San Vicente de Paúl y la Oración
I.- Introducción
Una mano blandiendo la espada, la otra enarbolando la cruz o la Biblia, según fuera uno papista o hugonote, estuvieron durante generaciones, con toda la furia, batiéndose, estoqueándose, desfenestrándose para mayor gloria de Dios.
Hecha la paz, esa pasión de lo absoluto, que trabajaba las almas, se desarrolla en el jardín de la Iglesia con una floración rebosante. La primavera del siglo y sus promesas querían hacer olvidar un invierno demasiado largo.
Más allá de los montes, en la España del Siglo de Oro, había empezado la efusión espiritual de un nuevo Pentecostés. Bajo el soplo del espíritu, los místicos abrían hacia las profundidades de Dios caminos nuevos, mientras que los espirituales de la acción singlaban, a toda vela, hacia reinos desconocidos para conquistar a Jesucristo. Los intercambios comerciales o matrimoniales, y las relaciones fraternas, ya de animosidad, ya de amistad son tales entre España y Francia, que el mismo viento de Pentecostés hace reconocer entre nosotros con cierto retraso una verdadera cosecha de gracia. No pueden ya contarse las órdenes antiguas que se reforman, ni los nuevos institutos que se fundan. Pero en el plano espiritual de Francia, esta primera mitad del Gran Siglo de las almas queda marcado por dos notas particulares.
La vida espiritual, la unión íntima con Dios, las gracias extraordinarias, ya no están reservadas para las personas que viven en el claustro, para aquéllos y aquéllas que han abandonado el mundo y sus complicaciones. San Francisco de Sales en su «Introducción a la vida devota» las pone al alcance de quienes viven en el mundo: los más grandes espíritus como los más humildes; por ejemplo, esa modesta costurera, cuyas notas espirituales se han publicado hace unos años.
Además, entre los y las que han alcanzado las cumbres místicas extraordinarias muchos han sido al mismo tiempo hombres y mujeres de acción, como lo fue Teresa de Ávila, como lo fueron los fundadores religiosos de Canadá y tantos otros.
San Vicente, en ese contexto, es discreto sobre su propia vida espiritual. No le gusta ponerse entre los primeros, incluso cuando evoca su propia experiencia. Pero las consignas que ha dejado a los suyos relativas a la plegaria, a la vida de oración, llevan su marca profunda. Dos acontecimientos de orden espiritual parecen haber tenido una influencia decisiva sobre él: su encuentro con los pobres, que le va a hacer leer el Evangelio con otros ojos, y su encuentro con san Francisco de Sales, a cuyos ejemplos le gustará aludir como a los de un padre (nuestro bienaventurado Padre, el señor obispo de Ginebra).
San Vicente está persuadido, siguiendo a san Mateo, de que Dios ha ocultado sus secretos a los sabios del siglo y los ha reservado para los pequeños y humildes (Mt, 11), y «a esos corazones les descubre lo que todas las escuelas no han sabido encontrar» (IX, 385). Esta verdad es el fundamento de su vida de oración: «La verdadera religión está entre los pobres», y si queremos por medio de la oración entrar en la intimidad de Dios, no hay otro camino que actuar ante él, pues «somos pobres y ruines» (XI, 440).
La oración tal como la entiende san Vicente no es contemplación pura. No debe ser desencarnada, sino llevar a la acción, experimentar la verificación de la acción. Los grandes sentimientos, las bellas elevaciones le parecen sospechosas: hay mucho camino «desde las dulces conversaciones con Dios» al «trabajo, al sufrimiento, a las desgracias en el servicio de los pobres» y desde lo uno a lo otro, puede «quedar uno a mitad de camino» y «faltarle el coraje». La ilusión es tan fácil y agradable, «no nos engañemos» (XI, 733).
San Vicente no limita la oración a una relación personal con Dios. Él, más que muchos otros, se ha preocupado de la oración de la Iglesia y contribuido a renovarla. Después de comprobar una anarquía litúrgica «digna de lágrimas», ha tratado, desde los primeros retiros de ordenandos, de ponerle remedio: cuando menos, a los futuros sacerdotes se les enseñaba a decir la misa dignamente y de modo uniforme.
