La fe es una dimensión constitutiva de la existencia
Ciertamente, contra la fe se ha dicho de todo. Para Nietzsche, por ejemplo, la fe es un síntoma de inmadurez humana, de infantilismo. En su opinión, «el hombre de fe, el «fiel» de cualquier tipo, es necesariamente un hombre sujeto [dependiente]. […] Toda fe es de por sí una expresión de alienación de sí mismo, de abdicación del propio ser».
Con todos los respetos que merece el gran filósofo alemán, esto que escribió un buen día de 1888 merece, en lenguaje forense, el calificativo de «juicio sumarísimo»; ventilado con tantas prisas que no hace ninguna distinción —¿será, por ventura, lo mismo creer a un intelectual de honestidad probada que a un hechicero?— y ni siquiera da al acusado la oportunidad de defenderse. Pienso que la honestidad intelectual exige ir mucho más despacio.
Por lo pronto, necesitamos tomar conciencia de que la fe no es exclusiva ni primariamente algo religioso. San Agustín escribió un libro titulado De la fe en lo que no se ve, que comienza así: «Para refutar a los que presumen de conducirse sabiamente negándose a creer lo que no ven, les demostraremos que es preciso creer muchas cosas sin verlas».
Me atrevo a asegurar que, si el lector se tomara la molestia de ir repasando uno por uno sus conocimientos, comprobaría que, en efecto, siempre ha «creído» muchas más cosas de las que ha tenido ocasión de verificar personalmente. De niños, todo lo que aprendimos en el colegio se debió a que creíamos a nuestros profesores, porque, como decía Aristóteles, «es necesario que el discípulo crea». Con los años, algunas de esas cosas hemos podido verificarlas por nosotros mismos, pero todavía hoy seguimos creyendo la mayoría de ellas. Y hacemos bien, porque si nos empeñáramos en verificar todo por nosotros mismos, como Descartes, nuestros conocimientos en estos momentos serían limitadísimos. Hasta las ciencias experimentales progresan gracias a que todos los investigadores, en vez de partir de cero, aceptan como punto de partida («creen») las conclusiones a las que han llegado sus predecesores. Por eso, quienes aspiran a descubrir cosas nuevas —o alcanzar «la perfección de la ciencia», con palabras de Santo Tomás de Aquind— empiezan siempre creyendo.
Si de las ciencias —que, al fin y al cabo, solo amueblan la cabeza— pasamos a las cosas verdaderamente importantes, aquellas sin las cuales no es posible vivir de manera humana, veremos igualmente que no las «sabemos»; todas ellas las «creemos». Cedamos otra vez la palabra a San Agustín: «Dime, por favor: ¿cómo ves el afecto de tu amigo? […] ¿Replicarás, tal vez, que ves el afecto de tu amigo en sus obras? Ves, en efecto, las obras de tu amigo, oyes sus palabras; pero habrás de creer en su afecto, porque este ni se puede ver ni oír». ¿No se te ha ocurrido pensar que podría estar fingiendo una «benevolencia que no tiene para conseguir de ti algún beneficio»? Idénticas consideraciones podríamos hacer respecto del amor entre dos enamorados.
Apurando al máximo sus razonamientos, el obispo de Hipona decía: quienes son coherentes con la tesis de que solo creen en lo que ven «se ven obligados a confesar que no saben con certeza quiénes son sus padres»; afirmación que en el siglo V era válida para todos y hoy sigue siéndolo para casi todos, excluyendo únicamente a los poquísimos que se han hecho las pruebas de ADN. Por otra parte, es legítimo presumir que algo ha ido mal en la vida de quienes necesitaron recurrir a los análisis de ADN para saber quiénes eran sus padres.
Llevaba razón, en suma, Juan Pablo II cuando escribía en su encíclica Fides et ratio: «En la vida de un hombre las verdades simplemente creídas son mucho más numerosas que las adquiridas mediante la constatación personal. […] El hombre, ser que busca la verdad, es también aquel que vive de creencias».
¿De verdad podemos definir al hombre como un «ser que vive de creencias»? ¿Acaso no es posible vivir sin fe? Evidentemente, sin fe religiosa sí se puede vivir, y de hecho así viven muchas personas. Pero ¿se puede vivir sin «fe» a secas? Sin dudarlo un momento, contestamos que no. Basta pasar revista a un montón de palabras que expresan valores profundamente humanos y se derivan todas ellas, en las lenguas románicas, de la palabra latina fides («fe»): «fidelidad», «fiarse», «fianza», «confianza», «confidencia» (cum fide), etc. Una de las experiencias más fundamentales del ser humano, sin la cual nadie puede disfrutar posteriormente de una psicología sana, es la «confianza básica» que se desarrolla en los primeros años de vida gracias, sobre todo, a la relación feliz del niño con su madre (y también con su padre).
Algo parecido podríamos decir sobre la importancia de la palabra latina credere («creer»), que ha dado lugar a «creíble», «credibilidad», «crédito»… Si todas esas realidades que acabo de mencionar desaparecieran un día del campo de nuestra experiencia, nos volveríamos todos mucho más pobres y nos levantaríamos cada mañana con un «Buenos días, tristeza»». La fe aparece ante cualquier observador imparcial como un existencial de nuestro ser, es decir, una dimensión constitutiva sin la cual sería imposible vivir. Decía Adolphe Gesché: «Si no creyera en nadie, aunque sea en una proporción mínima, acabaría volviéndome loco, y deprisa; tan ocupado estaría en querer verificarlo todo por mí mismo, desde mi desayuno, en el que mi huésped podría haber echado algún veneno, hasta el momento de subirme al coche por la tarde, pensando que un alumno malévolo podría haberme aflojado algunos pernos».
Podemos decir, en resumen, que «la fe hace posible toda vida humana digna de este nombre, pues la fe es, ante todo, la confianza original del hombre en la vida. Sin esta confianza no podríamos dar un solo paso, nos aislaríamos totalmente, y el temor nos invadiría, convirtiéndose en obsesión enfermiza».
Lo que hace falta, naturalmente, es saber en qué o en quién confiamos. «Si en el terreno del amor puede ser laudable el criterio «haz el bien y no mires a quién», en el terreno de la fe el criterio es siempre «cree, pero mira bien a quién»». Ya el autor del Eclesiástico advertía: «El que pronto se confía no tiene juicio» (Sir 19,4). No debemos creer cualquier cosa ni a cualquier persona, porque eso ya no sería fe, sino credulidad.
Debemos huir, pues, de dos extremos viciosos: el extremo de aceptar solo lo que podemos verificar empíricamente o demostrar racionalmente, porque entonces la vida dejaría de ser humana, y el extremo de creer todo, porque el crédulo tiene el grave peligro de vivir permanentemente en la ilusión y en la mentira. La fe se sitúa entre esos dos extremos. No consiste en creer todo, sino únicamente lo que es creíble.
Luis González-Carvajal
Tomado de “La fe, un tesoro en vasijas de barro”
Sal Terrae, 2012
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