba la gente en el templo y fuera de él, que, a su decir, sólo Dios podía retenerlos por tanto tiempo, con tanta tranquilidad, tan suavemente y tan a su gusto.

El sermón fue encomendado por el Sr. Bosch al Sr. Cardellach el día jueves, causándole no poca sorpresa, ya por la perentoriedad del tiempo, ya por lo delicado del asunto. Íbamos a caer de pies o de cabeza, y era cuestión de vida o muerte para la Misión. Se trataba de la instalación hecha por el Prelado allá presente y con el concurso de todas las autoridades, de todas las inteligencias, de todo lo visible en la ciudad. La cuestión versaba sobre una fundación en tiempos como los presentes, y nosotros mismos éramos los protagonistas de la escena. ¡Apurado era el caso! Una apreciación, una frase, una palabra, el modo de expresarse, el menor incidente había de ser recogido con avidez y remirado bajo todos los puntos de vista posibles. Si caíamos mal, veríamos malograda la Misión y frustrados los designios del Señor sobre Teruel y su diócesis, y además humillada y vilipendiada la Congregación.

Estas y otras reflexiones por el estilo se hacía el Sr. Cardellach, pero acatando la voluntad de Dios, conocida por la voz del Superior, confió en la virtud de la obediencia, que hace real y verdaderamente milagros, como más de una vez lo ha experimentado, y, desde luego, pidiendo al Señor su santo auxilio, comenzó a preparar la materia de su discurso.

Se propuso demostrar la excelencia de la Misión, y que a ella se debe la regeneración y la salvación del mundo. Para probar su aserto, no hizo más que recorrer la Historia. Según él, Dios, el Padre eterno, fue el primer Misionero trazando a nuestro padre Adán la conducta que de­bía seguir para salvarse, y le señala en lontananza el Mesías que debía venir, como nosotros señalamos a Jesús muerto por redimir al hombre. Adán fue el misionero encargado por el Criador de predicar durante novecientos sesenta años las leyes, las promesas, las misericordias y las justicias de Dios. Set, Henoc, Matusalem, Noé fueron otros tantos mi­sioneros que debían dar a conocer y hacer temer al Señor. Noé, por es­pacio de cien años, estuvo con la palabra y el ejemplo anunciando al mundo su destrucción por el diluvio si no se enmendaba. Y los hombres no se corrigieron de su camino pésimo, y la tierra quedó anegada con las aguas del diluvio, Así apagó Dios el fuego carnal que a los hombres consumía; así lavó la tierra de la inmundicia del pecado. Si el hombre, desoyendo la voz del deber, no hace caso de la corrección, experimentará irremisiblemente los efectos del castigo.

Después del diluvio, el mismo Noé, Job, Melquisedec, Abraham, Isaac, Jacob, José, Moisés, Samuel, David, todos los Jueces, todos los Profetas, todos los justos, todos los Pontífices, ya siendo ellos figuras y representa­ciones, ya de palabra, ya por escrito, ¿eran otra cosa que misioneros de Dios? ¿Hacían otra cosa que predicar a las gentes los tremendos juicios del Señor? ¡Cuántas veces sacaron al pueblo de su letargo! ¡Cuántas le apartaron de la idolatría! ¡Cuántas le hicieron postrarse arrepentido ante el tabernáculo del Dios de Israel!

A grandes rasgos hizo una pintura de la misión providencial que tuvieron varios personajes bíblicos: Gedeón, Judit, Ester, Tobías…, y más adelante, Jeremías, Daniel, Ezequiel, los Macabeos…, y la Misión y su influencia en el mundo nunca se vería interrumpida, resaltando a cada paso esa vigilancia pastoral de Dios sobre los desventurados hijos de Adán.

Llegó a Nuestro Señor, el Misionero por excelencia; reseñó algunos de sus hechos y conversiones más notables; la influencia de su misión divina y sus efectos en el hombre y en la sociedad entera; hizo ver la continuación de esa misión divina en los Apóstoles, y como sucesores de ellos, en los Papas, los Prelados, los Curas, las Corporaciones religio­sas, los simples sacerdotes; el influjo que esa misión nunca interrumpida ha tenido en el mundo; las ventajas espirituales y corporales que pro­porciona; los bienes que ha producido ; los males que ha evitado ; en una palabra, demostró palpablemente, siguiendo la Historia, que el mun­do se había regenerado a beneficio de una misión nunca interrumpida desde el Paraíso terrenal hasta nuestros días, y que si las almas se sal­van, se salvan a beneficio de la misión.