No tiene miedo en innovar, haciendo organizar a ese fin, para los niños al terminar las misiones, una especie de paraliturgia que ponía término a la catequesis, incluyendo una procesión solemne y la primera comunión. Se cree que ése fue el origen de nuestra fiesta de la «comunión solemne» (Cf. III, 112ss.).
Finalmente, san Vicente propugna una oración que, a veces, será compartida. Ciertamente cada uno está solo ante Dios y la oración es estar íntimamente unido a él, pero en lugar de aislarse en un individualismo de vidas espirituales yuxtapuestas, san Vicente invita a los suyos a un intercambio espiritual e inventa la «repetición de oración»: en ella cada uno comunica a los demás, con la mayor sencillez, los pensamientos que ha tenido en la oración.
Todavía tendríamos mucho que decir acerca de la oración de san Vicente, pero no sabríamos recomendarles bastante el fino análisis que ha hecho de ella el P. Dodin en su artículo «La oración del Sr. Vicente» en el libro «Priére et vie selon la foi» (Ed. Ouvriéres. 1976).
Nuestro período de la posguerra estuvo marcado en todos los terrenos, incluso en el espiritual, por una preocupación de eficacia directa, una eficacia de carácter científico e industrial que ha dado pruebas de sus logros, ya que ha llevado a los hombres a la conquista del espacio. Pero ha llevado consigo una desestima de todo lo que parece que no sirve para nada, de todo lo que es gratuito; de ahí la decadencia de las artes en nuestra sociedad materialista, que, tanto en el Este como en el Oeste, sólo ha engendrado la fealdad, de ahí también la desestima bastante general por esta actividad eminentemente gratuita, como es la oración.
Sin embargo, desde hace algunos arios se manifiesta una renovación de la oración: hombres y mujeres, metidos de lleno en la acción, experimentan la necesidad de venir a examinarla ante Dios en el recogimiento. Surgen escuelas de oración. Aparecen y se desarrollan grupos espontáneos de oración. Los lugares de oración, monasterios, santuarios nuevos o antiguos, reciben semanalmente y hasta diariamente a laicos que vienen a buscar a Dios durante horas o días lejos del guirigay del mundo.
Esta oración gusta ser compartida: en los grupos espontáneos de oración y, particularmente, en los grupos de jóvenes, cada individuo no duda en hacer su oración dándola a conocer muy sencillamente ante sus hermanos y hermanas allí reunidos.
Ya en las reuniones de Acción Católica existía desde el principio la revisión de vida, es decir, el cotejo entre el acontecimiento y la fe ante el grupo, y terminaba reanudando la oración.
Allí donde nacen comunidades nuevas, nacen también nuevas formas de oración: los humildes, a quienes Dios sigue revelándose primordialmente, nos vuelven a enseriar a orar, mas es preciso que sepamos oírlos. Por otra parte, es por ellas, por las madres y más aún por las abuelas ancianas, por lo que, en los países en que ha sido o es perseguida, la fe ha sido conservada y por lo que continúa manifestándose en los humildes gestos de la oración sencilla.
En fin, esta oración, que no está creada por espíritus puros, necesita, cuando es la oración de la comunidad, manifestarse al exterior de forma un poco festiva. Una depuración en ocasiones demasiado radical ha racionalizado las manifestaciones litúrgicas y paralitúrgicas. Pues bien, el pueblo sencillo necesita expresarse a su manera, si no puede de otra; si esta liturgia no le llama la atención por ser demasiado abstracta, entonces vota con los pies, por usar una frase de Stalin, es decir, se marcha y nos deja las iglesias vacías.
¿No deberíamos, como lo hacía san Vicente, ponernos a escuchar a los humildes para aprender de ellos a orar, para orar con ellos y encontrar con ellos una expresión de su fe?
No tenemos derecho, dice Harvey Cox, a hacernos los paladines de la justicia en favor de los pobres y de escupir sobre sus devociones («La séduction de l’esprit», 169. Le Senil, 1976).
II.- San Vicente y la oración
1.- San Vicente, hombre de oración
Uno no puede menos de sorprenderse por el hecho de que san Vicente se revele tantas veces como hombre de oración tanto en las conferencias como en su correspondencia. Es un hecho: cualquier acontecimiento le es ocasión de alabanza, de acción de gracias, de intercesión. Con mucha espontaneidad se dirige a Dios y le interpela, manifestando así que permanece en su presencia, sean cuales sean sus numerosas ocupaciones.
Una carta dirigida a Esteban Blatiron, superior de Génova, termina, con toda naturalidad, en oración (y éste es un caso de tantos):
«¡Bondad divina, une también así los corazones de esta pequeña Compañía de la Misión, y pídele lo que quieras! La fatiga será dulce y todo trabajo resultará fácil, el fuerte aliviará al débil, y el débil amará al fuerte y le obtendrá de Dios mayores fuerzas; y así, Señor, tu obra se hará a tu gusto y para la edificación de la Iglesia, y los obreros se multiplicarán, atraídos por el olor de tanta caridad» (III, 234).
Del mismo modo acabará con una plegaria espontánea, como la mayor parte de las veces, la conferencia del 6 de diciembre de 1658 a los misioneros:
«Mantengámonos firmes en el círculo de nuestra vocación; esforcémonos en tener vida interior, en concebir grandes y santos ideales por el servicio de Dios; hagamos el bien que se nos presente de la manera que hemos dicho. No digo que haya que llegar hasta lo infinito y abrazarlo todo indiferentemente, pero sí todo lo que Dios nos dé a conocer que pide de nosotros. Nosotros somos para él y no para nosotros; si aumenta nuestro trabajo, él también aumentará nuestras fuerzas. ¡Oh Salvador! ¡Qué felicidad! ¡Oh Salvador! Si hubiera varios paraísos, ¿a quién se los darías sino a un misionero que se haya mantenido con reverencia en todas las obras que le has encomendado y que no ha rebajado las obligaciones de su estado? Esto es lo que esperamos, hermanos míos, y lo que le pediremos a su divina Majestad; y todos, en este momento, le daremos gracias infinitas por habernos llamado y escogido para unas funciones tan santas y santificadas por el mismo nuestro Señor, que fue el primero en practicarlas. ¡Oh! ¡Cuántas gracias tenemos motivos para esperar, si las practicamos con su mismo espíritu, por la gloria de su Padre y por la salvación de las almas! Amén» (XI, 398).
Está claro, una oración espontánea, que revela una práctica continua de la presencia de Dios. Pero una plegaria, que se mantiene en una fidelidad diaria a la oración, por ejemplo, cuya importancia no cesa de recordar.
«Es preciso que vosotras y yo tomemos la resolución de no dejar de hacer oración todos los días. Digo todos los días, Hijas mías; pero, si pudiera ser, diría más: no la dejaremos nunca, y no dejemos pasar un minuto de tiempo sin estar en oración, esto es, sin tener nuestro espíritu elevado a Dios; porque, propiamente hablando, la oración es, como hemos dicho, una elevación del espíritu a Dios. ¡Pero la oración me impide hacer esta medicina y llevarla, ver a aquel enfermo, a aquella dama! ¡No importa, Hijas mías! Vuestra alma no dejará nunca de estar en la presencia de Dios y estará siempre lanzando algún suspiro» (IX, 386).