Luego, a grandes pinceladas, dio una idea de algunas situaciones más notables porque ha pasado el mundo, y lo que entonces produjo la misión. Mas en donde se detuvo con particularidad fue al reseñar los tiempos de San Vicente de Paúl y la gran misión de caridad que Dios le había confiado. Dio una ligera idea de la Congregación de la Misión y de sus’ trabajos, e hizo ver que Dios, para la realización de sus grandes obras, no escoge talentos de primer orden, sino que se sirve de media­nías, para que nadie se atribuya cosa alguna como propia.

Nada existía, y con sola su palabra, actuó, creó los cielos y la tierra y cuanto hay en ellos. De la nada de la humildad de María, hizo la Ma­dre de Dios; y de la nada de Vicente de Paúl, hizo el Apóstol de la caridad, el Padre de los pobres, el Amparo de los desvalidos, el Pastor de las almas, el Fundador de las dos Congregaciones.

«Y bien —decía—, los Misioneros siguen el camino trazado por su Santo Padre; marchan y predican con sencillez delante de Dios, y sus pasos no son en balde, ni sus’ palabras dejan de producir fruto. ¿Sabéis por qué? Porque el Misionero no compone y declama discursos acadé­micos para regalar el oído; el Misionero no ambiciona puestos ni hono­res; el Misionero no busca riquezas, que desprecia, ni es esclavo de res­petos’ humanos, que detesta; el Misionero no halaga para contentar a hombres, ni deja de decir la verdad por temor de ninguno de ellos; el Misionero, en fin, sólo mira a Dios, cuya gloria busca, cuyo amor desea, cuyo servicio procura. Y como se afana en bien de las almas por Dios y trabaja por obediencia, Dios bendice su palabra, y su ministerio no es estéril, y los pueblos se remueven, y las comarcas cambian de aspecto, y las almas vuelven a Dios, que es su Creador, su Salvador y su centro por toda la eternidad.»

Por ese estilo salía, de sus labios un torrente impetuoso que tenía siempre cautivo y en suspenso el ánimo de los oyentes. Tan pronto se les veía radiantes de contento y esperanza, como llenos de inquietud y de zozobra, y la variabilidad de sus rostros revelaba los diversos senti­mientos de que se hallaban poseídos.

El Prelado, que durante el discurso no pudo contener sus abundantes lágrimas, se dignó manifestar públicamente la gran satisfacción de su alma, y los demás no trataron de ocultar la saludable impresión que habían recibido. El tiempo vino a probar la verdad de sus protestas, y el cambio de sus sentimientos para con los pobres Hijos de San Vicente de Paúl. En adelante, ya fueron dejando el nombre de «fraylucos» con que los designaban, y poco a poco les iban llamando «Padres Misioneros». El Señor preparaba ocultamente aquel terreno inculto. Habíamos caído de pies, y ayudando el Señor con su gracia y correspondiendo nosotros con alguna fidelidad, la victoria, era segura.

Por supuesto, que mil lenguas se desataron, pero, gracias mil al Se­ñor, no hallaban en qué cebarse, y si uno despedía un dardo, otros cien lo recogían, dejaban bien sentado el honor de los Misioneros y, usando de prudencia, esperaban para dar su fallo al resultado de las obras de la Misión.

Como el Sr. Cardellach en su sermón había dicho que, según la obe­diencia lo dispusiera, mientras unos andarían por los pueblos evange­lizando lisa y llanamente a los habitantes del campo, otros se ocuparían en casa dando retiros o Ejercicios espirituales, así a sacerdotes como a ordenados, a individuos en particular o a un número de ellos venidos a este fin, y que a más, la casa y la iglesia estarían siempre abiertas para cualquier trabajo del ministerio, por esta razón y por el feliz éxito y las bendiciones de Dios que prometía, todos, incluso el Ilmo. Prelado, esperaban grandes maravillas de la Misión. Había, pues, hambre y sed, ansioso deseo de ver y palpar lo que la Misión daba de sí. El Señor pro­porcionó a su tiempo la ocasión propicia.

 

Mitxel Olabuénaga, C.M.

Sacerdote Paúl y Doctor en Historia. Durante muchos años compagina su tarea docente en el Colegio y Escuelas de Tiempo Libre (es Director de Tiempo Libre) con la práctica en campamentos, senderismo, etc… Especialista en Historia de la Congregación de la Misión en España (PP. Paúles) y en Historia de Barakaldo. En ambas cuestiones tiene abundantes publicaciones. Actualmente es profesor de Historia en el Colegio San Vicente de Paúl de Barakaldo.

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