«Antes de pasar adelante, os diré (pues es necesario que lo sepáis) que, si no aprovecháis en la oración, no sacaréis mucho fruto de las conferencias; porque fijaos, mis queridas Hermanas, cómo los jardineros se ocupan dos veces cada día para regar las plantas de su jardín, que sin esta ayuda se morirían durante los grandes calores, por el contrario, gracias a la humedad, sacan de la tierra su alimento, porque cierta humedad, nacida de este riego, sube por la raíz, fluye a través del tallo, da vida a las ramas y a las hojas, y el sabor a los frutos; de la misma manera, mis queridas Hermanas, nosotros somos como esos pobres jardines en donde la sequedad hace morir todas las plantas, cuando el cuidado y la industria de los jardineros no se ocupa de ellas; por eso, tenéis el santo empleo de la oración, que, como un dulce rocío, va humedeciendo todas las mañanas vuestra alma por medio de la gracia que viene de Dios sobre vosotras. Y si os sentís cansadas de vuestros esfuerzos y de vuestras fatigas, tenéis de nuevo por la tarde este saludable refresco, que va dando vigor a todas vuestras acciones. ¡Cuánto fruto producirá una Hija de la Caridad en poco tiempo, si se preocupa de refrescarse con este sagrado rocío! Veréis cómo va creciendo día a día de virtud en virtud, como ese jardinero que ve todos los días crecer a sus plantas, y al poco tiempo se irá levantando como la aurora que surge por la mañana y va creciendo hasta el mediodía. De la misma forma, Hijas mías, llegará hasta alcanzar al sol de justicia, que es la luz del mundo, para abismarse en él, lo mismo que la aurora se pierde en el sol» (IX, 368-369).
«Bien, pongamos todos mucho interés en esta práctica de la oración, ya que por ella nos vienen todos los bienes. Si perseveramos en nuestra vocación, es gracias a la oración; si tenemos éxito en nuestras tareas, es gracias a la oración; si no caemos en el pecado, es gracias a la oración; si permanecemos en la caridad, si nos salvamos, todo esto es gracias a Dios y a la oración. Lo mismo que Dios no le niega nada a la oración, tampoco nos concede casi nada sin la oración: «Rogate Dominum messis»; no, nada, ni siquiera la extensión de su evangelio y lo que le interesa más a su gloria. «Rogate Dominum messis». Pero, Señor, esto te cocíneme a ti y es cosa tuya. ¡No importa. «Rogate Dominum messis». Así pues, pidámosle con toda humildad a Dios que nos haga entrar por esta práctica» (XI, 285-286).
2.- Una oración en la vida y para la acción
Una de las características más personales de la oración de san Vicente es sin duda el que siempre trata de relacionarla con la vida, con la acción. Se trata de una continuidad verdadera, claramente definida en el célebre «Dejar a Dios por Dios».
Por eso, san Vicente denuncia a menudo la oración que sólo consiste en «dulces conversaciones», sin desembocar en la resolución y la acción:
«Amemos a Dios, hermanos míos, amemos a Dios, pero que sea a costa de nuestros brazos, que sea con el sudor de nuestra frente. Pues muchas veces los actos de amor de Dios, de complacencia, de benevolencia, y otros semejantes afectos y prácticas interiores de un corazón amante, aunque muy buenos y deseables resultan sin embargo muy sospechosos, cuando no se llega a la práctica del amor efectivo: «Mi Padre es glorificado, dice nuestro Señor, en que deis mucho fruto». Hemos de tener mucho cuidado en esto; porque hay muchos que, preocupados de tener un aspecto externo de compostura y el interior lleno de grandes sentimientos de Dios, se detienen en esto; y cuando se llega a los hechos y se presentan ocasiones de obrar, se quedan cortos. Se muestran satisfechos de su imaginación calenturienta, contentos con los dulces coloquios que tienen con Dios en la oración; hablan casi como los ángeles; pero luego, cuando se trata de trabajar por Dios, de sufrir, de mortificarse, de instruir a los pobres, de ir a buscar a la oveja descarriada, de desear que les falte alguna cosa, de aceptar las enfermedades, o cualquier cosa desagradable, ¡ay! todo se viene abajo, y les fallan los ánimos. No, no nos engañemos: «Totum opus nostrum in operatione consistit». Y esto es tan cierto que el santo Apóstol nos declara que solamente nuestras obras son las que nos acompañan a la otra vida. Pensemos, pues, en esto; sobre todo, teniendo en cuenta que en este siglo hay muchos que parecen virtuosos, y que lo son efectivamente, pero que se inclinan a una vida tranquila y muelle, antes que a una devoción esforzada y sólida. La Iglesia es como una gran mies que requiere obreros, pero obreros que trabajen. No hay nada tan conforme con el Evangelio como reunir, por un lado, luz y fuerzas para el alma en la oración, en la lectura y en el retiro y, por otro lado, ir luego a hacer partícipes a los hombres de este alimento espiritual. Esto es hacer lo que hizo nuestro Señor y, después de él, sus apóstoles; es juntar el oficio de Marta con el de María; es imitar a la paloma, que digiere a medias la comida que toma, y luego pone lo demás en el pico de sus pequeños para alimentarlos. Esto es lo que hemos de hacer nosotros y la forma con que hemos de demostrar a Dios con obras que lo amamos. «Totum opus nostrum in operatione consistit»» (XI, 733-734).
Para san Vicente la mejor forma de hacer oración es también preparar minuciosamente la jornada en presencia de Dios. Por el ejemplo que propone a las Hijas la Caridad, ha podido llamársele «el método del presidente».
«Es menester que os diga a este propósito que uno de estos días he recibido una gran edificación de un magistrado que hizo su retiro hace un año en nuestra casa. Al hablarme del examen que había hecho sobre su reglamento de vida, me dijo que, por la gracia de Dios, no creía que hubiese faltado dos veces en hacer su oración. «Pero, ¿sabéis, Padre, cómo hago mi oración? Examino de antemano lo que tengo que hacer durante la jornada, y de allí derivan todas mis resoluciones. Tendré que ir a palacio; tengo tal causa en que pleitear; me encontraré quizás con alguna persona de condición que, con sus recomendaciones me querrá corromper; con la gracia de Dios me guardaré mucho de ello. Quizá se me haga algún regalo que me agrade mucho, no lo tomaré. Si tengo que desechar a alguien, le hablaré con mansedumbre y cordialidad». Podéis hacer vuestra oración de esta manera, que es la mejor; porque no hay que hacerla para tener pensamientos elevados, para tener éxtasis y raptos, que son más dañosos que útiles, sino solamente para haceros perfectas y verdaderamente buenas Hijas de la Caridad. Vuestras resoluciones, por tanto, tienen que ser de esta manera: «Yo iré a servir a los pobres; procuraré hacerlo de una forma sencillamente alegre para consolarles y edificarles; les hablaré como a mis señores. Hay algunos que me hablan raras veces; lo sufriré. Tengo la costumbre de contristar a mi hermana en tal o cual ocasión; me abstendré de ello. Ella me está fastidiando a veces en esta cosa; la soportaré. Esa dama me huye, esa otra me injuria; procuraré no salir de mi habitación y demostraré el respeto y el honor al que estoy obligada. Cuando estoy con esa persona, casi siempre recibo algún daño para mi perfección; en cuanto sea posible evitaré la ocasión». Así es, según creo, Hijas mías, cómo tenéis que hacer vuestras oraciones. ¿No os parece este método útil y fácil?» (IX, 46-47).
Este lazo de unión entre la oración y la vida, san Vicente lo define de forma muy significativa en los numerosos pasajes en los que plantea el conflicto entre la urgencia del servicio y la obligación de la oración, y aún de la misa.
«Hijas mías, para el consuelo de la que está en quehaceres difíciles, os diré que no se admite retraso alguno cuando se trata del servicio a los pobres. Si a la hora de vuestra oración, por la mañana, tenéis que ir a llevar una medicina, marchad tranquilamente; después de un acto de resignación con la santa voluntad de Dios, ofrecedle vuestra acción, unid vuestra intención a la oración que se tiene en la casa, o en otras partes, y marcharos sin ninguna preocupación.
Si, cuando estéis de vuelta, vuestra comunidad os permite hacer un poco de oración o de lectura espiritual, ¡estupendamente! Pero no tenéis que inquietaros por ello, ni creer que hayáis faltado, cuando la perdáis; porque no se la pierde, cuando se la deja por un motivo legítimo. Y si hay algún motivo legítimo, mis queridas Hijas, es el servicio del prójimo. El dejar a Dios por Dios no es dejar a Dios, esto es, dejar una obra de Dios para hacer otra o de más obligación o de mayor mérito. Dejáis la oración o la lectura, o perdéis el silencio por asistir a un pobre: pues sabed, Hijas mías, que hacer eso es servir a Dios. ¡Qué consuelo para una buena Hija de la Caridad pensar: «Voy a asistir a mis pobres enfermos, pero Dios se complacerá más en esto que en la oración que tenía que hacer ahora». Y marchar alegremente adonde Dios la llama» (IX, 297-298).
3.- Una oración compartida
En tiempo de san Vicente, cierta forma de oración tenía una singular tendencia a abstraerse de la vida y a alejarse de la acción, y hemos visto a nuestro fundador reaccionar vigorosamente contra la oración individualista, que no concluye con una participación. Una participación que quiere que sea sencilla y espontánea, y que presenta como una experiencia indispensable para una verdadera comunidad.
En varias ocasiones, san Vicente confiesa que ha sido, con sus comunidades, el creador de las repeticiones de oración, llevando de este modo a una de las formas de oración más personales y privadas a la riqueza y a la alegría de la participación.
« ¿Y cómo se fueron introduciendo las prácticas de la Comunidad? Lo mismo: poco a poco, y sin saber cómo. Las conferencias, por ejemplo, de las que quizás sea ésta la última que yo tenga con vosotros, no pensábamos en ellas. Y la repetición de la oración, que era antes algo nunca oído en la Iglesia de Dios, y que luego se ha introducido en varias comunidades observantes, en las que se practica ahora con mucho fruto, ¿cómo se nos ocurrió? No lo sé. ¿Cómo se nos ocurrió la idea de todos los demás ejercicios y ocupaciones de la comunidad? Tampoco lo sé» (XI, 328).
«Hermanos míos, hoy no haremos la repetición, sino que vamos a tratar de otro tema que será muy útil para la Compañía; dejaremos para otra ocasión la repetición de la oración, que es un medio, como todos ustedes saben, de los más necesarios que tenemos para inflamarnos mutuamente en la devoción. Tenemos motivos para dar gracias a Dios por haberle dado esta gracia a la Compañía, ya que podemos decir que nunca se ha usado esta práctica en ninguna otra Comunidad, más que en la nuestra» (XI, 575).
Hemos conservado numerosa información de esas repeticiones de oración a las que san Vicente reconoce el sello de sencillez y de espontaneidad, que inspiraban y animaban a los participantes, hasta llega a confesar que muchas veces esas participaciones espirituales le han ayudado y enriquecido mucho personalmente.
«Estoy persuadido de que la ciencia no sirve, y que un teólogo, por muy sabio que sea, no encuentra ninguna ayuda en su ciencia para hacer oración. Dios se comunica más ordinariamente a los simples y a los ignorantes de buena voluntad que a los más sabios; tenemos muchos ejemplos de ello. La devoción y las luces y afectos espirituales se les comunican más de ordinario a las mujeres verdaderamente devotas que a los hombres, a no ser que éstos sean sencillos y humildes. Entre nosotros, los Hermanos dan a veces mejor cuenta de su oración y tienen ideas más bellas que nosotros, los Sacerdotes. ¿Por qué, hijas mías? Es que Dios lo ha prometido y se complace en entretenerse con los pequeños. Consolaos, pues, las que no sepáis leer, y pensad que esto no os puede impedir amar a Dios, ni hacer bien la oración. Si alguna tuviese tanta dificultad en hacer oración que fuese completamente incapaz, podría pedir permiso para rezar el rosario. Y según el con-sejo que se le dé, usará de esta hermosa devoción. Nuestro bienaventurado Padre decía que, si no hubiese tenido la obligación de su oficio, no habría dicho más oración que el rosario. Lo recomendó mucho, y él mismo lo rezó durante treinta años sin faltar nunca para alcanzar de Dios la pureza por la que él concedió a su santa Madre, y también para bien morir» (IX, 212-213).
«Hijas mías, en los corazones que carecen de la ciencia del mundo y que buscan a Dios en sí mismo, es donde él se complace en distribuir las luces más excelentes y las gracias más importantes. A esos corazones les descubre lo que todas las escuelas no han sabido encontrar, y les revela unos misterios que los más sabios no pueden percibir. Mis queridas Hermanas, ¿no creéis que vosotras mismas lo hayáis experimentado? Creo que os lo he dicho ya otras veces, y lo repetiré una vez más: nosotros hacemos la repetición de la oración en nuestra casa, no todos los días, sino a veces cada dos, o cada tres, cuando la Providencia nos lo permite. Pues bien, por la gracia de Dios, los Sacerdotes la hacen bien, y también los clérigos, más o menos, según lo que Dios les concede; pero nuestros pobres Hermanos, ¡oh! en ellos se realiza la promesa que Dios ha hecho de manifestarse a los pequeños y a los humildes, pues, muchas veces quedamos admirados ante las luces que Dios les da; y es evidente que todo es de Dios, ya que ellos no tienen ningún conocimiento. Unas veces es un pobre zapatero, otras un panadero, un carretero, y sin embargo, nos llena de admiración. Algunas veces hablamos entre nosotros de esto, con una gran confusión por no ser como vemos que ellos son. Nos decimos mutuamente: «Fíjese en ese pobre Hermano; ¿no ha observado usted los hermosos pensamientos que Dios le ha dado? ¿No es admirable? Porque lo que él dice, no lo dice por haberlo aprendido, o haberlo sabido antes; lo sabe después de haber hecho oración». ¡Qué bondad de Dios tan grande e incomprensible al poner sus delicias en comunicarse a los sencillos y a los ignorantes, para darnos a conocer que toda la ciencia del mundo no es más que ignorancia en comparación con la que él da a los que se esfuerzan en buscarle por el camino de la santa oración!» (IX, 385-386).
«En nuestra casa tenemos otra cosa que nos ayuda mucho a mantenernos, que es la repetición de la oración de la mañana. Os aseguro que no sabría explicarles el bien que esto hace. No es de creer que Dios nos tenga secos durante la oración. Yo estoy seguro de que siempre podré aprender de algún buen Hermano algunas de las buenas ideas que él haya tenido, y que así me podré aprovechar de ellas. Lo espero así de la bondad de Dios, y nunca me falla. ¡Si supieran ustedes cuánto gozo siento al escuchar a esos buenos Hermanos! ¡Y a nuestras Hermanas! Cuando oigo a una de nuestras Hermanas decir ciertas cosas, me siento tan impresionado, que no os lo podría explicar. No sé si los demás son como yo; pero yo soy así, y me impresionan mucho cuando dicen en su repetición alguna cosa edificante que aprovecha a los demás y a ellos mismos» (X, 794).
«No puedo pasar en silencio una cosa que me emocionó esta mañana, durante la repetición de la oración. Uno de nuestros Hermanos que había tenido oculta una cosa y no la había podido descubrir a su confesor, ha tenido la gracia de decirla en voz alta, manifestando además que él era un mozo pobre y ruin, educado en las escuelas con las limosnas de su parroquia, lo cual no había manifestado nunca hasta entonces, a pesar de que lo había pensado decir en varias ocasiones. Cuando escuché a aquel joven declarar su interior con tanta energía, tengo que confesaros que sentí crecer en mí el afecto que le tenía, y que creo que Dios le dará la gracia de ser un gran santo; sí, Hermanas mías, pues muchas veces se necesita nada menos que un acto de virtud heroica para eso, para darle a un alma fuerzas para hacer otro millón de actos virtuosos. Os he dicho esto para confirmaros en la seguridad de que es una buena señal el que un alma diga sus faltas» (IX, 708).
IV.- Cuestiones para la reflexión y el diálogo
1. San Vicente, hombre de oración. No rezo como antes… Todavía sigo rezando… En mi vida, ¿Qué lugar ocupa la oración?
- ¿Cuál es mi oración?
- ¿Por qué razones rezo?
2. Una oración en la vida y para la oración.
- ¿Alimenta la vida mi oración? ¿Cómo?
- ¿Mi oración desemboca en la acción? ¿Cómo?
3. Una oración compartida.
- ¿En comunidad, en grupo, en familia, en equipo?
- ¿Qué tiempo concedemos a la oración juntos?
- ¿ De qué manera hacemos oración y la compartimos?
Tomado de “En tiempos de Vicente de Paúl y Hoy”
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